Toque de queda. Jesse Ball

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Toque de queda - Jesse  Ball

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      MONROE +

      —Bien —dijo—, ¿qué ha pensado, ante todo?

      —Paul Sargent Monroe —dijo la mujer—. Murió antes de tiempo.

      —¿Eso es todo?

      —Eso es todo.

      —Pero era bastante viejo, ¿verdad?

      La mujer lo miró con gran seriedad.

      —Noventa y dos.

      —Bien, ¿está segura de que quiere que la lápida diga que murió antes de tiempo? No quiero decir que no podamos hacerlo. Por supuesto que podemos, si usted lo desea. Pero, en fin, no parece lo más acertado.

      —Entiendo a qué se refiere —dijo la mujer.

      Pensaron un minuto. Al fin ella rompió el silencio.

      —Bien, podríamos cambiar la fecha.

      —¿La fecha?

      —Podría decir: Paul Sargent Monroe. Murió antes de tiempo. Y cambiar la fecha de nacimiento a veinticinco años atrás.

      William movió los pies con nerviosismo.

      —Supongo que es posible, pero…

      —Verá usted —dijo la mujer—, cuando la gente visita un cementerio y ve la tumba de un hombre joven, se detiene y siente tristeza. Si alguien vivió noventa y dos años, la gente sigue de largo. No se detiene ni siquiera un instante. Quiero estar segura de que, bueno…

      —Entiendo a qué se refiere.

      Pasaron unos minutos más. En ocasiones William miraba su libreta. Allí había escrito:

      MONROE +

      Y luego una raya, luego:

      PAUL SARGENT MONROE

      Murió antes de tiempo.

      Aspiró profundamente.

      —Bien —dijo—, si quiere hacerlo de esa manera, quizá sea mejor que haya muerto en su infancia. Podría haber fallecido a los seis años, y la inscripción diría: Paul Sargent Monroe, amigo de los gatos. Evocaría un poco su personalidad, y ciertamente la gente se detendría a mirar.

      Hubo una crispada pausa, interrumpida por un ataque de tos.

      Había lágrimas de felicidad en los ojos de la mujer.

      —Entiendo por qué lo enviaron a usted —dijo—. Tiene toda la razón. Eso es exactamente lo que haremos. A fin de cuentas, no importa cuál sea la verdad, ¿no? Se trata de que la gente se detenga y guarde silencio un instante. Quizá sea el atardecer y se dirijan a alguna parte, a un restaurante. Pararon brevemente en el cementerio, y entonces pasan frente a su tumba y… bien, se detienen un momento. Ahora sí que se detienen.

      Le tomó la mano entre las suyas.

      —Ojalá hubiera conocido a Paul. Le habría caído bien, y usted le habría caído bien a él.

      —Le creo —dijo William—. Sin duda sería así.

      Se puso de pie, cerró la libreta, se la guardó en el bolsillo. Partió el lápiz en dos y lo guardó en el otro bolsillo. Usaba cada lápiz solo una vez, para un solo epitafio. Llevaba tantos lápices como citas tenía, y afilaba cada uno al empezar.

      —Adiós —dijo—. Le enviaremos una muestra para que vea cómo quedará la lápida, y usted podrá firmar la conformidad.

      —Muchas gracias. Adiós.

      Él se puso de pie y se dirigió al pasillo con mosaicos.

      —¿Y sabe una cosa? —le dijo ella—. Él era amigo de los gatos. De veras lo era. De veras.

      Él miró a la mujer, pero ella ya estaba ocupada con algo que tenía en el regazo, una caja con su contenido. No alzó la vista.

      Luego llegó a un portón. Allí estaba Oscar, un hombre que conocía. Se quedó junto a Oscar un minuto.

      Una multitud de niños atravesó el portón de Oscar, arreada por una matrona con un delantal severo.

      Oscar rio.

      —Cuando era niño me aterraban los caballos. Me inquietaba mucho su forma, y me horrorizaba saber que yo era el único. Una vez leí un libro sobre una guerra de hace mucho tiempo en que millares de caballos fueron exterminados con fuego de ametralladora. Eso me hizo sentir muy bien. En el libro había una foto en blanco y negro de un campo con hombres muertos y caballos muertos. La perspectiva del libro era que los caballos no tenían la culpa.

      —Pero tú lo veías de otro modo.

      —Yo lo veía de otro modo.

      Pasó un viejo en un coche ruidoso. El coche tenía patente de otra ciudad. Estaba cargado de pertenencias. El viejo parecía muy cansado, y apenas aminoró la marcha. Estuvo a punto de atropellar a alguien cuando su coche apareció inesperadamente.

      El hombre al que casi habían atropellado se había caído. Se puso de pie y atravesó el portón.

      —Ese hombre tiene algo en el bolsillo que parece un arma, pero quizá sea un trozo de fruta. Si le disparasen por un trozo de fruta, sería una desgracia.

      —¿Cómo crees que la policía secreta sabe quiénes pertenecen o no a la policía secreta? Por ejemplo, ese hombre con la fruta… si fuera un arma, ¿cómo sabrían si dispararle o no?

      —Pero es una fruta.

      —¿Y si le disparasen por eso?

      —Conviene comer la fruta cuando la compras y no llevarla de aquí para allá, amigo mío. En todo caso, es más educado quedarse cerca del puesto y comer la fruta que llevarla a casa y apoyarla en una repisa.

      —No estoy de acuerdo.

      —Con esto no puedes no estar de acuerdo, William Drysdale. Así son las cosas. Nunca te he visto llevar fruta en el bolsillo.

      —Porque temo que me disparen.

      —Bien, a todos nos dispararán por algo. ¿Sabes que tengo

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