Vivir abajo. Gustavo Faverón

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Vivir abajo - Gustavo Faverón Candaya Narrativa

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entrañaba la existencia de un autor capaz de inventar ficciones a un ritmo incesante: ocho novelas compuestas en poco más de nueve meses. Quise arañarme la cara con ambas manos. «Portentoso, sobrehumano», pensé. Casi llegando al cementerio, pensé: «Ocho novelas en unos doscientos setenta días». ¿No te parece portentoso y sobrehumano? Sumé las páginas y pensé, gravitando de vuelta hacia las rotondas: «Mil novecientas noventaiún páginas en nueve meses. Portentoso y sobrehumano, lo que sea de cada quien». Pensé: «Mil novecientas noventaiún páginas en doscientos setenta días son siete páginas al día». De alguna forma, eso me pareció menos portentoso. «Pero no menos sobrehumano», pensé. Imaginé a la escritora (no sé por qué supuse que se trataba de una mujer): una anacoreta, una eremita, una ermitaña, una monja cenobita enjaulada en una gruta entre matorrales, o una homicida condenada a prisión perpetua, una mujer que ha matado a su esposo y vive su último año antes de la horca, aporreando una máquina de escribir hora tras hora, mirando un reloj, ensimismada en una celda con la ventana embarrotada, o en una celda sin ventana, ¿en qué ciudad? Pensé: «En ninguna ciudad». También pensé: «¿Qué cosa es una monja cenobita?».

      Esa noche volví a acostarme en el piso del estudio, con un lamparín de querosene (aunque en el estudio había una instalación eléctrica), y me metí en una bolsa de dormir con el primer fólder. Ciento veintidós páginas: agosto de 1970. Pese al tenaz revoloteo de los avechuchos en el bosque, llegué casi a la mitad de la lectura durante la noche y la terminé después del desayuno, sentada ante la puerta de un mausoleo. Me alegró comprobar que, en efecto, era una novela. El protagonista se llama Ulises Cámara, es bibliotecario, vive en una isla frente a la costa de Valparaíso, la isla de Más Afuera, en el archipiélago de Juan Fernández, en una casa hecha de barro junto al cementerio. De día recorre los pasadizos de la biblioteca y de noche los callejones del cementerio, pero cada vez que camina por el cementerio siente que está en la biblioteca y cada vez que camina por la biblioteca piensa que está en el cementerio. La novela es un largo monólogo interior en el que una se va enredando como las patas de una mosca en una telaraña, y del mismo modo se enreda la mente de Ulises Cámara, que lee las lápidas como si fueran libros y los libros como si fueran lápidas. Una tarde coge diez libros de la biblioteca y por la noche los deposita sobre diez tumbas y luego se encarama en un mausoleo y mira el paisaje y se siente hondamente reconfortado. Entonces decide hacer lo mismo la noche siguiente y la siguiente y va trasladando los libros de diez en diez y los reparte sobre los túmulos y los mira. Meses más tarde se da cuenta de que en la biblioteca los agujeros sin libros son cada vez más visibles y decide dejar de llevar libros al cementerio y empieza a llevar lápidas a la biblioteca. En una noche de borrachera en vez de llevar una lápida lleva un cadáver, que coloca en un estante y al que le ofrece un cigarro. Una madrugada lo sorprenden escarbando una tumba y lo meten a la cárcel. Cuando sale se siente viejo y agotado y ha perdido el trabajo en la biblioteca y su casa junto al cementerio se la han alquilado a alguien más. Como no tiene dónde dormir se acurruca al costado de una lápida. Sueña y despierta y mueve la lápida y descubre el agujero de la tumba y se introduce en él como si fuera la boca de un túnel o la boca de una mina. No encuentra un féretro sino un hoyo ancho y profundo por el que puede caminar sin agacharse. Sueña y despierta y mira arriba y ve la isla por debajo. La novela termina con esa visión espantosa: el sistema de tumbas en el techo de la caverna, una especie de cielo sólido en el que se incrustan los féretros como guijarros; los ojos de Ulises Cámara ven eso y se cierran y después los abre y trepa hasta el techo de la isla subterránea para hacer el intento de salir por el hoyo de la tumba que escarbó al entrar pero, cuando llega, entiende que esa tumba es la suya y que ya es tarde para escapar.

