Los cuatro jinetes del apocalipsis. Vicente Blasco Ibanez

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Los cuatro jinetes del apocalipsis - Vicente Blasco Ibanez

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para dar forma á su muda protesta.

      —¡Devolver!—dijo con una voz que parecía ensordecida por el repentino hinchamiento de su cuello—. Nosotros no tenemos por qué devolver nada, ya que nada hemos quitado. Lo que poseemos lo ganamos con nuestro heroísmo.

      La oculta rodilla se hizo más insinuante, como si aconsejase prudencia al joven con sus dulces frotamientos.

      —No diga usted esas cosas—suspiró Berta—. Eso sólo lo dicen los republicanos corrompidos de París. ¡Un joven tan distinguido, que ha estado en Berlín y tiene parientes en Alemania!...

      Pero Desnoyers ante toda afirmación hecha con tono altivo sentía un impulso hereditario de agresividad, y dijo fríamente:

      —Es como si yo le quitase á usted el reloj y luego le propusiera que fuésemos amigos, olvidando lo ocurrido. Aunque usted pudiera olvidar, lo primero sería que yo le devolviese el reloj.

      Quiso responder tantas cosas á la vez el consejero Erckmann, que balbuceó, saltando de una idea á otra: ¡Comparar la reconquista de Alsacia á un robo!... ¡Una tierra alemana!... La raza... la lengua... la historia...

      —Pero ¿dónde consta su voluntad de ser alemana?—preguntó el joven sin perder la calma—. ¿Cuándo han consultado ustedes su opinión?...

      Quedó indeciso el consejero, como si dudase entre caer sobre el insolente ó aplastarlo con su desprecio.

      —Joven, usted no sabe lo que dice—afirmó al fin con majestad—. Usted es argentino y no entiende las cosas de Europa.

      Y los demás asintieron, despojándolo repentinamente de la ciudadanía que le habían atribuído poco antes. El consejero, con una rudeza militar, le había vuelto la espalda, y tomando la baraja, distribuía cartas. Se reanudó la partida. Desnoyers, viéndose aislado por este menosprecio silencioso, sintió deseos de interrumpir el juego con una violencia. Pero la oculta rodilla seguía aconsejándole la calma y una mano no menos invisible buscó su diestra, oprimiéndola dulcemente. Esto bastó para que recobrase la serenidad. La «señora consejera» seguía con ojos fijos la marcha del juego. El miró también, y una sonrisa maligna contrajo levemente los extremos de su boca, al mismo tiempo que se decía mentalmente, á guisa de consuelo: «¡Capitán, capitán!... No sabes lo que te espera.»

      En tierra firme no se habría acercado más á estos hombres; pero la vida en un trasatlántico, con su inevitable promiscuidad, obliga al olvido. Al otro día, el consejero y sus amigos fueron en busca de él, extremando sus amabilidades para borrar todo recuerdo enojoso. Era un joven «distinguido», pertenecía á una familia rica, y todos ellos poseían en su país tiendas y otros negocios. De lo único que cuidaron fué de no mencionar más su origen francés. Era argentino, y todos á coro se interesaban por la grandeza de su nación y de todas las naciones de la América del Sur, donde tenían corresponsales y empresas, exagerando su importancia como si fuesen grandes potencias, comentando con gravedad los hechos y palabras de sus personajes políticos, dando á entender que en Alemania no había quien no se preocupase de su porvenir, prediciendo á todas ellas una gloria futura, reflejo de la del Imperio, siempre que se mantuviesen bajo la influencia germánica.

      A pesar de estos halagos, Desnoyers no se presentó con la misma asiduidad que antes á la hora del poker. La consejera se retiraba á su camarote más pronto que de costumbre. La proximidad de la línea equinoccial le proporcionaba un sueño irresistible, abandonando á su esposo, que seguía con los naipes en la mano. Julio, por su parte, tenía misteriosas ocupaciones que sólo le permitían subir á la cubierta después de media noche. Con la precipitación de un hombre que desea ser visto para evitar sospechas, entraba en el fumadero hablando alto y venía á sentarse junto al marido y sus camaradas. La partida había terminado, y un derroche de cerveza y gruesos cigarros de Hamburgo servía para festejar el éxito de los gananciosos. Era la hora de las expansiones germánicas, de la intimidad entre hombres, de las bromas lentas y pesadas, de los cuentos subidos de color. El consejero presidía con toda su grandeza estas diabluras de los amigos, sesudos negociantes de los puertos anseáticos que gozaban de grandes créditos en el Deutsche Bank ó tenderos instalados en las repúblicas del Plata con una familia innumerable. El era un guerrero, un capitán, y al celebrar cada chiste lento con una risa que hinchaba su robusta cerviz, creía estar en el vivac entre sus compañeros de armas.

