Vivir abajo. Gustavo Faverón

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Vivir abajo - Gustavo Faverón страница 18

Vivir abajo - Gustavo Faverón Candaya Narrativa

Скачать книгу

298

      Valparaíso

      Chile

      Más abajo, vio un número telefónico: «32-50-03».

      Era viernes por la noche y Clay pensó que debería esperar al lunes para llamar en horarios de oficina. Todo el fin de semana habló sobre el tema, obsesionado por una sola cosa: él había comprado ese libro. Él recordaba la librería de Valparaíso donde lo compró. No el nombre pero sí el lugar, donde estuvo en las vacaciones del invierno de 1962, es decir en el verano de Chile, hacía nueve años. Recordaba que entró en esa librería con su primera esposa y sus tres hijos, el más pequeño, por entonces, poco más que un recién nacido. Y recordaba que su esposa se molestó y le armó una escena por la forma en que Clay se quedó mirando a la mujer que los atendió, una yugoslava hermosísima, de pelo muy negro y ojos tan grises que desde cierto ángulo parecían blancos, una mujer, también, de una tristeza desgarradora que le aclaraba la frente y le oscurecía las ojeras, una especie de telón taciturno corrido como un velo detrás de su mirada, evidente a pesar de su sonrisa.

      –Un recuerdo perenne, eso me pareció –dijo Clay.

      Un recuerdo que la recomía por dentro y que tal vez tenía que ver, pensaba Clay, con la extraña manera en que la mujer se desplazaba entre los anaqueles paralelos, como si saltara trincheras o esquivara muros que se le venían encima o buscara a un niño entre las ruinas de una ciudad tomada. Clay preguntó por los libros de viaje y la mujer a su vez le preguntó al chico que trabajaba con ella. El chico lo llevó hasta un estante y le señaló dos repisas de las que Clay tomó el libro de Mansilla. Después escuchó a la mujer hablando con un hombre en la trastienda y reconoció el tono y el acento de la lengua bosnia y la manera peculiar en que aparecían, en las frases en bosnio, palabras de origen árabe.

      Clay notaba esas cosas porque él estuvo en Yugoslavia en la guerra, aunque casi no hablaba de eso. Excepto por el recuerdo de la biblioteca en llamas y una historia que contaba con frecuencia, sobre el día en que llegó a Belgrado, a fines de 1944, y lo llevaron a ver una bomba americana que estaba en medio de una calle, frente a una mezquita, desde un bombardeo en setiembre, una bomba que no había estallado y en la que los americanos o los ingleses habían escrito «Felices Pascuas», cosa que a la gente de Belgrado le resultaba de un humor negro escalofriante (puesto que los bombardeos ingleses y americanos no habían matado casi a ningún soldado alemán pero sí a montones de civiles).

      En la librería, en 1962, Clay recordó eso y recordó el tiempo que pasó en Yugoslavia durante la guerra, sobre todo a un grupo de niños armenios asesinados por los rusos en un pueblo, y a las mujeres de ese pueblo, asesinadas antes que los niños. De pronto se sintió responsable por la tristeza de la mujer. «Un sentimiento difícil de explicar», dijo. Por ello, cuando se dio cuenta de que la estaba contemplando, y su esposa lo jaló de la manga y le dijo que no hiciera el ridículo en su cara, prefirió no decir nada, pagar el libro y salir.

      Se sentaron en un café y pidieron helados para los niños y luego Clay dijo que iba a comprar un periódico y subrepticiamente se metió en la librería y le preguntó a la mujer, en español, hablando muy despacio y sin saber por qué formulaba la pregunta:

      –¿Por qué está usted en Chile?

      La mujer le habló al chico que estaba a su lado y el chico le dijo a Clay:

      –Dice que está esperando al padre de sus hijas –después se corrigió–: Dice que está esperando a sus hijas.

      Esa librería era Armas Antárticas. Ahora Clay tenía el teléfono y el lunes iba a llamar.

      El lunes se despertó renegando y jalándose los pelos.

      –Soy un idiota –dijo–. No tenía por qué esperar a que pasara el fin de semana. Las librerías no cierran el fin de semana.

