Vivir abajo. Gustavo Faverón

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Vivir abajo - Gustavo Faverón страница 15

Vivir abajo - Gustavo Faverón Candaya Narrativa

Скачать книгу

ausencia, comenzaron las dos historias que llenaron mis días de espanto y también de misterio, en el sentido religioso, digamos, más que en el sentido literario, o quizás al revés, al menos por un tiempo, y también de esperanza, por un tiempo más corto, y también de desesperación, por un tiempo mucho más largo, dos historias que parecieron terminar hace mucho, a principios de los años ochenta, casi a la vez, pero que ahora veo que no habían terminado: la historia de los Atanasio y la historia de las novelas anónimas. Las dos tienen que ver con esa otra, la que te ha hecho venir a verme, la historia de George. Por eso es que me detengo a contártelas, para que todo te quede claro, aunque la verdad es que yo misma he perdido la precisión de mis recuerdos. Ten en cuenta que, en 1971, yo era una chica de veinticuatro años, pero ahora soy una mujer de sesentaiséis. Ahora ya no me suena raro que la gente me llame Mrs. Richards y la memoria me empieza a fallar y tengo la cara y la mente llenas de cicatrices: ¿te gusta el cementerio? Está tal cual se veía hace cuarentaidós años. Ya para entonces habían prohibido los entierros porque no cabía un alma más, mucho menos un cuerpo.

      Este mausoleo –¿no te parece impresionante?– es donde yo me había tendido a leer cuando Clay regresó de su viaje a Boston y Rhode Island. Eso fue un sábado, recuerdo, un día más tarde de lo previsto. Para entonces, yo había terminado la segunda novela, cuyo argumento involucraba una rebelión de niños zombis en la Patagonia, y que finalmente me pareció buena, pero no hasta la locura. También había terminado la tercera, la biografía de un arquitecto que construye cárceles subterráneas y sostiene diálogos con Octavio Paz, debates un tanto delirantes donde la soledad intrínseca del mestizo es el tema más recurrido, seguido de cerca por el tema del ego de Octavio Paz y el tema de las corbatas de seda de Octavio Paz y el tema de la mexicanidad de la muerte. La cuarta novela, que había leído de un tirón hacía dos tardes, es la historia de un conquistador español que atraviesa todos los desiertos de América, solo los desiertos, eludiendo milagrosamente las zonas fértiles, desde la estepa patagónica hasta el Mojave, perseguido por un ejército de fantasmas mapuches. Los fantasmas parecen indios rebanados por la guillotina del desprecio e invadidos de un odio hambriento y ruin y persiguen al conquistador para devorarlo. Cosa que, en efecto, sucede en el penúltimo capítulo, donde los mapuches forman un círculo en torno de una hoguera y se pasan los huesitos del soldado vallisoletano y se mondan los dientes con sus tripas. En el último capítulo, en cambio, solo hacen la digestión y eructan y toman sales efervescentes. La quinta novela es marcadamente anfibia. Ocurre en el vientre de una mujer y sus protagonistas son dos gemelos monocigóticos con visiones opuestas de la vida que discuten sobre temas de profundo contenido social, sin sospechar que su madre ha decidido abortarlos. Al final, una no sabe si ese aborto se llega a producir o no, o, en caso de ocurrir, si es un hecho dramático o un hecho cómico. Por eso dije que es una novela ambigua, discúlpame, hace un rato dije anfibia: quise decir ambigua. Aunque con esto de los fetos en el útero, no deja de ser anfibia, después de todo.

