La muerte de la polilla. Virginia Woolf

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La muerte de la polilla - Virginia Woolf

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miembros vapuleados volvieron a estar quietos.

      —El médico viene todas las semanas. Ahora viene el médico de la parroquia. Desde que murió mi hija, no podemos pagarle al doctor Nicholls. Pero es un buen hombre. Dice que es un milagro que siga viva. Dice que mi corazón no es más que viento y agua. Pero parece que no puedo morir.

      Nosotros —la humanidad— insistimos en que el cuerpo se aferre al alambre. Le sacamos los ojos y los oídos, pero lo dejamos maniatado, con un frasco de medicamento, una taza de té, un fuego moribundo, como un cuervo embalsamado sobre la puerta del granero; pero es un cuervo que todavía sigue vivo, incluso atravesado por un clavo.

      MERODEO CALLEJERO:

       UNA AVENTURA LONDINENSE

      ES PROBABLE QUE NADIE haya sentido jamás pasión por un lápiz. Pero existen circunstancias en las que puede resultar supremamente deseable tener uno; momentos en los que nos es imprescindible tener un objeto, un pretexto para recorrer medio Londres a pie entre la hora del té y la cena. Como el cazador de zorros caza para preservar la casta de los zorros, y el golfista juega al golf para preservar los espacios abiertos de la avidez de los constructores, así, cuando nos sobreviene el deseo de vagar por las calles ir en busca de un lápiz sirve como pretexto, y nos levantamos y decimos: “Realmente debo ir a comprar un lápiz”, como si encubiertos tras esa excusa pudiéramos concedernos, sin correr riesgo alguno, el placer más grande de la vida urbana en invierno: vagabundear por las calles de Londres.

      La hora adecuada es el atardecer y la estación, el invierno; porque en invierno el aire tiene el brillo alegre del champagne y la sociabilidad en las calles es grata. Entonces no nos acosa, como en verano, el anhelo de la sombra, la soledad y la dulce brisa de los campos de heno. Las horas del atardecer también nos otorgan esa irresponsabilidad característica de la oscuridad y la luz artificial. Ya no somos del todo nosotros mismos. Cuando salimos de nuestra casa una tarde agradable entre las cuatro y las seis, dejamos atrás el yo que conocen nuestros amigos y pasamos a formar parte de ese vasto ejército republicano de vagabundos anónimos, cuya compañía es tan agradable después de la soledad del cuarto propio. Porque allí vivimos rodeados de objetos que perpetuamente expresan la extrañeza de nuestro temperamento y nos obligan a recordar nuestra propia experiencia. Ese cuenco sobre la repisa de la chimenea, por ejemplo, fue comprado en Mantua en un día ventoso. Estábamos saliendo de la tienda cuando la anciana siniestra nos tironeó de la falda y dijo que seguramente terminaría muriendo de hambre, pero… “¡Lléveselo!”, gritó, y puso el cuenco de porcelana azul y blanca en nuestras manos, como si no quisiera que le recordaran su generosidad quijotesca. Entonces, abatidos por la culpa, pero no obstante sospechando que habíamos sido estafados en grande, nos llevamos el cuenco al pequeño hotel en donde, en mitad de la noche, el encargado tuvo una pelea tan violenta con su esposa que todos nos asomamos al patio a mirar, y vimos las vides entrelazadas en las columnas y las blancas estrellas en el cielo. El momento se estabilizó, acuñado como una moneda indeleble entre un millón que imperceptiblemente se escurrieron entre los dedos. También estaba allí el inglés melancólico, que se erguía entre los pocillos de café y las pequeñas mesas de hierro y revelaba los secretos de su alma, como hacen los viajeros. Todo esto —Italia, la mañana ventosa, las viñas enroscadas en las columnas, el inglés y los secretos de su alma— asciende como una nube desde el cuenco de porcelana sobre la repisa del hogar de leña. Y, cuando bajamos los ojos al suelo, allí está esa mancha marrón sobre la alfombra. Fue obra del señor Lloyd George. “¡Ese hombre es la encarnación del diablo!”, dijo el señor Cummings, apoyando la pava con la que estaba a punto de llenar la tetera y así dejó una quemadura como un anillo marrón sobre la alfombra.

