Vivir abajo. Gustavo Faverón

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Vivir abajo - Gustavo Faverón Candaya Narrativa

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que yo estaba haciendo en ese lugar del mundo, en ese bosque, en este país, viviendo con Clay. O sea, lo que estaba haciendo con mi vida.

      A cien metros había un bote encallado en un enredo de yerbajos, un bote azul con una línea roja, un bote en el que pensé que podría echar una siesta, o que podía empujar hasta el agua para derivar un rato mecida por la marea, un bote, en fin, es decir un objeto con el cual algo podía hacer. Caminé hacia él y cuando estuve muy cerca descubrí que en su interior había un cuerpo pequeño, arrebujado y bocabajo pero con la cara ladeada, la sien sobre el espinazo de la embarcación, desnudo y al parecer dormido aunque también podía ser un niño malherido o un niño inconsciente o podía ser un enano y no un niño y ciertamente también podía ser un enano muerto. Instintivamente pensé en irme pero de inmediato sentí remordimientos y me puse de rodillas para volverle la cara de lado, pero el niño, que no era un enano sino un niño, no dio señales de vida. En ese momento me sobrecogió una angustia atroz, una especie de ansiedad que tomó la forma de un animal de discretas proporciones, que se empinó dentro de mí, acá en mi pecho, y me agarró las costillas con las patas delanteras y asomó la cabeza por detrás de mi esternón, como una bestia enjaulada.

      Sentí la boca llena de tierra y cogí al niño y lo puse bocarriba y le grité no sé qué cosa y despertó, aunque sus ojos, por un rato, parecieron no verme, o verme desde el escenario de un circo o de una pesadilla paralela. Una pesadilla de seguro no tan terrible, porque ¿cuán terribles pueden ser las pesadillas de un niño así de chico? No tendría más de cuatro años, o a lo sumo cinco. (Respuesta: pueden ser ferozmente terribles. Sobre todo las de ese niño, aunque yo no tenía forma de saberlo. Lo empecé a intuir o a temer unos minutos más tarde, cuando lo puse de pie, a un costado del bote, y, tras desbrozarle el cuerpecito de barro y algas y briznas de paja, vi que tenía la barriga cubierta de tatuajes). Le pregunté cómo se llamaba y se echó a llorar. Lo llevé cargado a casa por el camino del cementerio. En segundos comenzó a silbar un viento helado que mecía las retamas, enredaba hojarascas al ras de la hierba y despolvaba las lápidas verdinegras y noté que el niño estaba tiritando. Miré a todas partes antes de sacarme la camiseta para envolverlo en ella. Cuando me vio desnuda le vino un ataque de risa. Fue una alegría sin motivo, que a los dos nos devolvió la serenidad, pero de inmediato se refractó en los túmulos y las cruces mohosas y las banderitas listadas del cementerio y escudriñó en las fisuras de las tumbas y la quebrazón de los mármoles ulcerados y golpeó las puertas herrumbrosas de los mausoleos.

      Apenas llegamos a casa, busqué una frazada, lo arropé en un sofá y me puse un suéter de Clay que estaba doblado sobre una consola a los pies de un guacamayo disecado. Cogí el teléfono. Mis dedos marcaron dos números equivocados, lo que me hizo recordar el papel en la refri. Fui por él y disqué el número correcto y expliqué todo del modo más claro que pude. Cuando colgué el auricular el niño estaba dormido otra vez. Me senté a su lado, levanté la frazada y le alcé la camiseta para ver si los tatuajes eran lo que había creído: húmeros cruzados, esvásticas, calaveras, águilas imperiales, una araña de patitas geométricas, un monograma ilegible. Instintivamente quise dejar de ver pero de inmediato sentí remordimientos y lo puse bocabajo para revisarle los muslos y las nalgas y por fortuna no vi rastros de violencia.