      Era muy temprano para llamar, así que llevé unos sándwiches de jamón y queso a la primera rotonda de piedra, y unas mantas (porque era mediados de octubre y ya empezaba a hacer frío, sobre todo cerca del mar). Nos sentamos a hablar de nimiedades y luego sobre los cursos que Clay estaba enseñando ese semestre y por último acerca del puesto de profesora de español que yo iba a solicitar en un colegio de Topsham, el pueblo que está pegado a Brunswick, al otro lado del río. De pronto una mujer apareció caminando desde la orilla hacia nosotros. Saludó a Clay y me miró y me dio las gracias, cosa que me dejó desconcertada y preguntándome qué cosa había hecho yo por ella. Se dio cuenta y aclaró que me daba las gracias por lo de Chuck. Entonces entendí que era Lucy Atanasio. Hablamos un rato. Me pregunté si ella sabía que nosotros sabíamos lo de la violación y hablamos sin tocar el tema y sin mirarnos a los ojos. Le preguntamos cómo estaba el pequeño Chuck. Nos dijo que había mandado a su sobrino a pasar unos días en casa de una amiga, en Yarmouth, para protegerlo de John. Al rato Clay se fue a la casa para hacer su llamada telefónica a Miroslav Valsorim y yo me quedé con Lucy. Habló de John y de aquella noche y los ojos se le abrieron. Después los cerró y habló de un cuchillo y dijo que tenía hambre. Le ofrecí los sánguches que Clay no había tocado y los devoró en minutos. Después se cogió la barriga y comenzó a contar una historia, sin motivo aparente, algo que le pasó a su padre durante la guerra. Larry Atanasio, el padre de Lucy, era sargento mayor, en Serbia, en Yugoslavia, en 1944, cuando su pelotón (bajo el mando de un teniente llamado Atticus Johnson) pasó dos veces por un mismo pueblo en el trascurso de una semana.

      El pueblo debe tener un nombre pero Larry no lo sabe y de seguro tampoco Atticus Johnson. La primera vez ven a decenas de niños que lloran entre los cascajos humeantes de numerosas casitas destruidas a lo largo de calles sin forma y en torno a una plazoleta atiborrada de cadáveres. Los niños son armenios, lloriquean sin ruido. Atticus Johnson manda a enterrar los cadáveres y el pelotón sigue su camino. Días más tarde, vuelven a pasar por ahí y encuentran a los niños llorosos y una montaña de cadáveres. Aunque en un principio creen que los niños han desenterrado los cuerpos que ellos inhumaron días antes, pronto se dan cuenta de que la montaña de muertos es nueva y que ha ocurrido una segunda masacre. Atticus Johnson ordena otro entierro. La noche cae, el pelotón tiene que pernoctar en el pueblo. Por la mañana los soldados salen de la iglesia nauseabunda donde han dormido, entre charcos de sangre y costras coaguladas no solo en el piso de baldosas en trizas y en las paredes de nichos vacantes sino incluso en la modesta bóveda medieval y en el altar de estuco y mosaicos demacrados. Salen y se quedan un rato sacándose conejos y tronándose las vértebras en el atrio de la iglesia hasta que, a la distancia, ven un despliegue prodigioso de camiones de oruga y coches blindados y tanques que parecen elefantes y cañones remolcados por caballos alazanes y overos y frisones o por soldados tan grandes que dan la impresión de ser molinos de viento. Aunque, cuando se aproximan, se dan cuenta de que los caballos son muy pequeños, unos parecen mulas, otros asnos, onagros, jumentos, burritos, uno parece un perro chusco, animalejos raquíticos, en suma, y los cañones son reliquias de cañones y los soldados parecen desnutridos y los tanques, ya de cerca, son camioncitos disfrazados con colgajos y descascaros de hojalata.

      El teniente Atticus Johnson habla con un mayor que le informa que es ruso y por lo tanto un aliado y que eso que ve es todo lo que queda de su compañía y que su nombre es Yuri Afanasiev. Atticus Johnson le dice que se llama Atticus Johnson y que forma parte del Quinto Ejército americano en Italia, ante lo cual el ruso le hace saber que no están en Italia sino en Yugoslavia. Atticus Johnson le dice que es consciente de no encontrarse en Italia pero que tampoco están en Yugoslavia ni en ningún otro lugar del mundo, porque su misión es un secreto de máxima seguridad.

      El ruso, Afanasiev, medita toda la tarde, sentando encima de un cadáver.

      El cadáver tiene una barba trenzada y lleva un gorrito peludo, una especie de ushanka sin orejeras, típica de los Chetniks, y Afanasiev

Скачать книгу