Vivir abajo. Gustavo Faverón

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Vivir abajo - Gustavo Faverón Candaya Narrativa

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los ha visto hace rato pero no ha querido preguntar. Ahora los ojea. Son sobre tres masacres en cárceles peruanas en 1985 (Alan García, Sendero Luminoso). Hay fotografías de un pabellón bombardeado, reclusos rendidos alineados en el tabladillo de un muelle, infantes de Marina, policías con pasamontañas, cerros de cadáveres, las islas de San Lorenzo y El Frontón vistas desde la costa y desde el cielo. Sube la escalera, mira por el hueco de una ventana. Ahí están las islas: las ha visto todos los días desde hace semanas. En la más pequeña, El Frontón, estaba la colonia penitenciaria. La nube interminable del litoral parece hecha de plumas de pelícanos y gaviotas y cormoranes muertos en pleno vuelo (piensa o siente George). En la silueta de El Frontón, cree divisar, o alucina, los vestigios de la cárcel. ¿Piensa en campos de concentración y en cámaras de torturas? Sí, cada vez que George ve una cárcel, o la imagina, piensa en eso y en su padre. Sube al segundo piso…

      … La escalera chirría y cede a cada paso y a partir de un punto no hay peldaños: trepa enroscado al pasamanos. Arriba todo está igualmente asolado. Inspecciona las habitaciones y encuentra otra escalera, un poco menos destruida que la primera, que sube al mirador. Desde ahí ve la casita rosada de Ariadna, el jardín trasero, tan inmaculado y perfecto como el otro, un jardincito de un verde artificioso…

      … No debe ser mucho después, a lo sumo dos semanas, que encuentro a George en un restaurante de Miraflores. (Calculo que es en marzo, porque para entonces los chicos del taller y los chicos de San Marcos y la Católica lo buscan a la entrada de los cines, lo siguen por todas partes, ven las películas que él aprueba, leen los libros que les recomienda, se juntan en bares para escucharlo). Más que una conversación, lo de esa noche es un discurso suyo que yo escucho con una sensación no sé si de admiración derrotada o de admiración por la derrota. Porque George habla así: sus palabras suenan triunfales pero su gesto es el de alguien que acaba de perder una batalla o que sabe que está a punto de perderla. Dice que el cine, tal como lo conocemos, es un arte inútil y atrofiado. Lo dice rascándose la cara, pasándose el dorso de los dedos por la barba de varios días. Dice que el cine debe hurgar en las grietas por donde se desmorona la realidad (y agrandar las grietas, para que la realidad se desmorone lo antes posible). Cada vez que dice «realidad», habla de las dunas de un desierto y de la arena que resbala entre las copas de un reloj de arena. No usa la frase «reloj de arena» sino la palabra «clepsidra», que en sus labios parece una palabra en otro idioma. Dice que hay excepciones y nombra a Buñuel y se queda en silencio y nombra a Kirsanoff (para marzo, todos los chicos del taller buscan películas de Kirsanoff: no encuentran ninguna). El hielo repica en el vaso de whiskey y George parece seguir hablando de cine pero en algún momento ha comenzado a hablar sobre dictaduras latinoamericanas. Nombra a Stroessner, a Pinochet, a Videla. Pide otro whiskey: una mano raquítica lo pone sobre la mesa. Cuando menciona a los dictadores, lo hace de tal modo que todos parecen un mismo personaje. Las historias que cuenta sobre ellos suenan como resúmenes de películas que ha visto alguna vez, en un tiempo remoto, proyectadas contra un muro y proyectadas, además, unas encima de las otras (pero no es que no sepa de qué está hablando: es que esa es su manera de saber).

