Los cuatro jinetes del apocalipsis. Vicente Blasco Ibanez

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Los cuatro jinetes del apocalipsis - Vicente Blasco Ibanez

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con instintiva simulación, encogía el brazo izquierdo, apoyando la mano en la empuñadura de un sable invisible.

      A pesar de su gesto fiero y su oratoria de mando, todos los oyentes alemanes rieron estrepitosamente á las primeras palabras, como hombres que saben apreciar el sacrificio de un Herr Comerzienrath cuando se digna divertir á una reunión.

      —Dice cosas muy graciosas de los franceses—apuntó el intérprete en voz baja—. Pero no son ofensivas.

      Julio había adivinado algo de esto al oir repetidas veces la palabra franzosen. Se daba cuenta aproximadamente de lo que decía el orador: «Franzosen, niños grandes, alegres, graciosos, imprevisores. ¡Las cosas que podrían hacer juntos los alemanes y ellos, si olvidaban los rencores del pasado!» Los oyentes germanos ya no reían. El consejero renunciaba á su ironía, una ironía grandiosa, aplastante, de muchas toneladas de peso, enorme como el buque. Ahora desarrollaba la parte seria de su arenga, y el mismo comisionista parecía conmovido.

      —Dice, señor—continuó—, que desea que Francia sea muy grande y que algún día marchemos juntos contra otros enemigos... ¡contra otros!

      Y guiñaba un ojo sonriendo maliciosamente, con la misma sonrisa de común inteligencia que despertaba en todos esta alusión al misterioso enemigo.

      Al final, el capitán consejero levantó su copa por Francia. «¡Hoc!», gritó como si mandase una evolución á sus soldados de la reserva. Por tres veces dió el grito, y toda la masa germánica, puesta de pie, contestó con un «¡Hoc!» semejante á un rugido, mientras la música, instalada en el antecomedor, rompía á tocar la Marsellesa.

      Desnoyers se conmovió. Un escalofrío de entusiasmo subía por su espalda. Se le humedecieron los ojos, y al beberse el champañ creyó haber tragado algunas lágrimas. El llevaba un nombre francés, tenía sangre francesa, y lo que hacían aquellos gringos—que las más de las veces le parecían ridículos y ordinarios—era digno de agradecimiento. ¡Los subditos del kaiser festejando la gran fecha de la Revolución!... Creyó estar asistiendo á un gran suceso histórico.

      —¡Muy bien!—dijo á otros sudamericanos que ocupaban las mesas inmediatas—. Hay que reconocer que han estado muy gentiles.

      Luego, con la vehemencia de sus veintisiete años, acometió en el antecomedor al joyero, echándole en cara su mutismo. Era el único ciudadano de Francia que iba á bordo. Debía haber dicho cuatro palabras de agradecimiento. La fiesta terminaba mal por su culpa.

      —¿Y por qué no ha hablado usted, que es hijo de francés?—dijo el otro.

      —Yo soy ciudadano argentino—contestó Julio.

      Y se alejó del joyero, mientras éste, pensando que «podía haber hablado», daba explicaciones á los que le rodeaban. Era muy peligroso mezclarse en asuntos diplomáticos. Además, él «no tenía instrucciones de su gobierno». Y por unas cuantas horas se creyó un hombre que había estado á punto de desempeñar un gran papel en la Historia.

      Desnoyers pasaba el resto de la noche en el fumadero, atraído por la presencia de la «señora consejera». El capitán de la landsturm, avanzando un enorme cigarro entre sus bigotes, jugaba al poker con otros compatriotas que le seguían en orden de dignidades y riquezas. Su compañera se mantenía al lado suyo gran parte de la velada, presenciando el ir y venir de los camareros cargados de bocks, sin atreverse á intervenir en este consumo enorme de cerveza. Su preocupación era guardar un asiento vacío junto á ella para que lo ocupase Desnoyers. Le tenía por el hombre más «distinguido» de á bordo porque tomaba champañ en todas las comidas. Era de mediana estatura, moreno, con un pie breve—que la obligaba á ella á recoger los suyos debajo de las faldas—, y su frente aparecía como un triángulo bajo dos crenchas de pelo lisas, negras, lustrosas cual planchas de laca. El tipo opuesto de los hombres que la rodeaban. Además vivía en París, en la ciudad que ella no había visto nunca, después de numerosos viajes por ambos hemisferios.