      Cuando despertó, saltó del sofá y se puso a caminar por la primera sala como un inspector de bienes raíces. Luego entró a la segunda y miró las fotografías alineadas sobre la repisa de la chimenea, que estudió con interés, me dio la impresión, aunque después me pareció que las veía con indulgencia y por último con algo de distancia o con cierto escepticismo. Cogí el retrato de Clay y le expliqué que ese señor era mi esposo, que la casa era suya y que yo solo vivía ahí desde hacía unas semanas.

      El niño señaló las demás fotos.

      Le dije que esas personas también vivieron ahí pero ya no. Él no se atrevió a preguntar, seguro no sabía cómo preguntar (o no le interesaba preguntar) dónde estaba esa gente ahora. Eludí su no-pregunta ofreciéndole algo de comer. Unos minutos después, mientras preparaba un sándwich de jamón y queso, un autopatrulla rodó lento y cartilaginoso hasta la puerta del garaje y de él brotaron dos policías. El primero, muy gordo y de piel rosada, caminó hacia el porche. El otro, moreno y más joven, se desentendió de todo y se fue a dar vueltas por el jardín lateral, escrutando las pajareras. El gordo entró y miró al niño y repitió las preguntas de la operadora. Después fue y vino varias veces entre el porche y el autopatrulla y habló con alguien a través de una radio, una voz que le respondió con sonidos nasales y pareció imitarlo burlonamente: había estética. Después regresó al porche y me dijo que no me preocupara.

      –Es Chuck, el hijo de John Atanasio –dijo, como si eso explicara todo.

      Me dijo que John Atanasio era un borracho que entraba y salía de la cárcel con frecuencia y que el niño, Chuck, vivía con Lucy, la hermana de John, en Harpswell, un poco más abajo en la bahía.

      –¿Qué bahía? –pregunté.

      –La bahía –dijo el gordo–. Esta bahía.

      Miró hacia delante como si sus ojos me atravesaran y después atravesaran la casa, el estudio, el jardín, las rotondas, el bosque y el cementerio. «O sea que es el mar», pensé, «no es un lago».

      En la radio seguían los crujidos de la estática. No la estética, perdón: la estática.

      El gordo dijo que la casa de Lucy Atanasio –«una covacha inmunda», dijo–, la casa de la hermana de John Atanasio, donde vivía Chuck, estaba más cerca de Harpswell que de Brunswick. Era raro que el niño anduviera solo por esta parte de la bahía. Después me dijo que no me preocupara, que ellos iban a investigar y verían si había pasado algo malo.

      –Aunque lo más probable es que el niño se haya perdido jugando entre el bosque y la orilla y que Lucy ni siquiera se haya dado cuenta.

      Le pedí que me tuviera al tanto. El gordo volvió a decir que no me preocupara. Caminó hacia el coche y le silbó a su compañero, que continuaba absorto en las pajareras (una perplejidad desconcertante habida cuenta de que las pajareras estaban vacías).

      De inmediato el gordo regresó al porche. Pidió permiso con el ala del sombrero y entró a la sala y cargó al niño hasta el autopatrulla. Al minuto volvió.

      –Olvidé anotar su nombre –dijo–. ¿Usted trabaja para Clayton?

      Le expliqué que era la esposa de Clay, que nos habíamos casado el mes pasado en Ecuador.

      –Solo estamos aquí desde hace unas semanas.

      –¿Él está en casa?

      –Está en Boston por unos días.

      –¿Usted es de Ecuador?

      –No.

      No me preguntó de dónde era. Dijo algo como: «Así que Clayton se casó».

      Tenía cara de buena gente.

      Lo vi mirar mis botas enlodadas. Le dije que, cuando encontré al niño en el bote, estaba cubierto de barro y ramas húmedas.

      –Como si hubiera estado en el agua –añadí.

      –Eso es extraño –dijo el gordo.

      Caminó hacia las pajareras y cuchicheó con el otro. Luego regresó al porche y me pidió que fuera con ellos y les mostrara el bote.

      –Claro.

      Subí a ponerme un pantalón

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