Vivir abajo. Gustavo Faverón

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Vivir abajo - Gustavo Faverón Candaya Narrativa

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que habla un inglés muy atildado. Atticus Johnson piensa que la pregunta va dirigida a él y cavila y se abstrae unos minutos y se sienta sobre otro cadáver.

      Afanasiev pregunta a qué se debe la montaña de muertos y si son los americanos quienes han masacrado a los Chetniks. Atticus Johnson intenta recordar si los Chetniks luchan a favor de los aliados o a favor de los nazis. Larry le dice al oído que es lo segundo y Johnson le dice al ruso que sí, que ellos los mataron. Pero entonces Afanasiev pregunta por qué los han matado a pedradas y cuchillazos en lugar de abalearlos, y Atticus Johnson, que es un muchacho alto y apuesto, con un rulo rebelde en la frente, uno de esos rulos que la gente llama robacorazones, un hombre guapo, en suma, pero también un hombre de escasos recursos intelectuales, es decir un idiota, y de escasa o nula estabilidad emocional, es decir un marica, no es capaz de sostener la mentira y le confiesa al ruso que los muertos ya estaban ahí cuando ellos llegaron. Larry añade que es la segunda vez que ocurre tal cosa, que lo mismo sucedió la primera vez que su patrulla pasó por el pueblo, hace unos días, y el ruso se perturba o por lo menos da la impresión de no entender. Entonces Afanasiev llama a un intérprete y hace que le traigan al niño más grande, un gandul de once años con cara de tunante y cachafaz, que explica que ellos, es decir, los niños, son armenios, pero no armenios de Serbia, ni mucho menos de Armenia, sino armenios de Kosovo, y que están en ese pueblo porque los serbios los llevaron ahí y que ese pueblo no es un pueblo sino un burdel y que ellos no son niños sino putas.

      Después el niño cuenta que hasta hace unas semanas estaban obligados a acostarse con los Chetniks que pasaran por ahí, y que había unas viejas que los tenían amarrados a unas tarimas en esa casa de allá o en esa de allá o en esa casita detrás de la iglesia, y que, cuando las tropas de Tito o de la Brigada Pino Budicin o del Ejército Rojo se detenían en el pueblo, las viejas fingían que eran sus abuelas y contaban que todos los hombres se habían ido a la guerra o habían sido asesinados, pero que, cuando llegaban los alemanes o los Chetniks, las viejas recibían comida y agua o petróleo para sus lámparas o leña para sus cocinas y dejaban a los niños en las tarimas y se metían a la iglesia a rezar mientras los soldados hacían con ellos lo que les diera la gana. Hasta que los niños decidieron que la próxima vez iban a matarlos a todos.

      –A los Chetniks y a las viejas –dijo el niño, hurgándose una fosa nasal.

      Durante días escondieron cuchillos y piedras y tenedores o hachas de cocina y rocas bajo las tarimas. La noche en que un grupo de Chetniks entró al pueblo, los niños esperaron a que estuvieran borrachos para robarles las bayonetas y cuando los Chetniks pasaron de los besuqueos y los arrumacos a bajarse los pantalones y sacarse las vergas, unas verguitas minúsculas que los Chetniks ostentaban como si fueran monolitos, y se les fueron encima con el insano objetivo de darles por atrás, los niños fingieron recibirlos, dura es la guerra, fingieron abrirse para ellos, un paso atrás para saltar mejor, pero después, a una señal del niño más grande, atacaron a los Chetniks, les clavaron cuchillos en los ojos, estacas en el cuello, hachas en el lomo, bayonetas en la boca, los deshicieron, los rompieron, los descoyuntaron, apachurraron sus cabezas con piedras o con ollas o con las cabezas rebanadas a los otros y después los siguieron acuchillando y después fueron a la iglesia y miraron a las viejas con el insano objetivo de darles por atrás, como en efecto hicieron, antes de destriparlas y descuartizarlas para que fuera menos arduo mover sus restos de la iglesia a las casas del pueblo.

      –Eso fue lo más difícil –dijo el niño–. Repartir los cadáveres por todo el pueblo. Por eso, la segunda vez ya no lo hicimos, solo arrastramos a los muertos hasta la fosa de los primeros y nos sentamos a esperar, a ver quién más venía.

