Toque de queda. Jesse Ball

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Toque de queda - Jesse  Ball

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de cambiar de tema, Oscar. No hay una sola nariz de oro a la vista que permita seguir la conversación.

      —Bien, creí ver una. Ahora se acerca un hombre con una nariz muy brillante. Tendría que tener cuidado, con esa nariz tan lustrosa. Podría traerle problemas.

      Continuó hacia la próxima cita. Se trataba de una casa en una hilera de casas idénticas, con la misma fachada y el mismo techo de pizarra. Las ventanas de la calle tenían rejas. En ese momento el cielo era abrumadoramente azul. Por primera vez en mucho tiempo, William bajó la vista y se miró las manos. Si han tenido esta experiencia, sabrán a qué me refiero.

      Golpeó la puerta.

      Al cabo de un minuto, oyó pasos. La puerta se abrió. Había un hombre y una mujer. Parecían ser un matrimonio.

      —Me envía el cantero.

      —Sí, lo estábamos esperando. Adelante, por favor.

      Lo condujeron por la casa baja y oscura hasta el fondo, donde una ventana larga y angosta con muchos paneles cuadrados y claros ofrecía cierta iluminación. Era un cuarto con tres sillas.

      —Pensamos que podríamos hablar aquí —dijo la mujer.

      —Pensamos que aquí estaría bien —añadió el hombre.

      —Está bien —dijo William.

      Se sentó en una de las sillas y sacó la libreta. Se la apoyó en una rodilla. Sacó un lápiz sin afilar del bolsillo.

      Luego sacó el cuchillo y empezó a afilarlo.

      Miró a la pareja.

      —Tengo entendido que la lápida es para la hija de ambos.

      —Sí.

      —Tenía nueve años, ¿verdad?

      —Solo nueve años.

      —Lo lamento mucho.

      El hombre y la mujer se miraron.

      —Yo tengo una hija de nueve años —continuó William.

      La mujer se sobresaltó, como si la hubieran golpeado.

      —Cuídela mucho —dijo—. Nuestra Lisa parecía indestructible, audaz, invencible. Pero solo se necesita… solo se necesita…

      El llanto le ahogó la voz. El marido la rodeó con los brazos.

      —Fue una teja de pizarra. Aquí en la calle. El viento la arrancó. Ella había salido a jugar y pasó una hora, dos, tres. Pensábamos que estaba con una amiga o… en fin, no sé qué pensamos. Lo cierto es que Joan salió a la calle para ver si Lisa venía, y…

      El cuarto estaba vacío salvo por las tres sillas. No había ningún cuadro, no había mesa, solo paredes desnudas y esa ventana larga y angosta con paneles cuadrados. Cada panel era cuadrado, observó William por tercera vez. Los miró uno por uno: sí, todos cuadrados, vidrio de plomo.

      El hombre intentó continuar, pero tardó un rato.

      —Verá, la encontramos allí, frente a la casa, en el suelo. El resto estaba bien, solo la cabeza… bien, la teja había volado, y el viento le habrá dado impulso. Supongo que no hizo ningún ruido al caer.

      —Lo lamento —dijo William—. Es una tragedia.

      —Queremos que signifique algo —dijo la mujer—. Pensamos en ello, y con esto se puede lograr que signifique algo, ¿no le parece?

      —No me cabe la menor duda.

      —Pensamos que comenzaría con el nombre, como es la costumbre, y luego…

      —Bien… Lisa Epstein. ¿Quieren el nombre en mayúsculas?

      —Sí, mayúsculas grandes y claras.

      —Quizá, quizá… —interrumpió el hombre—: Ella caminaba por la calle frente a nuestra casa, y anochecía.

      —Pensamos en algo así, con variantes. ¿A usted qué le parece?

      Lo miraron intensamente.

      —Es posible, quizá, veamos. ¿Qué edad tenía, exactamente?

      —Nueve años y veinticuatro días.

      Él se inclinó sobre la libreta.

      Lisa Epstein

      Caminaba por la calle frente a nuestra casa,

      y anochecía.

      Respiró profundamente y se reclinó en la silla. Cerró los ojos, los abrió, miró de nuevo. Miró el cuarto, eludiendo los ojos de la pareja. Dondequiera que tratara de mirar, sus ojos eran atraídos por esa angosta franja de luz, esa ventana de dieciocho paneles. Era la naturaleza del cuarto, y las tres sillas eran la expresión de esa naturaleza. Aunque no era exactamente así. No había tres sillas. Había dos sillas, y una que no se iba a usar. Se preguntó si estaba sentado en la silla que solía usar la niña. Incluso era posible que el cuarto hubiera cambiado por completo, que la niña nunca hubiera visto el cuarto tal como estaba ahora.

      —¿Se sientan aquí a menudo?

      —Nos sentamos aquí al anochecer.

      Miró de nuevo la libreta. Lisa Epstein. Lisa Epstein.

      Abrió una página nueva.

      LISA EPSTEIN

      9 años, 24 días

      En nuestra calle, anochecía.

      Les mostró.

      Una cosa que se desarrolla en un niño (aquello que debe ocurrir específicamente, con precisión, para que haya éxito en alguna actividad) no es la prefiguración de esa excelencia, no. No es la capacidad para producir grandes cosas menores que vayan en ascenso, como una escalera. Es más bien una especie de apatía que se propaga a otros asuntos, despejando ese asunto en particular.

      Pero también está el tema de las ADIVINANZAS que se deben aprender por cuenta propia o bajo una tutela muy violenta. No me molestaría que me dieran latigazos si eso significara que podría resolver todas las adivinanzas sin excepción. Sí, a William lo habían azotado hasta que aprendió de memoria todo el Libro de Exeter. No es de extrañar, pues, el ascenso a su segunda profesión, epitaforista.

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