      Terminé de leer y suspiré. Me pareció la obra de una escritora primeriza. «Pero nada mala, nada mala», pensé. Era, más bien, lo que algunos llamarían una escritora de raza, expresión que yo misma no uso porque me hace pensar en poetas cuadrúpedos cubiertos de pelo. El asunto es que decidí leer las otras siete novelas, de ser posible antes de que Clay volviera de Rhode Island. El teléfono había sonado toda la mañana y en ese momento volvió a timbrar pero no respondí y me llevé al jardín el segundo manuscrito, o el segundo mecanoescrito, no sé si existe la palabra mecanoescrito. Leí un rato en el dédalo de rotondas y después en el estudio y después en la cocina. La historia era menos lúdica y más escabrosa que la primera pero las conectaba una red de túneles subterráneos. Leí con placer hasta que, por la tarde, me interrumpió un golpe a la puerta. Corrí de sala en sala y miré por la ventana: era el policía gordo. Llevaba gafas negras y se había untado una crema violeta en las mejillas. Me preguntó si estaba bien, si no había visto nada raro en esos días. Respondí, respectivamente, que sí y que no. Me dijo que me había telefoneado todo el día.

      –Usted me pidió que la tuviera al tanto. Sobre el niño –dijo.

      Pregunté si le había pasado algo. Respondió que no.

      –Pero creo que sé lo que ocurrió el otro día –dijo–. Y me pareció que debía contárselo. Por su propia seguridad.

      Se sentó en una mecedora del porche y yo me senté en un escalón a un par de metros y desde allí escuché su voz que se fue entreverando con las astillas del verano y produjo un sonido que produjo un temblor que produjo una historia sobre el pequeño Chuck y su padre, John Atanasio, y Lucy, la hermana de John, y el padre de John y Lucy, que se llamaba Larry Atanasio y que vivía en un manicomio al norte de aquí. La historia era sórdida y lenta y latía como un animal herido y boqueaba en el bosque y en las ondas de la orilla. Implicaba una violación y un secuestro y una serie de películas pornográficas que John Atanasio filmaba utilizando a niños anónimos. La voz del gordo dijo que, hacía tres noches, John Atanasio había tratado de raptar a su propio hijo. Se había aparecido borracho y con un cuchillo en la mano y Lucy había puesto al niño en un bote para que John no lo encontrara, después de lo cual las corrientes nocturnas habían conducido el bote hasta el cementerio, detrás de mi casa, donde yo lo había encontrado a la mañana siguiente. Dijo que era posible que John Atanasio se hubiera dado cuenta y que hubiera tratado de rastrear el bote a lo largo de la bahía, y por tanto no era improbable que supiera que había llegado hasta la zona del cementerio. Incluso, dijo, cabía la posibilidad de que me hubiera visto sacar al niño del bote y llevarlo a mi casa. Si era así, dijo, si John Atanasio quería secuestrar a su hijo, y si sabía que yo lo había rescatado y lo había puesto en manos de la policía, entonces tal vez quisiera vengarse de mí, porque el tipo era un hombre rencoroso y abominable. (La palabra «abominable», en los labios del policía gordo, me hizo pensar de inmediato en los tatuajes en la barriga del niño).

      Cuando dejó de hablar le ofrecí un vaso de agua y un sándwich de jamón y queso y fui a traerlos y traje también un vaso para mí. Al rato, por un lado del porche, apareció el otro policía, que venía de observar las pajareras. El gordo aconsejó que me anduviera con cuidado y me preguntó si sabía disparar. Respondí que no. Se fueron y yo me quedé ahí y de pronto vi que era de noche. Entré al estudio bordeando la casa. Recogí el mecanoescrito de la segunda novela, que había dejado a medias cuando llegaron. Me pareció menos siniestra que antes, un tanto infantil. Pensé en John Atanasio oculto en el bosque. Me acosté en el piso del estudio. Luego recordé el plato con los restos del sándwich y los vasos de agua que había dejado en el porche. La sensación de que estuvieran ahí en vez de estar en la cocina me impidió dormir. Calculé cuántas horas faltaban para que volviera Clay. Fui al porche a recoger el plato y los vasos. Los llevé a la cocina, los lavé, los sequé, los guardé en un gabinete. Recorrí el primer piso, revisé las cerraduras en las puertas del segundo. Alineé los cuadros en todas las paredes. Limpié los ceniceros. Guardé ropa que recogí del piso. Metí unas prendas en la lavadora y esperé cuarenta minutos y las pasé a la secadora y esperé cuarenta minutos para doblarlas y guardarlas en los cajones. Ordené las frutas del frutero colocando las más grandes abajo y las más chicas encima. Volví al estudio y me tendí sobre un montón de frazadas. Había algo que no estaba en su sitio, pero no sabía qué era. Unas horas más tarde pude dormir. No sé con qué soñé. Dormida, me arañé la cara con ambas manos.

      MARTES

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