Toque de queda. Jesse Ball
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Se dirigió al siguiente lugar por una ruta oblicua, y atravesó varios callejones, que a la vez estaban conectados con otros callejones. Aquí se veía la parte trasera de las cosas: rota, destartalada, impenitente. Pero había observadores. Se veían caras bajo escaleras en ruinas y en la entrada de viviendas precarias.
En el primer callejón vio a un hombre que corría, y a varios hombres que lo perseguían. El hombre que corría andaba de un modo raro, como alguien que tiene las manos atadas. De los hombres que lo perseguían, uno empuñaba un palo con un alambre en la punta. Trató de atrapar la cabeza del primer hombre una y otra vez, pero él no se dejó alcanzar y dobló una esquina. Los otros siguieron corriendo, implacables, y todos se perdieron de vista.
¿Cómo hacía la gente del gobierno para reconocerse? La sencilla respuesta, la verdad del asunto, a juicio de William, era que no se reconocían. Muchos hombres del gobierno eran capturados por otros hombres del gobierno y llevados a la enorme celda de exterminio que según los rumores estaba en el centro de la ciudad (nadie la había visto). Una vez que lo capturaban, podían decidir si decía la verdad o mentía. Era un pequeño contratiempo que les permitía actuar sin uniforme, operar con impunidad.
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