Vivir abajo. Gustavo Faverón

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Vivir abajo - Gustavo Faverón Candaya Narrativa

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él. (¿Esto lo irrita, lo intranquiliza?). Es como si alguien hubiera puesto aquí, a unos metros de mi casa, una casona de la ciudad de la que me fui hace mil años, para que no pueda olvidarme del pasado, dice Rainer: así lucían las casas de Dresden al final de la guerra. Antes la veía y me daban ganas de entrar. Porque a veces dan ganas de recordar las cosas más terribles. Es como un vértigo.

      Ariadna sale de su cuarto, se perfuma, se mira en todos los espejos del segundo piso. De inmediato le parece una actitud banal. No se reconoce en esa emoción. No es una chica romántica, tampoco enamoradiza. De hecho, cree que nunca ha estado enamorada, hasta ahora. Tampoco se reconoce en los espejos: el lápiz labial le sabe raro, no tiene idea de cómo ponerse el rímel: ¿quién es esa mujer? Afuera, Rainer no para de hablar sobre Dresden y la guerra y George se impacienta. Su plan depende de la exactitud, de las manecillas del reloj: mira el reloj. Son las ocho y cuarentaisiete. Ariadna lo espera a las nueve. De pronto, George le dice a Rainer: yo tengo la llave de la casona. Rainer parece no entender. ¿Ah?, gesticula. Yo tengo la llave de esa puerta, dice George: ¿quiere entrar? El anciano lo mira y mira la casona y George mira al anciano y la casona y la casona parece mirarlos a los dos. Ariadna se ve al espejo por última vez, se toca el corto pelo rubio a lo Jean Seberg, tan corto que no tiene nada que hacer con él. Se despide de sí misma, baja la escalera, se sienta detrás de la puerta, se queda inmóvil. ¿Siente que si se mueve demasiado su disfraz se va a desmoronar?

      A media cuadra, George repite: ¿quiere entrar? Rainer dice que no y mira a George como si lo viera por primera vez. ¿Por qué me preguntas eso?, dice (recién entonces sospecha que algo anda mal). Es el momento del cual depende todo, o el momento que, desde un principio, ha dependido de todos los momentos anteriores.

      Ocho minutos antes de las nueve, George coge a Rainer del cuello y lo fuerza a subir la escalinata. El viejo cae, su cadera golpea el primer escalón, sus zapatos suben rebotando en los otros seis. George no busca la llave porque ha dejado la puerta entreabierta. Arroja a Rainer al piso, lo coge por los tobillos –¿lo arrastra sobre detritus animales?, ¿el cuerpo de Rainer libera las miasmas de los insectos desecados?–: llega a la puerta del sótano. Deja rodar al viejo dos o tres peldaños. ¿Rainer se golpea la cabeza, se aturde? Seguramente, porque ya no ofrece resistencia: George lo manipula como a un muñeco. Ariadna asoma por el rombo de vidrio de la puerta, mira el muro del malecón y la crecida de las olas. Cuando limpia el vaho de su respiración sobre la ventana, ve sus uñas. No se ha pintado las uñas. Pone una mueca de fastidio pero decide que no está mal: que al menos sus uñas se vean como siempre, para que haya una parte de ella que le resulte familiar. En ese momento, tres casas más allá, Rainer ya está sobre la camilla del sótano, los brazos y las piernas encorreados al borde de metal. George le acaba de poner un trapo en la boca. El anciano abre los ojos, siente que está adentro de una pesadilla, siente que es otro, piensa que eso que está pasando le está pasando a otro. George lo mira de muy cerca, le susurra al oído:

       Vengo de parte de Laura Trujillo.

      No dice nada más. Se sacude la ropa, sube la escalera, camina a la casita rosada y toca el timbre. Ariadna ya lo vio llegar a través del rombo de vidrio pero espera un rato antes de abrir la puerta. El malecón está desierto, como siempre, de modo que buscan un taxi dos cuadras más allá…

      … Para Ariadna, la noche es decepcionante. George no solo no intenta seducirla, ni se deja seducir, sino que da la impresión de tener la cabeza en otra parte. De vuelta en casa, ella se queda varias horas rodando en la cama. Por fin concilia el sueño y duerme hasta media mañana. Recién cuando baja a desayunar nota la ausencia de su padre.