      —¡Oh, París! ¡París!—decía abriendo los ojos y frunciendo los labios para expresar su admiración cuando hablaba á solas con el argentino—. ¡Cómo me gustaría ir á él!

      Y para que le contase las cosas de París se permitía ciertas confidencias sobre los placeres de Berlín, pero con ruborosa modestia, admitiendo por adelantado que en el mundo hay más, mucho más, y que ella deseaba conocerlo.

      Julio, al pasear ahora en torno de la Capilla Expiatoria, se acordaba con cierto remordimiento de la esposa del consejero Erckmann. ¡El, que había hecho el viaje á América por una mujer, para reunir dinero y casarse con ella!... Pero inmediatamente encontraba excusas á su conducta. Nadie iba á saber lo ocurrido. Además, él no era un asceta, y Berta Erckmann representaba una amistad tentadora en medio del mar. Al recordarla, veía imaginariamente un caballo de carreras grande, enjuto, rabio y de largas zancas. Era una alemana á la moderna, que no reconocía otro defecto á su país que la pesadez de sus mujeres, combatiendo en su persona este peligro nacional con toda clase de métodos alimenticios. La comida era para ella un tormento, y el desfile de los bocks en el fumadero un suplicio tantalesco. La esbeltez conseguida y mantenida por esta tensión de la voluntad dejaba más visible la robustez de su andamiaje, el fuerte esqueleto, con mandíbulas poderosas y unos dientes grandes, sanos, deslumbradores, que tal vez daban origen á la comparación irreverente de Desnoyers. «Es delgada y sin embargo enorme», se decía al examinarla. Pero á continuación la declaraba igualmente la mujer más distinguida de á bordo; distinguida para el Océano, elegante á estilo de Munich, con vestidos de colores indefinibles que hacían recordar el arte persa y las viñetas de los manuscritos medioevales. El marido admiraba la elegancia de Berta, lamentando en secreto su esterilidad casi como un delito de alta traición. La patria alemana era grandiosa por la fecundidad de sus mujeres. El kaiser, con sus hipérboles de artista, había hecho constar que la verdadera belleza alemana debe tener el talle á partir de un metro cincuenta.

      Cuando entró Desnoyers en el fumadero para ocupar el asiento que le reservaba la consejera, el marido y sus opulentos camaradas tenían la baraja inactiva sobre el verde tapete. Herr Rath continuaba entre amigos su discurso, y los oyentes se sacaban el cigarro de los labios para lanzar gruñidos de aprobación. La presencia de Julio provocó una sonrisa de general amabilidad. Era Francia que venía á fraternizar con ellos. Sabían que su padre era francés, y esto bastaba para que lo acogiesen como si llegase en línea recta del palacio del muelle de Orsay, representando á la más alta diplomacia de la República. El afán de proselitismo hizo que todos ellos le concediesen de pronto una importancia desmesurada.

      —Nosotros—continuó el consejero, mirando fijamente á Desnoyers como si esperase de él una declaración solemne—deseamos vivir en buena amistad con Francia.

      El joven Julio aprobó con la cabeza, para no mostrarse desatento. Le parecía muy bueno que las gentes no fuesen enemigas. Por él, podía afirmarse esta amistad cuanto quisieran. Lo único que le interesaba en aquellos momentos era cierta rodilla que buscaba la suya por debajo de la mesa, transmitiéndole su dulce calor á través de un doble telón de sedas.

      —Pero Francia—siguió quejumbrosamente el industrial—se muestra arisca con nosotros. Hace años que nuestro emperador le tiende la mano con noble lealtad, y ella finge no verla... Eso reconocerá usted que no es correcto.

      Aquí Desnoyers creyó que debía decir algo, para que el orador no adivinase sus verdaderas preocupaciones.

      —Tal vez no hacen ustedes bastante. ¡Si ustedes devolviesen, ante todo, lo que le quitaron!...

      Se hizo un silencio de estupefacción,

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