      Larry Atanasio, Atticus Johnson y Yuri Afanasiev se quedan mirando al niño y por sus cabezas pasan diversos recuerdos. Larry piensa en el día en que su padre lo dejó en un orfelinato de curas portugueses en Rhode Island, día que se ha borrado de su memoria pero que muchas veces imagina. Atticus Johnson recuerda la noche en que vio a su padre infiltrarse como un fantasma en el dormitorio de su hermana mayor, abriéndose la correa, y recuerda que él le dijo a su padre «¿Adónde vas?» y su padre le dijo «Voy al cuarto de tu hermana pero si quieres voy al tuyo» y Atticus Johnson cerró su puerta y se tapó los oídos y se cogió la entrepierna y vio sobre su mesa de noche un libro de Malthus y un libro titulado Leviatán, que su padre había dejado ahí días antes y los cogió y empezó a leerlos, comenzando por Malthus. Afanasiev, a quien la historia del niño ha dejado confundido, y prefiere olvidarla, se fuerza a recordar un invierno reciente en Leningrado, con la ciudad sitiada por los nazis, y a un hombre que hacía cigarros con las hojas de un manuscrito y decía «Esta era mi obra cumbre, oh, el trabajo de una vida: en humo se va». Ninguno dice nada. Ven a los niños reunirse en la escalera de la iglesia y los escuchan hablar en armenio y reírse a carcajadas y los ven mirarlos cada cierto rato y orinar en la puerta y defecar junto a los cadáveres.

      Esa noche, los tres hombres, a quienes por momentos se une el intérprete, miran una hoguera y hablan sobre sus casas y sus familias. El intérprete dice que él, antes de la guerra, era afilador de cuchillos. Afanasiev dice que, cuando la guerra termine, quiere dedicarse a la decoración de interiores, pero luego dice que en verdad no puede imaginar la vida después de la guerra. Atticus Johnson dice que cuando todo acabe dejará el Ejército para hacerse alquimista y el intérprete lo mira con desprecio.

      –¿Cómo es la vida? –vuelve a preguntar Afanasiev.

      La voz de Dios le dice a Larry:

      –La vida es el mundo y el mundo es Dios, que soy yo. Yo soy una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna.

      –¿Qué? –pregunta Larry. Los otros lo miran.

      La voz de Dios ignora la pregunta y sigue hablando.

      –La vida tiene esa misma forma y buscarle un sentido antes de tener eso en claro es una pérdida de tiempo –dice–. Anda a dar la buena nueva.

      Larry baja los ojos y le dice a Afanasiev:

      –La vida es como una pelota que uno infla, infla, infla, pero nunca revienta.

      Afanasiev dice que esas son tonterías agustinianas o tonterías tomistas y que su pregunta se refiere a las cosas tangibles.

      –Por ejemplo, la vida de estos niños –dice. Los chicos están meando desde el campanario de la iglesia, sus orines caen sobre el terral haciendo chis, chas–. ¿Cómo será la vida para estos niños, en el futuro? –pregunta Afanasiev– ¿Cómo vivirán sus hijos y sus mujeres?

      Esta vez todos se quedan en silencio.

      –O sea, ¿cómo es el mundo? –reformula Afanasiev–. Yo he pensado esto. Creo que el mundo es indescriptible, que algunas partes del mundo las podemos entender pero otras partes no, y las partes que no podemos entender, debemos abolirlas. El problema no es cómo es el mundo: el problema es que el mundo existe incluso en esas cosas que no podemos comprender. Creer que podemos comprenderlo todo es un engaño, una locura, un simple misticismo. La pregunta que formulo, ¿cómo es el mundo?, no tiene respuesta; por lo tanto, hacer la pregunta no tiene sentido. La próxima vez que alguien les haga esta pregunta, córtenle el cuello.

      –No entiendo –dice Larry.

      –Para que tenga sentido la pregunta –explica Afanasiev–, debería ser posible contestarla. Pero, para eso, debemos reducir el mundo a las cosas explicables. Hasta que ese momento llegue, es mejor el silencio.

      –No entiendo –repite Larry.

      –Existe lo inteligible y existe lo ininteligible –prueba Afanasiev–. Lo inteligible debes tratar de entenderlo. Lo ininteligible te lo puedes meter al culo.

      –No

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