Vivir abajo. Gustavo Faverón

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Vivir abajo - Gustavo Faverón Candaya Narrativa

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noche encerrada en el estudio, alucinando y muerta de miedo de que John Atanasio viniera por mí.

      –Olvídate de eso –dijo.

      Me contó que no tenía idea de quién le mandaba los fólders y que en cierta forma los recibía por azar, pensaba él, porque los sobres en los que llegaban no venían a su nombre, aunque sí llevaban su dirección. El primero, el que estaba fechado en agosto de 1970, lo había recibido en setiembre de ese año. El de setiembre lo recibió en octubre. Y así con todos, como si alguien terminara de copiarlos, o de escribirlos, los fechara y de inmediato los pusiera en el correo, y él los recibiera un mes después, días más, días menos.

      –Algo de azar hay –dijo Clay–. Pero no es solo azar. Porque la dirección es precisa: 1 Botany Place, Brunswick, Maine, 04011, Estados Unidos.

      Tampoco aparecía el nombre del remitente, dijo, pero sí una dirección, que nunca era la misma aunque siempre era en Santiago de Chile.

      –Cuando recibí el primero –dijo Clay–, lo abrí porque pensé que era un mensaje sobre mi familia, y cuando vi que no, de todas maneras lo leí, porque lo enviaron a esta casa y porque estaba en español, y no hay mucha gente en Maine que hable español, de modo que pensé que tenía que ser para mí. Además, yo había estado en Santiago meses antes, en el mismo viaje en el que después pasé por Quito, cuando te conocí, hace más o menos un año.

      Me abrazó por la cintura, pero yo lo repelí en el acto y me senté en el piso del estudio y le pedí que me siguiera contando.

      –Leí la novela con un poco de estupor –dijo–. Primero, por descubrir que era una novela, porque a quién se le ocurre mandarme el manuscrito de una novela: yo soy profesor de Biología, no de Literatura. Mi español es bueno pero no soy escritor ni crítico literario: yo solo sé de pájaros. La segunda razón de mi estupor era egocéntrica y artificial. Dado que yo había recibido el manuscrito, lo leí pensando en que algo en él tendría que ver conmigo; y, puesto que había llegado a mi casa, lo leí como si fuera una carta para mí. Al terminar, una vez que vi que la historia no me tocaba, me pareció una pérdida de tiempo. No obstante, cuando llegó el segundo manuscrito, en octubre, a pesar de que era casi el doble de largo, y pese a mi decepción anterior, también lo leí. Esa es la novela que ocurre en la Patagonia, la de los niños zombis que se sublevan contra la dictadura de Juan Manuel de Rosas, en el siglo diecinueve.

      Asentí.

      –Con esa pasó algo extraño –me miró–. Algo que me hizo sospechar. La historia, como has visto, es un pandemonio, una cosa macabra y ridícula a la vez, pero tiene una escena divertida, en medio de su escabrosidad. Algo que sucede al final, cuando los niños zombis, ya derrotados, se retiran hacia el sur, a la Tierra del Fuego. En los alrededores de Ushuaia se cruzan con un grupito de científicos, comandados por un naturalista europeo, un hombre muy peludo, de ojos grises y barba gris, alto, de gesto bondadoso, que se llama Karl Hermann Konrad Burmeister, un hombre menor de lo que parece, que anda por los cincuenta pero luce como de cien, un falso anciano que se baja del caballo y les habla en alemán a los niños zombis. Les explica que la tierra donde viven (aunque después se corrige y dice «la tierra que habitan») es la más hermosa del mundo, y los sienta entre los carámbanos rotos del deshielo antártico, en las inmediaciones de un lago en cuya superficie se reflejan picos nevados (a pesar de que no hay montañas alrededor, como si el lago no fuera un espejo natural sino un hueco o un decorado o la pantalla de un televisor). Los sienta cerca del lago y les muestra dibujos de aves de la región, dibujos de caranchos, caracaras, chimangos y aguiluchos, es decir, de aves de rapiña patagónicas, y de algunos mamíferos y de indígenas patagones y cordilleras y archipiélagos que se deshuesan del continente. Los niños zombis lo escuchan hechizados y hechizados miran los dibujos y se van quedando dormidos y cuando duermen el alemán los rocía con petróleo y los enciende con una tea y los mira correr desorientados, deshaciéndose en carbunclos antes de alcanzar el lago, cosa que provoca la hilaridad de los demás viajeros, que se ríen groseramente cogiéndose las barrigas.

