Vivir abajo. Gustavo Faverón

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Vivir abajo - Gustavo Faverón страница 11

Vivir abajo - Gustavo Faverón Candaya Narrativa

Скачать книгу

      Cuando Clay me trajo a vivir aquí, en el verano de 1971, el pueblo me pareció demasiado chico y la casa demasiado grande y yo era muy joven y por eso me costaba habituarme a que la gente me llamara Mrs. Richards. Pero ya ves, peores cosas me habían pasado en la vida y yo seguía en pie y no iba a dejar que esa tontería me detuviera. Por otro lado, la casa era hermosa: el porche con pilares de ladrillo, dos salas gemelas separadas por biombos japoneses, una adornada con cabezas de animales de caza menor y pájaros disecados, en la otra la vitrina de los rifles y las carabinas, un comedor inmaculado pese a los años en desuso y una cocina que miraba hacia el jardín trasero, un jardín con rotondas de piedra y caminos que se perdían en el bosque y donde yo también me perdía, casi todas las mañanas y muchas noches (como si yo también fuera un jardín cuyos caminos se perdieran en un bosque y el jardín un bosque que desembocara en un cementerio de lápidas rotas y estatuas tenebrosas, en frente de un lago de aguas desiertas, como en efecto era el caso).

      En el segundo piso estaban los dormitorios, el que había sido de Clay con su primera esposa y los cuartos de los niños, donde ya no había nadie, y, al final de un corredor nebuloso, o que en las horas del crepúsculo se tornaba nebuloso, estaba el laboratorio de Clay, que parecía el gabinete de un inventor en una película de ciencia-ficción, con su computadora descomunal de los años cincuenta, sus grabadoras de carrete, el arsenal de cartuchos de cuatro pistas, los innumerables micrófonos, la colección de cintas magnetofónicas, el domo donde Clay exhibía para nadie un viejo fonoautógrafo que él mismo había reconstruido y, más allá, el archivador de anaqueles etiquetados con nombres de pájaros de las Américas. En el jardín, además, se erigía, digámoslo así, se erigía el pequeño estudio con el techo a medio construir, detrás del garaje, conectado al garaje por un pasadizo que daba la vuelta alrededor de una rotonda de piedra.

      Clay se despertaba muy temprano por las mañanas, cogía el martillo y se trepaba a una escalera de albañal para terminar el techo del estudio. Estaba empecinado en acabarlo lo antes posible, aunque a mí, valgan verdades, no me importaba que el techo estuviera a medio hacer, que dejara entrar la luz entre los árboles durante el día y la luz enmascarada de la luna y las estrellas por la noche. Me gustaba esa especie de confusión, la luz del sol o de la luna y las estrellas rebotando entre las columnas inacabadas del estudio, las vigas del techo en ciernes, la pared que pronto cubrirían los estantes y poblarían los libros de Clay y los libros que yo fuera comprando poco a poco. Clay, por su parte, no parecía apreciar la confusión y por eso iba al pueblo dos o tres veces por semana, aprovechando para comprar víveres, pero sobre todo a comprar herramientas y materiales de construcción, y el resto del tiempo lo pasaba en lo alto de su escalera de albañil, no de albañal, perdón, sino de albañil, martillando clavos y huachas y alcayatas mientras yo preparaba bocadillos o asaba trozos de carne en la parrilla del porche, o en la parrilla del jardín trasero, o podaba las ramas bajas de los árboles. La verdad es que hacía cualquier cosa con tal de estar afuera y no en la casa, no adentro de la casa, porque estar en la casa me producía una sensación como de intrusa embozada, de ladrona furtiva, de bandido que se escurre en una casa ajena durante la noche y degüella a los miembros de una familia, a la madre, a los tres niños, aprovechando las sombras y el espionaje de la noche, esa especie de disfraz natural que le brinda la noche a los seres clandestinos.

