Vivir abajo. Gustavo Faverón

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Vivir abajo - Gustavo Faverón Candaya Narrativa

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empezaba a deshacer, como si un bosque más antiguo quisiera emerger de abajo de la pista. El policía moreno conducía mirando el camino como si mirara una película vieja (una película en la que un hombre conduce mirando un camino como si mirara una película) y el gordo silbaba una canción desconocida. Alguien en el autopatrulla pensó: «Desde este lugar no se ve el mundo».

      En el extremo opuesto del cementerio, el gordo y yo bajamos del carro y caminamos hasta el bote, mientras el policía contemplativo, que tenía el uniforme impoluto y los ojos pequeños y arrugados (impávidamente arrugados por dentro, como pasas), se quedó cuidando al niño.

      –Estas huellas son de usted –dijo el gordo.

      –Sí.

      –No hay más huellas, eso es extraño –se puso de cuclillas–. Solo sus huellas de ida y sus huellas de vuelta, eso es extraño. El bote está seco, eso es extraño.

      Las nubes que se enroscaban en lo alto detrás del gordo lo hacían ver como si llevara puesta una peluca de algodón. Le pregunté por las esvásticas.

      –El niño tiene esvásticas en la barriga.

      –El niño tiene esvásticas en la barriga –repitió el gordo–. Pero eso no es extraño. John Atanasio es un pobre infeliz.

      El sol se derramaba entre las nubes como a través de vitrales o ventanas entreabiertas y en la bajamar había islotes o bancos de barro y más cerca el esqueleto de un bote viejo que también podía ser un bote en construcción. Es sorprendente, aunque quizá no mucho, que las cosas que están dejando de existir se parezcan tanto a las cosas que están a punto de existir. En el autopatrulla, de regreso, me sentí somnolienta y recosté la cabeza en la ventanilla.

      Cuando me dejaron en casa, entré por una puerta lateral y salí de inmediato por la que daba al jardín de atrás. A la espalda del estudio había una hilera de árboles de cuyas ramas colgaban cilindros, campanas y esferas de alambre con alimento para pájaros. Sorgo, amapola, mijo, cañamón, escarolas, negrillo, nabinos, cardenalita. Nombres que ahora conozco pero que en aquel entonces ignoraba, motivo por el cual todo lo que veía eran cilindros, campanas y esferas con semillas, de aspecto vagamente esotérico, como amuletos o talismanes. Caminé por el jardín varias veces, me senté al pie de numerosos árboles, me pregunté qué hacía ahí.

      –¿Qué hago aquí? ¿Qué estoy haciendo aquí?

      También me pregunté qué clase de hombre se apasionaba de esa manera por los pájaros.

      Después me pregunté cómo se llamaba el catalán que mató a Trotsky, en qué año se deshizo el Imperio Otomano y quién inventó el funicular.

      Bajé al bosque y luego al cementerio y recorrí los caminillos de arcilla. Pasé un largo rato leyendo los nombres en las lápidas, que asocié con los rostros de los pioneros de Nueva Inglaterra, mujeres infatigables y hombres desconsolados con largos bigotes y ojeras hundidas y pómulos quemados por un sol inmisericorde. Al rato los imaginé secuestrando mujeres indias.

      Esa tarde, con el último resplandor del ocaso, vi por primera vez la tumba de Immanuel Apfelmann.

      Por la noche dormí en el piso del estudio, mirando el lugar del techo donde hasta hacía unos días había un agujero. Me despertó un aleteo de cuervos en la ventana, quizá no cuervos sino tordos o estorninos o cualquier otro pájaro negro. Después de almuerzo decidí abrir las cajas de Clay y ordenar los libros en los anaqueles. Comencé por desplegarlos en el piso para hacerme una idea. Acto seguido, tracé un plano mental del resultado y comencé la operación. En el extremo izquierdo reuní los libros de biología, zoología, ornitología, topografía, geografía, oceanografía y botánica. En el extremo derecho agrupé los de historia de la música, musicología, antropología del sonido y etnomusicología. Más allá, los libros en los que se intersecaba más de un campo, por ejemplo, música y ornitología, música y álgebra, música y geometría o música y trigonometría, precedidos por los libros de matemática pura y física general y seguidos por los de física acústica, fonología, fonética, fonética y dialectología, fonética animal, fonética y lenguas muertas, fonética y estudios babilónicos, fonología y demonología, fonología y teratología, métrica y prosodia, métrica y chamanismo y semiótica del sonido, el infrasonido y el ultrasonido.

