Los cuatro jinetes del apocalipsis. Vicente Blasco Ibanez

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Los cuatro jinetes del apocalipsis - Vicente Blasco Ibanez

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de la guerra—se dijo Desnoyers—. Todo París sólo habla á estas horas de la posibilidad de la guerra.»

      Fuera del jardín se notaba igualmente la misma ansiedad, que hacía á las gentes fraternales é igualitarias. Los vendedores de periódicos pasaban por el bulevar voceando las publicaciones de la tarde. Su carrera furiosa era cortada por las manos ávidas de los transeuntes, que se disputaban los papeles. Todo lector se veía rodeado de un grupo que le pedía noticias ó intentaba descifrar por encima de sus hombros los gruesos y sensacionales rótulos que encabezaban la hoja. En la rue des Mathurins, al otro lado del square, un corro de, trabajadores, bajo el toldo de una taberna, oía los comentarios de un amigo, que acompañaba sus palabras agitando el periódico con ademanes oratorios. El tránsito en las calles, el movimiento general de la ciudad, era lo mismo que en los otros días, pero á Julio le pareció que los vehículos iban más aprisa, que había en el aire un estremecimiento de fiebre, que las gentes hablaban y sonreían de un modo distinto. Todos parecían conocerse. A él mismo le miraban la mujeres del jardín como si le hubiesen visto en los días anteriores. Podía acercarse á ellas y entablar conversación, sin que experimentasen extrañeza.

      «Hablan de la guerra», volvió á repetirse; pero con la conmiseración de una inteligencia superior que conoce el porvenir y se halla por encima de las impresiones del vulgo.

      Sabía á qué atenerse. Había desembarcado á las diez de la noche, aún no hacía veinticuatro horas que pisaba tierra, y su mentalidad era la de un hombre que viene de lejos, á través de las inmensidades oceánicas, de los horizontes sin obstáculos, y se sorprende viéndose asaltado por las preocupaciones que gobiernan á las aglomeraciones humanas. Al desembarcar había estado dos horas en un café de Boulogne, contemplando cómo las familias burguesas pasaban la velada en la monótona placidez de una vida sin peligros. Luego, el tren especial de los viajeros de América le había conducido á París, dejándolo á las cuatro de la madrugada en un andén de la estación del Norte entre los brazos de Pepe Argensola, joven español al que llamaba unas veces «mi secretario» y otras «mi escudero», por no saber con certeza qué funciones desempeñaba cerca de su persona. En realidad, era una mezcla de amigo y de parásito, el camarada pobre, complaciente y activo que acompaña al señorito de familia rica en mala inteligencia con sus padres, participando de las alternativas de su fortuna, recogiendo las migajas de los días prósperos é inventando expedientes para conservar las apariencias en las horas de penuria.

      —¿Qué hay de la guerra?—lo había dicho Argensola antes de preguntarle por el resultado de su viaje—. Tú vienes de fuera y debes saber mucho.

      Luego se había dormido en su antigua cama, guardadora de gratos recuerdos, mientras el «secretario» paseaba por el estudio hablando de Servia, de Rusia y del kaiser. También este muchacho, escéptico para todo lo que no estuviese en relación con su egoísmo, parecía contagiado por la preocupación general. Cuando despertó, la carta de ella citándole para las cinco de la tarde contenía igualmente algunas palabras sobre el temido peligro. A través de su estilo de enamorada parecía transpirar la preocupación de París. Al salir en busca del almuerzo, la portera, con pretexto de darle la bienvenida, le había pedido noticias. Y en el restorán, en el café, en la calle, siempre la guerra... la posibilidad de una guerra con Alemania...

      Desnoyers era optimista. ¿Qué podían significar estas inquietudes para un hombre como él, que acababa de vivir más de veinte días entre alemanes, cruzando el Atlántico bajo la bandera del Imperio?...

      Había salido de Buenos Aires en un vapor de Hamburgo: el König Friedrich August. El mundo estaba en santa tranquilidad cuando el buque se alejó de tierra. Sólo en Méjico blancos y mestizos se exterminaban revolucionariamente, para que nadie pudiese creer que el hombre es un animal degenerado por la paz. Los pueblos demostraban en el resto del planeta una cordura extraordinaria. Hasta en el trasatlántico, el pequeño mundo de pasajeros, de las más diversas nacionalidades, parecía un fragmento de la sociedad futura implantado como ensayo en los tiempos presentes, un boceto del mundo del porvenir, sin fronteras ni antagonismos de razas.