      Por eso mismo, cuando la noche llegaba de verdad, yo le pedía a Clay que no durmiéramos adentro, que nos quedáramos en el estudio, y, aunque no le decía por qué, él seguramente lo entendía, porque siempre me hacía caso. Nos recostábamos en el piso del estudio y abríamos al azar una caja llena de libros y él leía cualquier cosa en voz alta, con esa voz tan bonita que tenía Clay, su voz de profesor universitario. Me leía historias de aventureros en la jungla o historias de científicos viajeros. A veces eran historias muy aburridas, te voy a ser sincera, historias soporíferas que, sin embargo, me conducían no al sueño sino al espanto, al horror, a la pesadilla, al tictac de una bomba debajo de un automóvil o a la desdicha de un trauma refundido en el último aparador del subconsciente. Pero las escuchaba formulando gestos de asombro y embeleso. Clay leía, yo escuchaba. Ponía cara de encandilación, o de encandilamiento, no sé cómo se dice, ¿cómo se dice?, y después colocábamos un plástico o un trozo de lona encima de las cajas de libros, antes de dormir, no fuera a ser que esa noche lloviera y los libros se echaran a perder. Luego hacíamos el amor, en ese tiempo con mucha delicadeza, porque él sabía, yo no le había dicho nada, pero él se había dado cuenta, y esperábamos el sueño mirando el cielo estrellado y las nubes que clareaban bajo la luna. Una luna grande y blanca, la luna estival, que a mí me parecía, además, dispareja y solitaria. Y escuchábamos el canto de los pájaros, que Clay quería enseñarme a distinguir especie por especie, cantos que él escuchaba como si provinieran de otra galaxia y que a mí me daban la impresión de provenir de un mausoleo, cosa no improbable, porque el cementerio que daba al lago, al final del bosque donde se disolvía el jardín, tenía, además de tumbas chatas y estatuas fantasmagóricas, siete mausoleos que a la distancia parecían puertas frente a casas invisibles.

      Yo me levantaba de madrugada, me internaba en el jardín y el bosque y atravesaba el cementerio hasta la orilla del lago y allí volteaba a mirar la casa, que nunca era visible desde abajo: yo igual me quedaba mirando y veía los mausoleos y escuchaba el ulular del pájaro-campana y de regreso a casa iba cruzando las puertas una por una, y así fueron los días y las noches de las primeras semanas. Clay terminó el techo y se tomó cinco días en construir los libreros sobre la pared del fondo. Después trajo más cajas con los libros que ya no cabían en su oficina del college. Un jueves, a la hora del almuerzo, me recordó que ese fin de semana tenía que viajar a Boston para dar una charla sobre la evolución de los gorriones de sabana en Nueva Inglaterra y que desde ahí se iría a Providence a dar una charla sobre las interacciones sexuales entre plantas y animales en el folclor guaraní. El viaje, en total, iba a tomarle al menos siete días, y me preguntó si quería acompañarlo. Le dije que prefería quedarme, cosa que no era ni cierta ni falsa. A Clay no le pareció extraño, aunque la verdad es que a Clay nada le parecía extraño, ni se lo tomó a mal, cosa que tampoco ocurría nunca. Sí le preocupó, como era predecible, que pasara tantos días sola en medio del bosque, y preparó una lista con números telefónicos que, según dijo, me podrían sacar de aprietos en caso de emergencia. Yo tomé el papel y lo adherí con un imán a la puerta de la refri. Cuando Clay se fue, a la mañana siguiente, le hice adiós desde la boca del camino, mirando la nubecilla de polvo deshacerse entre los árboles, y revisé el buzón de correo. Encontré un sobre de manila muy gordo, que parecía contener un grueso manuscrito, un legajo de papeles, o cierto número de revistas, un sobre que obviamente debía ser para Clay, aunque no llevaba su nombre como destinatario, solamente la dirección, 1 Botany Place. Lo puse sobre la mesa de la cocina antes de prepararme un sándwich de jamón y queso, darme un duchazo, ponerme un par de botas y una camiseta larga y salir a caminar.

      En lugar de tomar la dirección de siempre, fui desde el jardín lateral, más allá de las pajareras, siguiendo un camino de tierra y carbunclos blancos, como los restos de innumerables hogueras pequeñitas, y al final de un sendero de ramas rotas vi una gran masa de agua que, supuse, debía ser un brazo del lago que estaba frente al cementerio. Aunque de inmediato pensé que tal vez no eran lagos, ni ese ni el otro, sino entradas de mar que yo confundía con lagos, o viceversa: tal vez eran lagos que confundía con el mar.

      «Cuando vuelva Clay le voy a preguntar», pensé.

      Seguí caminando. La orilla era pajiza, de juncos verticales, y la masa de agua se imprecisaba en el horizonte, pero la tranquilidad era absoluta y no se divisaban olas ni nada semejante, de modo que quizás sí era un lago. Por otra parte, minutos después vi una lápida y detrás otra, y después las estatuas y más allá los mausoleos y me di cuenta de que el camino que había tomado no era perpendicular a la casa, es decir, no se abría en línea recta desde el jardín lateral en dirección opuesta al cementerio, sino que iba dando la vuelta y terminaba en el mismo sitio al que una llegaba tomando el sendero contrario.

      –¿Qué hago aquí? –me pregunté.

      Y

Скачать книгу