Vivir abajo. Gustavo Faverón

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Vivir abajo - Gustavo Faverón Candaya Narrativa

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sobre ataúdes, aunque de inmediato entendí que eso no era posible, porque yo mismo había excavado los cimientos.

      La señora-conejo le había leído la mente a Clay y dijo:

      –No, no, no piense tonterías. Donde está su casa había un botánico, un jardincito ornamental destruido en 1940, que servía de entrada al cementerio. Yo, con esa información, tuve una corazonada y busqué la vieja dirección del cementerio, ¿y qué cree? En efecto era 1 Botany Place, porque la oficina del cementerio estaba en el jardincito ornamental donde ahora se encuentra su casa.

      –¿O sea que la persona que te manda esos paquetes cree que los está enviando al cementerio? –pregunté.

      –Es una teoría –le había dicho la señora-conejo.

      –Uh –dije, afantasmando la voz–. Eso quiere decir que no solo recibes novelas de ultratumba sino que además son novelas enviadas a ultratumba.

      A Clay no le hizo gracia mi chiste. Me preguntó si había leído todas. Le dije que iba por la sexta y que sí, pensaba leerlas de cabo a rabo. Entonces recordé el paquete que llegó a la casa el día en que Clay se fue a Boston, el que confundí con un sobre de revistas.

      –Mira en tu correo –le dije–. Creo que hay una más.

      Tumbó el bulto de cartas, recibos y circulares y sacó tres o cuatro sobres de manila, que fue revisando hasta llegar al tercero. Casi se le salen los ojos de la cara. El sobre era como todos, según me dijo al rato, excepto por dos cosas que me señaló con el dedo y que lo dejaron con la boca abierta –«Mira»–, mientras depositaba el paquete sobre los otros, –«Mira aquí»–, que yo había arrumado encima de su escritorio –«¿Has visto esto?»–, el sobre no venía de Santiago y –«No puede ser»–, no solo llevaba una dirección –«¿O sí puede ser?»–: también traía el nombre del remitente.

      –¿Este es el tipo? –preguntó Clay.

      «Miroslav Valsorim», decía el sobre. «Librería Armas Antárticas, Simón Bolívar 298, Valparaíso, Chile». Lo abrimos y encontramos un mecanoescrito de doscientas cincuentaiún páginas numeradas arriba a la derecha. Copias carbónicas, tinta azul.

      Por la noche dormimos en el estudio, yo leyendo la sexta novela, él leyendo la última, o sea la novena, y refunfuñando de cuando en cuando. Le pedí que dejara encendida la lamparita de querosene cuando se pusieron a aletear las aves en la ventana y dejaron de saltar las ardillas en el techo. Por la mañana Clay limpió y engrasó tres rifles y en las primeras horas de la tarde caminamos hasta la orilla y me enseñó a disparar. Con el primer tiro, la culata del rifle me golpeó la barbilla y me abrió el labio inferior pero no me sentí mal. El segundo me zapateó entre el hombro y la clavícula. A partir del tercero sentí que estaba golpeando a la puerta de mi casa después de muchos años. «¿Qué casa?», pensé. Me pregunté cuánto hubiera dado por tener un rifle y saber usarlo, antes, unos años antes. Le insistí a Clay en seguir practicando, hasta que empezó a oscurecer, o sea muy tarde, porque en el verano en Maine el día se mete hasta muy adentro de la noche y el sol brilla hasta las nueve. Entre sombras seguí disparando, disparando y cargando de nuevo y otra vez disparando, entreviendo una cara en las ramas de los árboles reclinados sobre el mar, una cara que primero fue una serie de rostros hipotéticos –¿John Atanasio?–, pero después fueron otros y después uno solo.