      Eso dejó abierto en el centro un vasto espacio donde agrupé libros de viajeros, diarios de exploradores, bitácoras y testimonios de colonos y conquistadores y memorias de pioneros, descubridores, adelantados y navegantes. La mayor parte de ellos eran desconocidos para mí, con excepción del Diario de un viaje a las Hébridas de Boswell, la Jornada italiana de Goethe, la Descripción de Grecia de Pausanias, los Diarios de Colón y las Peregrinaciones de una paria de Flora Tristán. A continuación reuní crónicas falaces de viajes emprendidos en la realidad (verbigracia, los Viajes de Marco Polo, los Viajes de Sir John Mandeville, Los vagabundos del Dharma, los Diarios de motocicleta), junto a crónicas realistas de viajes imaginarios, como el Quijote o la Historia de los estados e imperios del Sol y de la Luna de Cyrano de Bergerac. Cuando terminé de ordenarlos, me sobraban seis libros, todos de poesía, todos del mismo autor, el poeta boliviano Jaime Saenz: El escalpelo, de 1955; Aniversario de una visión, de 1960; Visitante profundo, de 1964; Muerte por el tacto, de 1967, y uno que no llevaba fecha en el postón: La noche. Los coloqué junto a los libros de métrica y chamanismo.

      Solo al terminar caí en cuenta de que faltaban las cajas que Clay había traído de su oficina unos días atrás. «Las olvidé por completo», pensé. Fui por ellas. Las arrastré desde el garaje y las arrumé contra una pared. Entré a la cocina a preparar una ensalada pero me dio flojera y me hice un sándwich de jamón y queso. Después volví al estudio y abrí las cajas. No me fue difícil distribuir los libros de las dos primeras de acuerdo con el patrón anterior. Casi todos eran de música, incluyendo tres que leí meses más tarde. (Una biografía de Tomaso Albinoni escrita por Remo Giazotto y publicada en Milán en 1945; un ensayo del mismo Remo Giazotto, editado también en Milán, en 1959, donde intentaba probar, mediante fórmulas matemáticas, que el Adagio de Albinoni era la única pieza perfecta del barroco italiano, y un opúsculo de Gianni Rimotto, aparecido en Milán en 1961, donde se sugería que el Adagio de Albinoni era una farsa compuesta por Remo Giazotto).

      La tercera caja no contenía libros, sino ocho fólders de cartón turquesa con hojas mecanografiadas a espacio simple, no originales, sino copias hechas con papel carbónico azul. Eran centenares de papeles escritos en español, con las páginas enumeradas arriba a la derecha. No tenían título ni consignaban el nombre del autor, pero cada fólder estaba fechado en la cubierta en los últimos dos años. Pasé un buen rato hojeándolos y creí entender que eran novelas, o partes de una larguísima novela, o al menos textos narrativos, o al menos textos en los que se contaban cosas y había diálogos. El primer fólder contenía ciento veintidós páginas y llevaba como fecha agosto de 1970. El segundo era de setiembre de 1970 y contenía doscientas diez páginas. El tercero estaba fechado en octubre de 1970 y contenía ciento tres páginas. El cuarto, de ciento treintaidós páginas, era de enero de 1971, igual que el quinto, de doscientas noventa páginas. El sexto era el único con una fecha precisa, martes 23 de febrero de 1971, y sumaba seiscientas cuarentaiún páginas. El séptimo, que constaba de trescientas tres páginas, llevaba fecha de abril. El octavo y último era el más breve de todos, setentaitrés páginas, y la fecha en la cubierta era de solo dos meses atrás: mayo de 1971.

      A primera vista, todos provenían de la misma máquina, usaban el mismo tipo de copia carbónica y estaban mecanografiados sobre la misma clase de papel, papel bond tamaño oficio, lo que hacía pensar o bien en un solo mecanógrafo, o bien, imagínate eso, en un mismo autor. Con dos de ellos en las manos, salí a

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