Pasión y fuego. Dani Collins

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Pasión y fuego - Dani Collins Bianca

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Todo el mundo lo utilizaba cuanto podía. En aquel caso, había dado su permiso, pero aquella artista no lo había hecho.

      ¿Por qué no? Podría haber sido la oportunidad que ella necesitaba. Sin embargo, dado que habían pasado ya tres años y Val no había vuelto a ver nada de su trabajo, estaba empezando a sentir una ligera preocupación de que algo pudiera haberle ocurrido.

      No podía entender por qué aquello debería preocuparle, pero aquella joven artista había tenido algo. Era madura y fuerte, pero ingenua a la vez. Encantadoramente abierta con sus opiniones y muy curiosa de las de él. Tampoco había aceptado nada de él, ni siquiera el dinero que Val le había dejado por el dibujo que le había arrancado de su bloc y que había guardado cuidadosamente en su maletín para no perderlo o arrugarlo.

      Su teléfono volvió a sonar. A su madre le preocupaba encontrarse con Paloma y Javier antes de que Val llegara. Como si Val fuera a permitirles que le metieran prisa. No respondió. Siguió avanzando tranquilamente por la galería, sin encontrar nada.

      Salió de nuevo al exterior y sintió que su buen humor fue desapareciendo a medida que se acercaba al edificio Mylonas. No había estado allí desde hacía mucho tiempo, seguramente desde que volara a Venecia hacía tres años.

      Una vez más, Val volvió a preguntarse si podría haber evitado su desventurado matrimonio. Tal vez si hubiera regresado a la habitación de su hotel después de aquella reunión inicial y hubiera encontrado a aquella artista aún en su cama… En vez de a ella, había descubierto el dinero que él le había dejado colocado ordenadamente sobre la mesilla de noche. Tanto ella como su bloc de dibujo habían desaparecido.

      Ella había ignorado la posición social de Val y su dinero. Él se había sentido completamente relajado mientras ella le dibujaba. Parecía ridículo decir que incluso se había sentido a salvo. Era un hombre poderoso, con fuerza, posición social y dinero, lo que no se podía considerar una desventaja, pero se había sentido aliviado de no tener que mantener la guardia con ella.

      No había apreciado aquello hasta mucho más tarde y se arrepentía de haberla dejado aquella mañana y darle así la oportunidad de desaparecer sin dejar rastro. Después, tras el ultimátum de su padre, había seguido con su plan de desvincularse de él de una vez por todas por medio de un matrimonio sin amor.

      Aquel cruel gesto había sido la última vez que había permitido que los sentimientos lo empujaran. Él no había encontrado satisfacción alguna en su matrimonio, tan solo una existencia sin sexo con una mujer cuyos intereses no coincidían en nada con los suyos. Afortunadamente, ya se habían divorciado, por lo que podía al menos poner fin a ese capítulo de su enciclopédica colección de sórdidos errores.

      –Por fin –le dijo su madre al verlo entrar por la puerta giratoria–. ¿No te has podido poner un traje?

      –Un traje habría significado que esta reunión es importante para mí.

      Ella lo miró con desaprobación y se acercó a él desde la zona de espera. Casi era tan alta como él y aún andaba como una modelo, a pesar de haber cumplido ya los cincuenta y ocho años.

      –Buenas tardes, señor Casale. Soy Nigel –le dijo uno de los empleados de su padre–. ¿Puedo acompañarle a la sala de reuniones? –añadió, mientras le indicaba los ascensores.

      Val se dio la vuelta y sintió algo parecido a una descarga eléctrica cuando vio un enorme óleo que colgaba detrás del mostrador de seguridad.

      –¿De dónde ha salido eso? –preguntó.

      No había estado allí hacía tres años. Nunca antes lo había visto. El paisaje marino enmarcado por una ventana le resultaba desconocido, aunque la vista tenía que ser de Grecia. La mezcla de colores era nueva para sus ojos, pero se combinaban gloriosamente y proporcionaban textura y profundidad. Algo en aquella composición le resultaba familiar.

      –No puede pasar aquí, señor.

      Val rodeó el mostrador y pasó junto al guardia de seguridad. Examinó la firma. No era el KO de su dibujo, sino Kiara. Sintió que todo su cuerpo se tensaba.

      –¿Dónde han comprado este cuadro? Quiero hablar con la artista –preguntó.

      –Señor… –le dijo Nigel–. La señorita O’Neill está arriba. Llegó a la reunión hace diez minutos.

      –¿Para la lectura del testamento de mi padre?

      Sintió un hormigueo por todo el cuerpo. Se le formó un nudo en la garganta y sintió que la entrepierna se le tensaba. Parecía que la piel era demasiado apretada para el calor que acumulaba su cuerpo.

      –¿Quién es esa mujer? –le preguntó su madre.

      Val apenas la oyó. Había soltado una cínica y dura carcajada.

      –Alguien que trabajaba para papá –respondió. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta? Cegado por su propia libido, seguramente. Se maldijo en silencio–. Sí, por supuesto. Lléveme hasta ella. No puedo esperar.

      Kiara O’Neill se había percatado de que Davin, el abogado de Niko, estaba tratando de tranquilizarla con su incesante conversación, pero no lo estaba consiguiendo. Tal vez pensaba que la estaba seduciendo… Se habían encontrado en varias ocasiones durante los últimos tres años y él la había invitado a cenar en más de una ocasión, pero las prioridades de Kiara habían sido su hija y su arte. En ese orden. Además, si conseguía tener una velada de vino y conversación con Scarlett, su mejor amiga, consideraba su vida completa.

      Tratar de encajar también un hombre en su pequeño mundo solo complicaría su lista de prioridades. Además, la última vez que había tenido una cita, había terminado embarazada. Y el hombre en cuestión estaba a punto de entrar en aquella sala en cualquier momento.

      Tenía el cuerpo cubierto de un sudor frío y su mente era incapaz de tener un pensamiento sensato, y mucho menos una conversación. Su sencillo vestido con cinturón y una chaqueta de estilo kimono habían sido elegidas cuidadosamente para resultar poco llamativas y cómodas, pero parecían ceñirle el cuerpo por todas partes. Los nervios se habían apoderado de su estómago y la feminista que había dentro de ella que había mantenido a los hombres a raya durante tres años, parecía estar frotándose las manos como una adolescente antes del baile de graduación. El chico guapo se acercaba y no sabía si quería que él se fijara en ella o no.

      En lo más profundo de su ser, seguía siendo una huérfana mestiza del peor barrio de Cork. Scarlett diría que, en realidad, ella era madre y artista, pero Kiara no estaba segura de que pudiera ocultar lo que sentía que era.

      Val Casale le había parecido un hombre inteligente y había parecido pensar que su trabajo tenía verdadero mérito. Cuando ella se había mostrado insegura, él le había dicho:

      –En realidad no sabes quién soy, ¿verdad?

      No lo había sabido. Hasta mucho más tarde. Sin embargo, quien siembra vientos…

      Se sentía algo mareada. Quería mandarle un mensaje a Scarlett para que se diera prisa en volver del cuarto de baño, pero ya había puesto su teléfono en silencio y lo había guardado en el bolso. Sacarlo en medio de una conversación sería una grosería.

      Con una tensa sonrisa que trató de mantener, esperó a que Davin se detuviera con la esperanza de poder decir que iba a ver qué estaba haciendo Scarlett.

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