      Una mañana, la música de á bordo, que hacía oir todos los domingos el Coral de Lutero, despertó á los durmientes de los camarotes de primera ciase con la más inaudita de las alboradas. Desnoyers se frotó los ojos creyendo vivir aún en las alucinaciones del sueño. Los cobres alemanes rugían la Marsellesa por los pasillos y las cubiertas. El camarero, sonriendo ante su asombro, acabó por explicar el acontecimiento: «Catorce de Julio». En los vapores alemanes se celebran como propias las grandes fiestas de todas las naciones que proporcionan carga y pasajeros. Sus capitanes cuidan escrupulosamente de cumplir los ritos de esta religión de la bandera y del recuerdo histórico. La más insignificante República ve empavesado el buque en su honor. Es una diversión más, que ayuda á combatir la monotonía del viaje y sirve á los altos fines de la propaganda germánica. Por primera vez la gran fecha de Francia era festejada en un buque alemán; y mientras los músicos seguían paseando por los diversos pisos una Marsellesa galopante, sudorosa y con el pelo suelto, los grupos matinales comentaban el suceso. «¡Qué finura!—decían las damas sudamericanas—. Estos alemanes no son tan ordinarios como parecen. Es una atención... algo muy distinguido. ¿Y aún hay quien cree que ellos y Francia van á golpearse?...»

      Los contadísimos franceses que viajaban en el buque se veían admirados, como si hubiesen crecido desmesuradamente ante la pública consideración. Eran tres nada más: un joyero viejo que venía de visitar sus sucursales de América y dos muchachas comisionistas de la rue de la Paix, las personas más modositas y tímidas de á bordo, vestales de ojos alegres y nariz respingada, que se mantenían aparte, sin permitirse la menor expansión en este ambiente poco grato. Por la noche hubo banquete de gala. En el fondo del comedor, la bandera francesa y la del Imperio formaban un vistoso y disparatado cortinaje. Todos los pasajeros alemanes iban de frac y sus damas exhibían las blancuras de sus escotes. Los uniformes de los sirvientes brillaban como en un día de gran revista. A los postres sonó el repiqueteo de un cuchillo sobre un vaso, y se hizo el silencio. El comandante iba á hablar. Y el bravo marino, que unía á sus funciones náuticas la obligación de hacer arengas en los banquetes y abrir los bailes con la dama de mayor respeto, empezó el desarrollo de un rosario de palabras semejantes á frotamientos de tabletas, con largos intervalos de vacilante silencio. Desnoyers sabía un poco de alemán, como recuerdo de sus relaciones con los parientes que tenía en Berlín, y pudo atrapar algunas palabras. El comandante repetía á cada momento «paz» y «amigos». Un vecino de mesa, comisionista de comercio, se ofreció como intérprete, con la obsequiosidad del que vive de la propaganda.

      —El comandante pide á Dios que mantenga la paz entre Alemania y Francia y espera que cada vez serán más amigos los dos pueblos.

      Otro orador se levantó en la misma mesa que ocupaba el marino. Era el más respetado de los pasajeros alemanes, un rico industrial de Düsseldorf que venía de visitar á sus corresponsales de América. Nunca lo designaban por su nombre. Tenía el título de consejero de Comercio, y para sus compatriotas era Herr Comerzienrath, así como su esposa se hacía dar el título de Frau Rath. La «señora consejera», mucho más joven que su importante esposo, había atraído desde el principio del viaje la atención de Desnoyers. Ella, por su parte, hizo una excepción en favor de este joven argentino, abdicando su título desde la primera conversación. «Me llamo Berta», dijo dengosamente, como una duquesa de Versalles á un lindo abate sentado á sus pies. El marido también protestó al oir que Desnoyers le llamaba «consejero» como sus compatriotas: «Mis amigos me llaman capitán. Yo mando una compañía de la landsturm.» Y el gesto con que el industrial acompañó estas palabras revelaba la melancolía de un hombre no comprendido, menospreciando los honores que goza para pensar únicamente en los que no posee.

      Mientras pronunciaba el discurso, Julio examinó su pequeña cabeza y su robusto pescuezo, que le daban cierta semejanza con un perro de pelea. Imaginariamente veía el alto y opresor cuello del uniforme

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