      En honor de los sudamericanos que, cansados de pasear por la cubierta, entraban á oir lo que decían los gringos, los cuentistas vertían al español las gracias y los relatos licenciosos despertados en su memoria por la cerveza abundante. Julio admiraba la risa fácil de que estaban dotados todos estos hombres. Mientras los extranjeros permanecían impasibles, ellos reían con sonoras carcajadas, echándose atrás en sus asientos. Y cuando el auditorio alemán permanecía frío, el cuentista apelaba á un recurso infalible para remediar su falta de éxito.

      —A kaiser le contaron este cuento, y cuando kaiser lo oyó, kaiser rió mucho.

      No necesitaba decir más. Todos reían, «¡ja, ja, ja!» con una carcajada espontánea, pero breve; una risa en tres golpes, pues el prolongarla podía interpretarse como una falta de respeto á la majestad.

      Cerca de Europa, una oleada de noticias salió al encuentro del buque. Los empleados del telégrafo sin hilo trabajaban incesantemente. Una noche, al entrar Desnoyers en el fumadero, vió á los notables germánicos manoteando y con los rostros animados. No bebían cerveza: habían hecho destapar botellas de champañ alemán, y la Frau consejera, impresionada sin duda por los acontecimientos, se abstenía de bajar á su camarote. El capitán Erckmann, al ver al joven argentino, le ofreció una copa.

      —Es la guerra—dijo con entusiasmo—, la guerra que llega... ¡Ya era hora!

      Desnoyers hizo un gesto de asombro. ¡La guerra!... ¿Qué guerra es esa?... Había leído, como todos, en la tablilla de anuncios del antecomedor un radiograma dando cuenta de que el gobierno austriaco acababa de enviar un ultimátum á Servia, sin que esto le produjese la menor emoción. Menospreciaba las cuestiones de los Balkanes. Eran querellas de pueblos piojosos, que acaparaban la atención del mundo, distrayéndolo de empresas más serias. ¿Cómo podía interesar este suceso al belicoso consejero? Las dos naciones acabarían por entenderse. La diplomacia sirve algunas veces para algo.

      —No—insistió ferozmente el alemán—; es la guerra, la bendita guerra. Rusia sostendrá á Servia, y nosotros apoyaremos á nuestra aliada... ¿Qué hará Francia? ¿Usted sabe lo que hará Francia?...

      Julio levantó los hombros con mal humor, como pidiendo que le dejase en paz.

      —Es la guerra—continuó el consejero—, la guerra preventiva que necesitamos. Rusia crece demasiado aprisa y se prepara contra nosotros. Cuatro años más de paz, y habrá terminado sus ferrocarriles estratégicos y su fuerza militar, unida á la de sus aliados, valdrá tanto como la nuestra. Mejor es darle ahora un buen golpe. Hay que aprovechar la ocasión... ¡La guerra! ¡La guerra preventiva!

      Todo su clan le escuchaba en silencio. Algunos no parecían sentir el contagio de su entusiasmo. ¡La guerra!... Con la imaginación veían los negocios paralizados, los corresponsales en quiebra, los Bancos cortando los créditos... una catástrofe más pavorosa para ellos que las matanzas de las batallas. Pero aprobaban con gruñidos y movimientos de cabeza las feroces declamaciones de Erckmann. Era un Herr Rath, y además un oficial. Debía estar en el secreto de los destinos de su patria, y esto bastaba para que bebiesen en silencio por el éxito de la guerra.

      El joven creyó que el consejero y sus admiradores estaban borrachos. «Fíjese, capitán—dijo con tono conciliador—,

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