      Abre mucho los ojos, lame el borde de su vaso, parece triste (está pensando en el futuro). Vuelve a hablar de cine, pero lo hace como si hablara de una guerra de guerrillas o una guerra de trincheras o una guerra hecha de operaciones secretas y dobles espionajes. Otra vez menciona las grietas (agujeros, rendijas, ranuras) y dice que él se dispone a escudriñar entre ellas y abre más los ojos y me pregunta si yo quiero escudriñar junto con él, pero no espera mi respuesta y vuelve a mencionar a Buñuel, a Kirsanoff, a Man Ray, a Walter Ruttmann, a Dziga Vertov. (A mí, George me parece un erudito: me obsesionan sus obsesiones, la furia viva de su relación con el cine, al que parece detestar y adorar al mismo tiempo. Lo envidio). Cuenta argumentos de películas que no parecen argumentos de películas, sino esquirlas que se han desenterrado de la piel con los dientes. Después sigue hablando, pero ya no da la impresión de hablarme a mí, sino a alguien que está sentado en mi silla pero que no soy yo. A esa persona, George le habla de películas que se pueden ver con los ojos cerrados y de películas que hacen cerrar los ojos y dice que él quiere hacer una que haya que ver de espaldas a la pantalla, tratando de escapar, y películas que solo se puedan ver en medio del campo, cerca de un río, entre los árboles y las montañas, con la intuición de que solo salvando la distancia y huyendo se podrá entender el sentido de la historia, y habla de películas que no se filman pero que igual existen y dice que esas son las mejores, y dice que las mejores películas que él ha hecho en su vida, porque él es cineasta –es la primera vez que lo dice–, son de esas: películas imaginarias que sin embargo otras personas han entendido o sospechado o temido, aunque nunca las hayan visto, y dice que ese es el verdadero cine de horror: aquel cuya sola intuición nos empavorece hasta el punto que disfrutamos de la felicidad de escapar cada día de él sin tener que mirarlo. Dice que eso mismo es nuestra memoria y que eso es nuestro subconsciente. Y cuenta la historia de un cineasta que vive en una prisión y que filma películas en su mente y por las noches se las proyecta a los demás reclusos en las paredes de sus celdas, telepáticamente, y después dice que él ha sido ese cineasta...

      … Es probable que George no diga todas esas cosas esa misma noche. Quizás las dice en distintas conversaciones entre marzo y julio, porque en esos meses me lo encuentro varias veces. Siempre es de manera casual, a la salida del cine, sobre todo el cineclub del Banco de Reserva, a tres cuadras del periódico donde trabajo. Unas veces está con Ariadna: los veo caminar lado con lado, él muy alto, ella pequeña. Parece su hermana menor y no su novia (por entonces no sé si son novios: prefiero no preguntar; dejo de buscar a Ariadna: sospecho que ella no se da cuenta)…

      … Otras veces encuentro a George con los chicos de San Marcos y la Católica. Meses más tarde, en setiembre, cuando se publica la noticia en los diarios, busco a esos chicos para que me digan lo que sepan. Según ellos, George nunca hablaba de sí mismo, y, sin embargo, siempre parecía estar hablando de él, como si lo hiciera a través de un mecanismo de alusiones indirectas o metáforas o falsas referencias. Así hablaba, es cierto: convertía su vida en una alegoría de su vida. Como si su biografía fuera un objeto imposible de describir literalmente, o, peor aun, como si incluso al describirla de manera literal fuera una metáfora de otra cosa, me dice alguien una tarde. (La versión según la cual George vino al Perú a filmar un documental sobre Sendero Luminoso sale de ese grupo de muchachos –que desde julio casi no lo ven más y en setiembre, después del crimen, lo aborrecen–, pero carece de todo fundamento)...

      Nota en la contratapa de un diario

      Sin embargo, es verdad que, en febrero, George filma los cuerpos de los policías muertos en el atentado contra la residencia del embajador de Estados Unidos, y, una semana más tarde, graba escenas del entierro de María Elena Moyano, asesinada por Sendero Luminoso. En abril (también es cierto), está con su cámara en la Plaza Bolívar, frente al Congreso, el día del golpe de estado.

      Sigue la libreta 2. Octubre de 1992

      … En ese tiempo el hombre del sótano sigue durmiendo en la casona, George lo ve con frecuencia, parecen amigos. ¿Qué clase de películas haces?, le pregunta el sujeto una noche: ¿películas de misterio? Todas las buenas películas son de misterio, dice George: lo que importa es que comiencen en un manicomio y acaben en un cementerio, agrega, ¿sonriendo? (Esa frase se la dijo alguien alguna vez, es una cita; en verdad George habla para sí mismo). Hago documentales, aclara la voz. Eso dijistes, dice el hombre. Pero yo no sé qué es eso: ¿qué es eso?, pregunta. Películas sobre la vida real, le dice George. ¿Y cuál es la gracia?, dice el hombre: ¿quién chucha quiere ver películas sobre la vida real?, dice, piensa un rato, después añade: si quieres hacer una película sobre la vida real, que comience en un manicomio y termine en un cementerio, tienes que hacer una sobre mí: yo nací en un manicomio y acabé en un cementerio. Por qué no, sonríe George. El hombre se lo queda mirando. Una película sobre ti, habla solo George, y el hombre lo mira. George come y el hombre lo mira todavía más rato, en silencio. George toma un vaso de agua y el hombre lo sigue mirando. ¿Qué?, dice George. La película, responde el hombre, señala

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