La muerte de la polilla. Virginia Woolf

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La muerte de la polilla - Virginia Woolf

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exigirnos, sacando a relucir su pie a la vista de todos, que por cierto era el pie bien formado y perfectamente proporcionado de una mujer adulta de estatura normal. Tenía el arco definido; era un pie aristocrático. Todo en ella cambió al contemplarlo, apoyado en el escabel. Parecía apaciguada y satisfecha. Llena de confianza en sí misma. Pidió un zapato tras otro; se probó un par tras otro. Se levantaba y hacía piruetas frente a un espejo que solo reflejaba los pies calzando zapatos amarillos, zapatos de ciervo, zapatos de cuero de lagarto. Alzaba su pequeña falda y exhibía sus pequeñas piernas. Pensaba que, después de todo, los pies son la parte más importante de una persona; las mujeres, decía para sus adentros, han sido amadas solo por sus pies. Al no ver nada más que sus pies, quizás imaginaba que el resto de su cuerpo coincidía con esas dos bellezas. Iba vestida casi con harapos, pero estaba dispuesta a gastar una fortuna en zapatos. Y, como aquella era la única ocasión en la que no sentía miedo de ser mirada sino que notablemente buscaba llamar la atención, estaba dispuesta a utilizar cualquier artilugio para prolongar la elección y la prueba. Miren mis pies, parecía decir, dando un paso en una dirección y otro paso en otra. La vendedora de la zapatería, una chica de buen talante, seguramente debió de hacerle un comentario halagador, porque de pronto su cara se iluminó en éxtasis. Pero, después de todo, las gigantas, aunque eran benévolas, tenían que ocuparse de sus propios asuntos; debía elegir; tenía que decidirse por un par. Finalmente eligió un par de zapatos y al salir escoltada por sus dos guardianas, con el paquete colgado de un dedo, el éxtasis se esfumó; volvieron el conocimiento, el viejo malhumor, la vieja disculpa, y para cuando llegó a la calle había vuelto a convertirse en nada más que una enana.

      Pero había modificado el ambiente; había convocado una atmósfera que, mientras la seguíamos por la calle, parecía crear a los jorobados, los contrahechos, los deformes. Dos hombres barbudos, aparentemente hermanos, los dos ciegos, caminaban apoyando una mano sobre la cabeza de un niño pequeño que iba entre ambos. Tenían el andar inflexible aunque tembloroso de los ciegos, que presta a su cercanía algo del terror y la inevitabilidad del destino que les ha tocado. Cuando el pequeño convoy pasó, manteniendo un curso recto, hizo que los transeúntes se abrieran y se apartaran del camino con el ímpetu de su silencio, de su franqueza, de su desastre. La enana había iniciado una cojeante danza grotesca a la que todos en la calle se habían plegado; la dama fornida enfundada en refulgente piel de foca; el joven enfermizo que chupaba la empuñadura de plata de su bastón; el anciano acurrucado en el umbral como si, repentinamente abrumado por lo absurdo del espectáculo humano, se hubiera sentado a mirarlo pasar: todos se unieron en la cojera y el taconeo de la danza de la enana.

      ¿En qué grietas y hendeduras se alojaba esa contrahecha compañía de lisiados y de ciegos? Aquí, quizás, en las buhardillas de estas casas viejas y angostas entre Holborn y Soho, donde la gente tiene nombres tan raros y oficios tan curiosos: están los batihojas, los plegadores de acordeones, los que forran botones y los que se ganan la vida de una manera incluso más fantástica traficando tazas sin platos, mangos de paraguas de porcelana y pinturas de santos mártires de colores chillones. Residen aquí, y hasta parece que la dama enfundada en piel de foca debe de encontrar tolerable la vida pasando las horas del día con el plegador de acordeones o con el hombre que forra botones; una vida tan fantástica no puede ser del todo trágica. Y así llegamos a la conclusión de que ellos no envidian nuestra prosperidad; pero de repente, al doblar la esquina, nos topamos con un judío barbudo, desencajado, acuciado por el hambre, que exhibe furioso su miseria; o pasamos junto al cuerpo jorobado de una anciana que yace abandonada en el umbral de un edificio público cubierta con una capa, como la estraza que se arroja apresuradamente sobre un burro o un caballo muerto. Ante semejantes espectáculos los nervios de la espina dorsal se erizan; una llama súbita se agita ante nuestros ojos; se formula una pregunta que no tiene respuesta. Con frecuencia estos abandonados eligen yacer a menos de un tiro de piedra de los teatros, al alcance del oído de los organillos, y, a medida que la noche avanza, casi al borde de las capas de lentejuelas y las piernas brillosas de los comensales y los bailarines. Yacen cerca de esas vidrieras en las que el comercio ofrece a un mundo de ancianas abandonadas en umbrales, de ciegos, de enanas cojas, sillones sostenidos por los cuellos dorados de orgullosos cisnes; mesas tendidas con cestas de frutas diversas y coloridas; aparadores con tapa de mármol verde para soportar mejor el peso de las cabezas de jabalí; y alfombras tan suavizadas por los años que sus claveles casi han desaparecido en un mar verde pálido.