      Pero cuando cerramos la puerta al salir, todo eso desaparece. La cobertura parecida a una valva que nuestras almas han excretado para albergarse, para darse una forma distinta de la de los otros, se quiebra, y lo único que queda de todas esas arrugas y asperezas es una ostra central de percepción, un ojo enorme. ¡Qué linda es la calle en invierno! Es al mismo tiempo revelada y oscurecida. Aquí una puede vagamente trazar rectas avenidas simétricas de puertas y ventanas; aquí, bajo las lámparas, hay islas flotantes de luz pálida a través de las cuales pasan velozmente hombres y mujeres luminosos que, a pesar de toda su pobreza y sus harapos, tienen cierto aspecto de irrealidad, un aire de triunfo, como si le hubieran sacado el cuerpo a la vida y la vida, engañada por su presa, anduviera confundida sin ellos. Pero, después de todo, solo nos deslizamos suavemente por la superficie. El ojo no es minero, ni buceador, ni buscador de tesoros enterrados. Nos hace flotar mansamente sobre la corriente; descansa, se detiene, y el cerebro quizás duerme mientras mira.

      Qué linda es una calle de Londres entonces, con sus islas de luz y sus largas arboledas de oscuridad y, a un costado, quizás algún espacio con árboles dispersos y pasto crecido en donde la noche se repliega naturalmente para dormir, y en donde, al pasar junto a la verja de hierro, oímos los pequeños crujidos y el alboroto de las hojas y las ramas que parecen suponer el silencio de los campos que las rodean, el ulular de un búho y el traqueteo del tren en el valle a lo lejos. Pero esto es Londres, recordamos; en lo alto, entre los árboles desnudos, penden marcos oblongos de luz rojiza amarillenta: ventanas; hay puntos brillantes que titilan constantemente como estrellas cercanas: lámparas; este terreno vacío, que contiene en sí el campo y su paz, no es más que una plaza de Londres, flanqueada por oficinas y casas donde a esta hora arden luces feroces sobre los mapas, sobre los documentos, sobre los escritorios en donde los empleados hojean con el índice húmedo los archivos de una correspondencia infinita; o más difusamente la luz del fuego oscila y la luz de la lámpara cae sobre la intimidad de una sala, sus sillones, sus papeles, sus porcelanas, su mesa taraceada y la silueta de una mujer que calcula con precisión la cantidad exacta de cucharadas de té que… Mira hacia la puerta, como si hubiera oído el timbre abajo y alguien preguntara: “¿Ella está en casa?”.

      Pero aquí es perentorio detenernos. Corremos peligro de calar más hondo de lo que el ojo aprueba; estamos impidiendo nuestro suave deslizar por la corriente con este impulso de aferrarnos a una rama o a una raíz. En cualquier momento, el ejército dormido podría desperezarse y despertar en nosotros miles de violines y trompetas a manera de respuesta; el ejército de seres humanos podría levantarse y afirmar todas sus rarezas, sufrimientos y sordideces. Retocemos un poco más, sigamos contentándonos solo con las superficies: el brillo reluciente de los ómnibus; el esplendor carnal de las carnicerías con sus piezas veteadas de amarillo y sus cortes de color púrpura; los ramos de flores azules y rojas que resplandecen cegadores a través del vidrio plateado de los escaparates de las florerías.

      Porque el ojo posee esta extraña propiedad: solo descansa en la belleza; como una mariposa, busca el color y medra en lo cálido. En las noches de invierno como esta, cuando la naturaleza se ha esforzado por acicalarse y lucirse, exhibe los más bellos trofeos, descubre pequeños montones de esmeralda y coral como si la tierra entera estuviera hecha de piedras preciosas. Lo que no puede hacer (estamos hablando del ojo promedio, no profesional) es componer esos trofeos de manera tal de exponer los ángulos más oscuros y las relaciones más ocultas. De allí que, después de una prolongada dieta de este plato simple y azucarado, de belleza pura sin composición, tomamos conciencia de nuestra saciedad. Hacemos un alto en la puerta de la zapatería e inventamos una pequeña excusa, que nada tiene que ver con el motivo verdadero, para rechazar la brillante parafernalia de las calles y retirarnos a alguna cámara más oscura del ser donde podamos preguntar, apoyando obedientemente nuestro pie izquierdo sobre el escabel: “Entonces, ¿cómo es ser una enana?”.

      Entró escoltada por dos mujeres que, al ser de estatura normal, parecían a su lado gigantas benevolentes. Sonrieron a las vendedoras de la zapatería, con una sonrisa que pasaba por alto la deformidad y le garantizaba su protección. Ella tenía esa expresión malhumorada y como de pedir disculpas tan habitual en las caras de los deformes. Necesitaba la amabilidad ajena, pero la resentía. Sin embargo, cuando las gigantas llamaron a la vendedora y, sonriendo con indulgencia, pidieron zapatos “para la dama”, y la

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