      Me reí (pero también pensé que yo no recordaba ese episodio).

      –No hacía seis meses –se tendió Clay en el piso, colocó mis pies en su regazo–, yo había escrito para el Bowdoin Orient un pequeño reporte sobre las expediciones de Karl Hermann Konrad Burmeister al sur de Argentina. Encontrarlo en esa novela me hizo pensar que tal vez, después de todo, sí había algo en los manuscritos que tenía que ver conmigo. Apenas pude, fui a la oficina de correo a preguntar si era posible saber el nombre del remitente. La respuesta, bastante obvia, fue que no. La señora del correo, una mujer mayor, con dientes de roedor y unas hebras de pelo recogido en colas a los lados (una mujer, en suma, con la apariencia de un Oryctolagus cuniculus, es decir, con cara de conejo), me dijo que lo mejor que podía hacer era escribir a esas direcciones y preguntar. Lo hice pero nunca me respondieron. En noviembre llegó el tercer manuscrito, otra vez desde Santiago. Esa es la novela acerca de Octavio Paz y un arquitecto obsesionado por las cárceles y los sótanos, que se inicia con un epígrafe de Octavio Paz, ¿te acuerdas?

       Cantan los pájaros, cantan

       sin saber lo que cantan:

       todo su entendimiento es su garganta.

      (Cité de memoria. En ese tiempo yo tenía memoria).

      –Una novela ridícula –dijo Clay–. El epígrafe parece una advertencia: el escritor es el pájaro y lo que canta es su obra, que ni él mismo comprende.

      –Yo creo que significa lo contrario –lo interrumpí–. Que el entendimiento entra en el pájaro, es decir, en el escritor, a través de su garganta, o sea, cuando dice las cosas, cuando las escribe. Que la literatura es una forma de conocimiento.

      –Será –dijo Clay.

      –Bueno –dije.

      –Porque Octavio Paz debe saber mucho de literatura. Pero, a juzgar por ese poema, en cuestiones zoológicas no da pie con bola.

      –Octavio Paz colecciona pavorreales –dije.

      –El tema –me interrumpió Clay– es que leí la novela y me pareció basura.

      –¿O era Frida Kahlo?

      –Cuando terminó el semestre, en diciembre, viajé a Quito para verte.

      –Sí.

      –De regreso en Maine, a principios de febrero, encontré dos novelas más, la del español al que corretean los fantasmas por un desierto que va desde el Estrecho de Magallanes hasta el Polo Norte, y la de los gemelos que pelean en el útero de su madre.

      –O sea que también las leíste –dije.

      –No lo habría hecho –se sentó a mi lado Clay, me dio un beso en la oreja–. Pero pasó una cosa interesante.

      –Soy toda oídos.

      –Un día fui al correo a comprar estampillas y la señora que me había atendido la otra vez, la señora-conejo, me dijo que se había tomado la libertad, como un favor para mí, claro, y también, para ser sincera, por curiosidad, de investigar quiénes habían vivido antes en mi casa. No fuera a ser que los paquetes que yo recibía los estuviera mandando alguien con la intención de que los leyera otra persona. Yo le dije que no podía ser, porque esta casa la construí yo, en un terreno que le compré al ayuntamiento.

      –Exacto –dijo la señora-conejo–. Ese es el punto.

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