      Cuando comenzó el semestre, en los primeros días de setiembre, Clay le pidió a la secretaria del Departamento de Biología que consiguiera el número de teléfono de la librería Armas Antárticas. La secretaria era una mujer dulce y silenciosa, muy eficiente, una boliviana bonita de treintaipico, esposa de un militar americano, a la que Clay le pedía todo tipo de favor y los cumplía sin chistar. Días más tarde, Hilda (así se llamaba) buscó a Clay en su oficina para decirle que no había ninguna guía telefónica de Valparaíso en ninguna institución de Maine. Al rato volvió y dijo que, con un poco de suerte, en la biblioteca del college podría haber un banco de datos de librerías sudamericanas. Un estudiante en la biblioteca le dijo a Clay que, en efecto, ese banco existía y lo condujo a un archivador en un sótano donde, bajo el rubro «Chile», solo encontraron librerías santiaguinas. Clay se entristeció y de regreso a casa me pidió que lo acompañara a caminar por el bosque. Cuando salimos, le pregunté por qué sus esferas y sus campanas de metal llenas de grano no atraían pájaros (porque era verdad: él constantemente las atendía, pero nunca había pájaros comiendo de ellas). Me dijo que los pájaros de esa región no comían esas cosas.

      La respuesta era absurda pero me dejó conforme. Sentí que quería darle un beso.

      La luz de la luna facetaba el vuelo de los zancudos. Una nube de vaho se levantaba del mar, se aquietaba en el cementerio, se encaracolaba en las rotondas y llegaba al estudio cabizbaja y entristecida. Encendí una lámpara de querosene. Le pregunté a Clay si ya estaba preparado para dormir en su cuarto. Me dijo que él creía que era yo la que no quería dormir ahí.

      –Supongo que ninguno de los dos quiere –dije.

      Desplegamos las bolsas de dormir en el piso.

      En las semanas anteriores yo había terminado de leer la séptima novela, sobre una banda de traficantes de órganos que se camuflan como libreros de segunda mano y cuyos clientes son estudiantes de medicina. La encontré decepcionante. Infinitamente inferior a la sexta. Lo único bueno es el monólogo final de un viejo librero al que la policía captura y que le explica a un detective que no entiende por qué tanto alboroto, si vender órganos humanos y vender libros es lo mismo, porque un libro no es otra cosa que un órgano humano, uno que conecta el corazón unas veces con el cerebro y otras veces con el páncreas. También había leído la octava, la más corta de todas, fechada en mayo de 1971, cuyo protagonista es un poeta boliviano que se hace pasar por poeta argentino para ganar aceptación en los círculos literarios de América Latina. Su argumento es farsesco pero está escrita con emoción y resulta cálida y conmovedora. Sobre todo cuando el poeta boliviano, bordeando la ancianidad, anuncia que se meterá caminando al mar para hundirse en las aguas y morir como Alfonsina Storni. Después cambia su anuncio para decir que lo hará en el lago Titicaca. Dos noches más tarde cumple su promesa pero nadie acude a verlo.

      Cuando Clay se durmió, acabé la novena (la que llegó desde Valparaíso), que tiene una estructura un poco rara. Primero se describe un día normal en la vida de diez personas. Después se describen diez delitos atroces. Después se describen diez muertes ridículas. El lector debe adivinar qué personaje comete qué delito y sufre qué muerte. Eso es todo. Una novela divertida, a decir verdad. Pasé varias horas imaginando hipótesis que se desbarataban solas. Me dormí con el libro sobre el pecho y la lámpara de querosene modificando las siluetas de los pájaros disecados en las paredes del estudio. Cuando desperté a media mañana Clay me dijo que acababa de llamar a dos amigos en Santiago y les había pedido que averiguaran el teléfono de Armas Antárticas. Tres semanas después, los volvió a llamar. Uno le dijo que había olvidado el encargo y el otro que no había dado con la librería. Clay pensó que solo le quedaba escribir una carta pero previó que nadie le iba a responder.

      Días más tarde se puso a reordenar la sección de libros de viaje de su biblioteca (cosa que me hizo sentir culpable). En eso andaba cuando descubrió un ejemplar de un libro que ya no recordaba tener, titulado Una expedición a los indios ranqueles. Lo había puesto en un estante poco después de comprarlo, años atrás, y nunca lo había leído, aunque sonaba interesante: un viaje de dos semanas que el autor, Lucio Mansilla, emprende en 1870 a la pampa argentina, por médanos de animales agónicos y tolderías de indiecitos achacosos y lagunas secas y pantanos diminutos y bosques de árboles extintos y fosas de esqueletos de caballos y pajonales. Noches después, cuando acabó de leerlo, quiso anotar algo en la última página y vio, en la retira de la contratapa, un sello de

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