      Al mediodía del viernes había comenzado la sexta (seiscientas cuarentaiún páginas, fechada el 23 de febrero de 1971), la más confusa pero sin duda la mejor hasta ese punto, una novela que cuenta centenares de historias, en todas las cuales, en algún momento, interviene de manera más o menos inopinada cierto personaje secundario. Este es un hombre de unos cincuenta años, de ojeras hundidas, manos velludas y mirada tenebrosa, que lleva una máscara en la mano y habla muy poco, casi nada. Pero, cuando lo hace, tiene la voz grave y rencorosa, y al pronunciar las palabras va moviéndole los labios a su máscara. Un hombre raro, en fin, al que los demás personajes llaman el Ventrílocuo, pero a quien el narrador se refiere simplemente como «el hombre». Yo estaba en este mausoleo, leyendo ese manuscrito, o ese mecanoescrito, digamos que existe la palabra mecanoescrito, y en eso escuché la camioneta de Clay salpicar charcos de lluvia frente al garaje. Salí a darle un abrazo con la impresión de no haberlo visto en años. Se duchó, le preparé unos sándwiches de jamón y queso y después le conté el asunto de Chuck y los hermanos Atanasio. Clay escuchó todo en silencio, diría que con cara de aburrimiento, como si ya conociera el hilo de la historia y lo agotaran las minucias. Lo de la violación, sin embargo, lo tomó por sorpresa y lo dejó, no exagero, devastado. (Lo de la violación tendré que decirlo tarde o temprano: la noche en que John Atanasio quiso secuestrar al niño y Lucy lo escondió en el bote, esa misma noche, John violó a Lucy, su hermana, en su casa, afuera de su casa, junto a la orilla, mientras el bote se iba alejando de la orilla en dirección al cementerio, donde yo lo encontré a la mañana siguiente). Cuando terminé de contarle la historia, y quizá solo por quitarme un peso de encima, Clay me dijo que no me asustara, que los Atanasio eran una pandilla de orates pero nada más. Dijo que él conocía al padre de John y Lucy, el abuelo de Chuck, Larry Atanasio, que era un buen hombre, o un hombre normal. No recuerdo si dijo bueno o normal. Dijo que en Maine todos sabían la historia de esa familia. Un tal Emil Athanasius, alemán, que migró a los Estados Unidos el siglo pasado, al que en el puerto de Providence le cambiaron el nombre por Emilio Atanásio, como si fuera portugués, porque llegó en un barco de judíos proveniente de Lisboa. Emil decía hablar con Dios y se hizo predicador. Acabó matando a una niña embarazada de su primer hijo, el hijo de Emil. El niño nació, en una cesárea practicada al cadáver de la madre. De grande, ese hijo, Joe Atanasio, también dijo hablar con Dios y también se hizo predicador, y por hablar con Dios en lugar de mirar el mundo acabó muerto en la vía de un tren, no sin antes tener un hijo y dejarlo en un orfanato de curas portugueses en Rhode Island, para ver si él también hablaba con Dios. El hijo de Joe fue Lawrence Atanasio, a quien los curas llamaban Lourenço pero a quien todos los demás conocían como Larry, el padre de John y Lucy. Larry, dijo Clay (entonces fue cuando lo dijo) era un hombre bueno, o un hombre normal, pero sus hijos lo volvieron loco y ahora estaba en el manicomio de Bangor hablando con Dios. John Atanasio era otra cosa. Decía que él no hablaba con Dios sino con el Diablo.

      Le pregunté si con todo eso quería tranquilizarme o ponerme más nerviosa.

      –Mañana domingo te voy a enseñar a disparar un rifle –respondió.

      Cuando lo vi revisando su correo (habían pasado años desde lo de su esposa y sus hijos, pero él continuaba recibiendo cartas que le hablaban sobre ellos y le daban pistas falsas y jamás dejaba de leerlas), le conté que había ordenado sus libros en el estudio. Me dijo que quería verlos, de modo que salimos al jardín por la puerta de la cocina. Clay hizo un bulto con su correspondencia y yo di brincos entre charcos porque andaba sin zapatos. Circulamos una rotonda de piedra musgosa y coruscante, una glorieta destechada que era más vieja que la casa, y entramos al estudio. Clay revisó la disposición de los libros, mientras yo temblaba un poquito pensando que tal vez no debí tomarme la libertad de ordenarlos. Pero después de un rato me miró y me dijo:

      –A veces siento que me conoces por adentro.

      Me dio un beso en la frente, un beso como de padre.

      Se puso muy serio pero al rato, sin motivo aparente, se le formó en la cara un visaje entre cómico y desquiciado.

      –Una biblioteca –dijo– es como una caravana inmóvil en el centro de un páramo, como un carromato que decenas de jinetes invisibles sitian y acosan con arcos y flechas igualmente invisibles.

      Me dio la impresión de que estaba citando de memoria. De inmediato (cosa inusual) habló sobre los años que pasó en la guerra.

      –Hice muchas cosas –dijo–. Quemé casitas microscópicas. Vi piras de cuerpos en llamas. Una vez pasé una noche parado en medio de un pantano y escuché a una mujer que daba a luz en la orilla. Por la mañana vi un barco encallado en la copa de un árbol donde anidaban buitres. Pero lo único que regresa en mis sueños es el crepitar del fuego devorando los libros de una biblioteca.

      No dijo qué biblioteca pero describió sus pasadizos y usó la palabra «crematorio».

      Fue a la sala y volvió con un vaso de agua y se puso a revisar los libros.

      Le dije que también había acomodado los que trajo encajonados de su oficina.

Скачать книгу