      Al pasar, al mirar de reojo, todo parece accidental pero milagrosamente rociado de belleza, como si la marea del comercio que deposita su carga puntual y prosaicamente en las orillas de Oxford Street esta noche no hubiera dejado otra cosa que tesoros. Sin pensar en comprar, el ojo es juguetón y generoso: crea; adorna; amplía. De pie en la calle podemos construir todas las habitaciones de una casa imaginaria y amueblarlas a nuestro antojo con sofá, mesa y alfombra. Aquel felpudo quedará bien en el vestíbulo. Esa fuente de alabastro irá sobre una mesa tallada junto a la ventana. Nuestro regocijo se reflejará en ese grueso espejo redondo. Pero, tras haber construido y amueblado la casa, felizmente no nos vemos en la obligación de poseerla; podemos desmantelarla en un abrir y cerrar de ojos, y construir y amueblar otra casa con otras sillas y otros vasos. O démonos el placer de visitar las joyerías antiguas, entre bandejas de anillos y muestrarios de collares. Escojamos aquellas perlas, por ejemplo, e imaginemos cómo cambiaría nuestra vida si las lleváramos puestas. Instantáneamente se hacen las dos o las tres de la mañana; las lámparas arden muy blancas en las desiertas calles de Mayfair. Solo los automóviles circulan a esta hora, y se tiene una sensación de vacío, de ligereza, de alegría recluida. Con el collar de perlas y el vestido de seda nos asomamos a un balcón que mira a los jardines del durmiente Mayfair. Hay algunas luces encendidas en los dormitorios de los grandes pares del reino que regresan de la Corte, de los lacayos con medias de seda, de las viudas nobles que han estrechado las manos de los estadistas. Un gato se desliza por la pared del jardín. El amor se hace sibilante, seductoramente en los lugares más oscuros de la habitación, detrás de gruesas cortinas verdes. Con andar sereno, como si estuviera paseándose por una terraza bajo la cual los barones y los condes de Inglaterra toman baños de sol, el anciano Primer Ministro le relata a lady fulana de tal, la de los rizos y las esmeraldas, la verdadera historia de alguna gran crisis en los asuntos del país. Tenemos la sensación de estar montados en la punta del mástil más alto del barco más alto; y no obstante, al mismo tiempo sabemos que nada de esto importa; el amor no se prueba así, ni tampoco se alcanzan de esta manera los grandes logros; de modo que nos dejamos llevar por el instante y nos acomodamos un poco las plumas; parados en el balcón, vemos escabullirse por el muro del jardín de la princesa María al gato iluminado por la luna.

      ¿Pero podría haber algo más absurdo? De hecho, son casi las seis; es una tarde de invierno; vamos rumbo al Strand para comprar un lápiz. ¿Cómo estamos entonces también en un balcón, con un collar de perlas en junio? ¿Acaso existe algo más absurdo que esto? Pero la locura es de la naturaleza, no nuestra. Al poner manos a su principal obra maestra, la creación del hombre, tendría que haber pensado en una sola cosa. En cambio giró la cabeza, miró por encima del hombro y permitió que en cada uno de nosotros se deslizaran instintos y deseos claramente distintos de ese ser principal; por eso todos somos veteados, variegados, producto de una mezcla; los colores se han corrido. ¿El verdadero yo es el que está parado sobre el pavimento en enero o el que asoma por el balcón en junio? ¿Estoy aquí o estoy allí? ¿O acaso el verdadero yo no es este ni aquel, no está aquí ni tampoco allí, sino que es algo tan variado y errático que solo cuando damos rienda suelta a sus deseos y lo dejamos seguir su camino sin impedimentos somos en realidad nosotros mismos? Las circunstancias exigen unidad; el hombre debe ser un todo por conveniencia. El buen ciudadano, cuando abre la puerta de su casa al atardecer, debe ser banquero, golfista, esposo y padre; no un nómade errante en el desierto, no un místico que contempla el cielo, no un libertino en los barrios bajos de San Francisco, no un soldado que encabeza una revolución, no un paria que aúlla su escepticismo y su soledad. Cuando abre la puerta de su casa, nuestro hombre debe pasarse la mano por el cabello y poner su paraguas en el paragüero como cualquier mortal.

      Pero aquí, por suerte, están las librerías de segunda mano. Aquí encontramos anclaje para las oscilantes corrientes del ser; aquí nos equilibramos después del esplendor

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