Vivir abajo. Gustavo Faverón

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Vivir abajo - Gustavo Faverón Candaya Narrativa

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prender los reflectores. Rita mira hacia la cámara, excitada (he visto esa cara). Es difícil saber si George ha premeditado la grabación, pero es un hecho que la existencia de ese video, más adelante, jugará en su favor…

      Diario, 27 de agosto de 2015

      Todavía en junio del ’92 todo el mundo seguía hablando del golpe de estado. Ariadna estaba descontrolada de rabia, a su manera, es decir hacia adentro, mientras que George daba la impresión de estar a favor del golpe (aunque lo más probable es que solo fingiera aprobarlo: ¿o quizás le gustaba la espectacularidad de la historia y el hecho de encontrarse en medio de ella?). Sus apóstoles de San Marcos y la Católica, y sus apóstoles de los talleres de cine, que parecían más apóstoles que nunca ahora que George andaba barbudo y melenudo, tomaban sus palabras con humor. Lo mismo hacía Ariadna y lo mismo Rainer, cuya propia experiencia de vida lo había vuelto alérgico a los tiranos, los dictadores, los autócratas y los sátrapas, y cuya calidad de hombre culto, además, le generaba una repulsión visceral hacia Fujimori.

      Cuando George, seguramente por molestar, en una de sus visitas diarias –me resulta difícil entender por qué prolongó por tanto tiempo, hasta mediados de julio, los prolegómenos del crimen–, decía que todo estaba bien, que ahora el gobierno podría arrasar a los senderistas sin pensar en tonterías como los derechos humanos, Rainer respondía: se ve que tú nunca has peleado en una guerra. George le decía que no. Rainer le decía que él tampoco pero que una guerra se había peleado encima de él, adentro de él, en su cara, en su cerebro. Y créeme que nadie que ha vivido una guerra quiere vivir otra después, decía.

      Una noche los tres toman unas cervezas en la casita rosada y Rainer se pone a hablar en círculos, a formar imágenes raras para explicar algo que no sabe cómo explicar. Al cabo de un rato le dice a George que quiere hacerle una pregunta. Sin duda tampoco sabe cómo formularla, o le toma mucho tiempo ordenarla mentalmente, porque vuelve a las metáforas. Dice algo así: Barlovento es el punto desde el cual sopla el viento. Hace una pausa. Dice: Sotavento es el punto hacia el cual sopla el viento. Segunda pausa. Toma aire, dice: cuando hay un tifón, un huracán, una tempestad, barlovento y sotavento se confunden, se vuelven uno, indescifrable. George lo mira. Eso también pasa con el viento de la historia, dice Rainer: el viento de la historia, que arrastra al ángel de la historia. Unas veces va de aquí para allá, y avanzamos, otras veces va de allá para acá, y retrocedemos. Pero otras veces hace las dos cosas al mismo tiempo, y nos quedamos en el mismo lugar y no vamos a ninguna parte. Y otras veces todos los vientos soplan hacia un mismo sitio, y tú quisieras que ese sitio fuera el futuro. Pero si tú estás en el lugar hacia donde soplan todos los vientos, no te parece que sea el futuro, porque tú ya estás ahí, y porque el futuro no puede ser un lugar atacado furiosamente por todos los vientos del mundo. ¿Me entiendes, George? George lo mira. Lo que quiero preguntarte, dice Rainer, es simple: ¿cómo se llama el lugar hacia el cual soplan todos los vientos? George no sabe qué responder. Cuando yo era joven, dice Rainer, ese lugar tenía un nombre: Deutschland.

      George termina su cerveza. Rainer termina su cerveza. Ariadna deja caer la cabeza sobre el hombro de George, que mira los cuadros en la pared.

      Esos cuadros son fundamentales en esta narración. Las cosas que Rainer le ha dicho a George sobre la piedra de la locura, George las ha escuchado antes, de niño, en Maine: se las ha dicho su padre. Una semana después, le pide a Ariadna que lo acompañe al Hospital del Niño, la lleva hasta la sala de los chicos con hidrocefalia, le muestra las válvulas que los médicos usan para drenar los ventrículos obstruidos. George pasa un buen rato mirando a las criaturas. Hay una fila de camas y una fila de incubadoras con un niño o un bebe en cada cama o en cada incubadora, excepto en una cama donde hay dos niños, y una incubadora donde solo hay sábanas arrugadas. George les habla y les juega y les hace pases mágicos y les canta canciones y Ariadna siente que es el hombre más bueno del mundo. Cuando salen, él hace un comentario, una comparación que involucra la piedra de la locura y las válvulas de los niños hidrocefálicos. Son solo un par de frases pero la dejan perturbada, sin saber qué pensar, preguntándose si ha escuchado bien. Para entonces, él puede decir cualquier barbaridad y Ariadna prefiere no entender.

