Mañana no estás. Lee Child

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la cabeza:

      —Los otros mantuvieron las distancias. Es una cuestión de etiqueta.

      —¿En el sitio al que suelen ir?

      —En su circuito.

      —¿Puta? ¿Señuelo?

      —Para nada. Estos andan mucho por ahí. No son tontos. Se dan cuenta. Y Peter fue el que hizo todo el trabajo, además. Cuatro horas, todo lo que había aprendido en su vida.

      —Habría terminado en cuatro minutos si ella hubiese querido.

      Jake asintió de nuevo:

      —Créeme, ya lo repasé cien veces. Cualquier asunto divertido, con una hora es suficiente para que acabe pareciendo tranqui. Dos, máximo. Nadie lo habría alargado hasta cuatro. Así que todo está bien. Más que bien, desde el punto de vista de Peter. ¿Cuatro días con un pibón? ¿Tú qué hacías cuando tenías veintidós?

      —Te entiendo —dije. Cuando tenía veintidós tenía el mismo tipo de prioridades. Aunque una relación de cuatro días a mí me habría parecido larga. Prácticamente como estar comprometido, o casado.

      —¿Pero? —dijo Jake.

      —Susan estuvo retrasada cuatro horas en el peaje. Me pregunto qué tipo de momento límite se puede haber cruzado, para hacer que una madre se quisiera suicidar.

      —Peter está bien. No te preocupes. Va a volver a su casa pronto, con las rodillas flojas pero feliz.

      No dije nada más. La camarera se acercó con la comida. Tenía muy buen aspecto, y era una porción grande. Jake preguntó:

      —¿Te encontraron los que trabajan por cuenta ajena?

      Asentí y le conté la historia entre bocados de atún.

      —¿Sabían tu nombre? —dijo—. Eso no es bueno.

      —No es ideal, no. Y sabían que hablé con Susan en el metro.

      —¿Cómo?

      —Son ex policías. Todavía tienen amigos ahí. No hay otra explicación.

      —¿Lee y Docherty?

      —Quizás. O quizás alguien del turno de mañana que entró y leyó el expediente.

      —¿Y te sacaron una foto? Eso tampoco es bueno.

      —No es ideal —dije otra vez.

      —¿Alguna señal de este otro equipo del que hablaron? —preguntó.

      Miré hacia la vidriera y dije:

      —Hasta aquí, nada.

      —¿Qué más?

      —John Sansom no exagera sobre su carrera. Parece que no hizo nada muy especial. Y ese tipo de constatación realmente no vale la pena refutarla.

      —Callejón sin salida, entonces.

      —Quizás no —dije—. Era comandante. Eso es un ascenso más dos extraordinarios por mérito. Debe haber hecho algo que les gustó. Yo también era comandante. Sé cómo funciona.

      —¿Qué hiciste que les gustó?

      —Algo de lo que después se arrepintieron, probablemente.

      —Trayectoria de servicio —dijo Jake—. Te quedas, te ascienden.

      Negué con la cabeza:

      —No funciona así. Además de que el tipo ganó tres de las cuatro medallas más importantes que estaban a su alcance, una de ellas dos veces. Así que debe haber hecho algo especial. Cuatro algos, de hecho.

      —Todo el mundo consigue medallas.

      —No esas medallas. También yo recibí una Estrella de Plata, que para este tipo es calderilla, y sé de primera mano que no vienen con la caja de cereales. Y recibí un Corazón Púrpura, también, algo que Sansom aparentemente no. No menciona uno en su libro. Y ningún político se olvidaría de una herida en combate. Ni en un millón de años. Pero es relativamente poco común recibir una medalla al valor sin ninguna herida. Normalmente las dos cosas van de la mano.

      —Por lo cual quizás esté mintiendo con las medallas.

      Volví a negar con la cabeza:

      —No es posible. Quizás con una lesión de combate en una condecoración por servicio en Vietnam, algo de ese estilo, pero estos son premios grandes. Este tipo recibió todo menos la Medalla de Honor.

      —¿Entonces?

      —Entonces yo creo que está mintiendo acerca de su carrera, pero en el sentido contrario. Está dejando cosas fuera, no rellenando.

      —¿Por qué lo haría?

      —Porque estuvo en al menos cuatro misiones secretas, y todavía no puede hablar del tema. Lo cual las vuelve muy secretas de verdad, porque el tipo está en medio de una campaña electoral, y las ganas de hablar deben de ser enormes.

      —¿Qué tipo de misiones secretas?

      —Podría ser cualquier cosa. Operaciones clandestinas, acciones de encubierto, contra cualquiera.

      —Por lo que quizás a Susan le pidieron detalles.

      —Imposible —dije—. Las órdenes para la Fuerza Delta y los registros de operaciones y los reportes operativos no están en ningún lugar cerca del Comando de Recursos Humanos. O se destruyen o se guardan bajo llave en Fort Bragg. Sin ánimo de ofender, pero tu hermana no podría haber llegado a estar ni a un millón de kilómetros de esa información.

      —¿Y cómo nos ayuda esto entonces?

      —Elimina la carrera de combate de Sansom. Si Sansom tiene algo que ver, es en calidad de alguna otra cosa.

      —¿Tiene algo que ver?

      —¿Por qué otro motivo pueden haber mencionado su nombre?

      —¿En calidad de qué?

      Apoyé el tenedor y vacié mi taza y dije:

      —No me quiero quedar aquí. Es el punto de partida para este otro equipo. Va a ser el primer lugar en el que busquen.

      Dejé una propina en la mesa y me dirigí hacia la caja. Esta vez la camarera estaba contenta. Habíamos entrado y salido en tiempo récord.

      Manhattan es a la vez el mejor y el peor lugar para que te persigan. El mejor, porque está repleto de gente, y cada metro cuadrado tiene literalmente cientos de testigos alrededor. El peor, porque está repleto de gente, y tienes que examinar a todos y cada uno de ellos, por si acaso, lo cual es cansino, y frustrante, y agotador, y finalmente te vuelve o loco o perezoso. Así que por un tema de conveniencia volvimos a la 35 Oeste y anduvimos por la acera de la sombra arriba y abajo, enfrente de la hilera de coches patrulla aparcados,

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