      Cuando sale para ir a la comisaría de Maranga, horas después, George aparece en la calle. Ella está sollozando, él la escucha y la acompaña. En la comisaría, Ariadna apenas puede hablar. George le dice a un policía que él vio a Rainer salir de casa cerca de las nueve de la noche, que hablaron un segundo y se despidieron y que él de inmediato tocó a la puerta de Ariadna y juntos tomaron un taxi para ir a Barranco. Ella confirma todo.

      Una semana después, George va con ella a la Dirección de Personas Desaparecidas. De hecho, George pasa con ella varias horas de cada día a partir de entonces. Deja de lado a los chicos de San Marcos y la Católica, y a los chicos del taller (yo no lo vi más). A veces va al Medialuna, le lleva comida a Hildegardo, habla con Rita Moreno, tienen sexo en un depósito en la trastienda de la recepción, a veces salen, otras veces él va solo al cine. Pero todos los días regresa donde Ariadna. Es importante decir que no la acompaña hipócritamente. De verdad se compadece de ella, del hecho de que ella tenga que sufrir por lo que él está haciendo.

      El resto del tiempo George está con Rainer, en el sótano de la casona…

      … El viejo muere el 11 de setiembre. A la mañana siguiente George deja una nota anónima en el periódico donde yo trabajo. ¿Lo hace por eso? ¿Porque sabe que yo estaré ahí? [Me lo pregunté muchas veces: ahora creo que no, que esa decisión suya no tuvo nada que ver conmigo.] En la nota dice que ha ocurrido un homicidio y dice dónde hallar el cadáver y dónde hallar al asesino, un senderista llamado Hildegardo Acchara, que está alojado en el hostal Medialuna, en Miraflores, bajo el nombre de Ronald Flores. Esa nota (una carta de dos páginas, que dice muchas cosas más) es el último rastro que deja George antes de desaparecer para siempre…

      Diario, 29 de agosto de 2015

      A la luz de lo que descubro años después, es posible especular que, durante los cincuentaicinco días en que George tuvo a Rainer secuestrado, lo sometió a diversas torturas. Pero también es posible que, más allá de maniatarlo y amordazarlo, no infligiera sobre él ninguna violencia adicional. Al menos no mientras estuvo con vida. Pero sí después. Porque en el acta del médico forense consta que en el cráneo de Rainer se encontró un agujero, horadado con un taladro, bastante más grueso que los dedos de un adulto, que llegaba hasta el ventrículo izquierdo del cerebro. El médico está seguro de que fue hecho post mortem, aunque no se atreve a decir con qué objetivo.

      Yo sí lo sé.

      Yo imagino a George asomando por el hoyo en el cráneo de Rainer, acercando un ojo, cerrando el otro, para ver mejor, alejarse y estirar el índice y meterlo en el hueco, tantear adentro, tocar con la yema del dedo, pensar que sí, que ahí estaba, que eso era.

      Eso tiene que ser, habrá pensado George: es la piedra.

      (Pobre hombre, pobre muchacho, buscando la piedra de su locura en una cabeza ajena).

      Eso último no se ve en la película que grabó en esos cincuentaicinco días, y que yo veo casi todas las noches desde hace dos años en este sótano bajo la biblioteca de mi casa (George hablando en primer plano, Rainer detrás, amarrado a la camilla); una película que conseguí en el año 2013, cuando ya se me había revelado el resto de la historia, cuando ya sabía quién era de verdad Rainer Enzensberger y quién era Laura Trujillo y ya me había cruzado con la legión de fantasmas que llevaron a George a ese sótano y lo obligaron a convertirse en ese monstruo.

      Diario, 2 de setiembre del 2015

      He llamado a Gus Fowley Partridge y le he pedido que no venga.

      II

      LA SALUD DE MRS. RICHARDS

      «Cuando quise quitarme el antifaz,

      lo tenía pegado a la cara.

      Cuando me lo quité y me miré en el espejo,

      ya había envejecido.»

      Fernando Pessoa

      («Tabaquería»)

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