      Libreta 4. Noviembre de 1992

      … Creo haber dicho varias veces (pero puedo equivocarme) que el homicidio tuvo la particularidad de no durar unos minutos ni unas horas sino cincuentaicinco días.

      Comenzó a mediados de julio.

      George pasa por la casita rosada y le dice a Ariadna que esa noche quiere llevarla a un lugar especial, que se ponga muy bonita y elegante y lo espere a eso de las nueve. ¿Ella se emociona? ¿Se hace ilusiones? Durante todos esos meses se ha preguntado por qué George, a pesar de cortejarla sin pudor y visitarla a diario y acompañarla al cine y darle una atención que no parece dispensar a nadie más, nunca ha hecho nada por dar el siguiente paso, ni siquiera apretarla contra su cuerpo, ni siquiera darle un beso que no parezca el beso de un amigo o de un hermano.

      A las siete de la noche se desnuda frente al espejo, mira su cuerpo. No sabe que George acaba de salir de la casona incendiada y ha cruzado la pista y mira su ventana desde la penumbra del malecón. La cortina está cerrada, George solo intuye siluetas y respira. ¿Quiere convencerse de que está tranquilo, de que su plan es perfecto y nada puede salir mal? Ariadna se prueba dos o tres vestidos, una blusa y dos faldas, otro vestido con un escote que le parece escandaloso: ¿aunque quizás no? George cruza la pista varias veces, entra a la casona, baja al sótano, infinitamente reacomoda dos jarrones de flores amarillas a los lados de la camilla, prende y apaga la cámara, prende y apaga los reflectores, apaga el grupo electrógeno, deja el sótano a oscuras, vuelve a salir.

      Ariadna se prueba unas medias negras, unos zapatos de taco que no acostumbra usar y que no se ha puesto en años, camina nerviosamente entre el espejo y la ventana. Le parece ver a alguien en el malecón: lo ignora, se prueba otro vestido. El hombre en el malecón es George. ¿Ya no se oculta? ¿Cree, por el contrario, que sería conveniente que Ariadna lo viera, que creyera que es un pretendiente nervioso que espera ante su puerta mucho rato antes de la hora acordada? Ariadna abre un cofre con joyas que una vez le dijeron que eran de su madre, aunque no lo eran (de todas formas son las únicas joyas que tiene), y se las pone: un collar de falsas perlas negras, una sortija de plata quemada con una perla negra de verdad y un par de aretes que no son del mismo juego, pero parecen. Lleva las medias y los zapatos y las únicas bragas de su cómoda que no le resultan súbitamente espantosas pero aún no se pone el brassiere porque no ha decidido qué vestido usar o porque está pensando que tal vez sea buena idea no usar brassiere.

      George entra una vez más a la casona, vuelve al sótano. ¿Tiene ganas de abrir su mochila, ponerse la máscara de oso, echarse a dormir? Trata de relajarse, pasea entre los escombros de la sala. Según calculo, a las ocho y treinta Rainer golpea a la puerta del cuarto de Ariadna y le dice que va a salir a caminar (como todas las noches, a la hora de siempre) y le pregunta si necesita algo, si quiere que le compre alguna cosa en la bodega. Ariadna le dice que no, hace sonar un beso a través de la puerta y le pide que no se preocupe si regresa tarde, que va a salir con George. Rainer baja a la cocina, le da cuerda a un reloj (¿ocho y treintaicuatro?), sale a la calle. Camina unos metros, pasa frente a la casona incendiada y ve a George en la vereda. Aunque está en las sombras, Rainer lo reconoce. George lo saluda. Rainer le dice que Ariadna todavía no está lista, que se está cambiando, y le pide que lo acompañe a la bodega. Es evidente que George no quiere acompañarlo (no quiere modificar su plan). Rainer debe darse cuenta de que George no quiere ir con él, porque no insiste.

      Los dos hombres están solos en la calle, Ariadna ante el espejo, probándose un vestido negro que rápidamente reemplaza por uno amarillo, del color de las flores en su mesa de noche. Coge una de las flores y se la pone detrás de la oreja pero el detalle le parece excesivo y vuelve a probarse el vestido negro y lo descarta y finalmente elige el amarillo. George y Rainer siguen ante la casona incendiada, que parece escrutarlos desde lo alto de la escalinata. Parece

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