La muerte de la polilla. Virginia Woolf

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La muerte de la polilla - Virginia Woolf

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vocablo al azar y persiguiéndolo temerariamente. Del eco de una palabra nace otra, y es quizás por esa razón que la obra parece estar —mientras la leemos— continuamente al borde de la música. Siempre están pidiendo canciones en Noche de Reyes. “Ah, vamos, amigo; la canción que escuchamos anoche”. Sin embargo, Shakespeare no estaba tan profundamente enamorado de las palabras como para no darles la espalda y reírse de ellas. “Los que coquetean con las palabras muy pronto las vuelven libertinas”. Se oye un rugido de risa y allí mismo irrumpen sir Toby, sir Andrew y María. Las palabras, en sus labios, son cosas que tienen sentido; embisten y saltan impetuosas y pueden comprimir todo un personaje en una frase breve. Cuando Sir Andrew dice: “Alguna vez fui adorado”, sentimos que lo estamos sosteniendo en el hueco de nuestras manos; a un novelista le hubiera llevado tres volúmenes conducirnos a ese pico de intimidad. Y Viola, Malvolio, Olivia, el duque… La mente rebosa hasta tal punto con todo lo que sabemos y adivinamos de ellos cuando entran y salen entre las luces y las sombras del escenario mental, que nos preguntamos por qué habríamos de encarcelarlos en los cuerpos de hombres y mujeres de carne y hueso. ¿Por qué cambiar este jardín por el teatro? La respuesta es que Shakespeare escribió para el escenario, y presumiblemente con razón. Dado que están representando Noche de Reyes en el Old Vic, compararemos las dos versiones.

      Muchas manzanas pueden caer en Waterloo Road sin ser oídas; y en cuanto a las sombras, la luz eléctrica las ha devorado todas. La primera impresión que se tiene al entrar en el Old Vic es abrumadoramente positiva y contundente. Parece que hemos salido de las sombras del jardín hacia el puente del Partenón. La metáfora es mixta, pero lo mismo puede decirse de la escenografía. Las columnas del puente en cierto modo sugieren un buque transatlántico combinado con el austero esplendor de un templo clásico. Pero el cuerpo humano es casi tan perturbador como la escenografía. Las personas reales de Malvolio, sir Toby, Olivia y el resto expanden a nuestros personajes entrevistos más allá de todo reconocimiento. Al principio tendemos a resentirlo. Usted no es Malvolio y usted tampoco es sir Toby, queremos decirles, sino meros impostores. Nos quedamos sofocados ante las ruinas de la obra, frente a la parodia de la obra. Y entonces, poco a poco, ese mismo cuerpo, o más bien todos esos cuerpos juntos, se adueñan de nuestra obra y vuelven a moldearla. La obra gana muchísimo en robustez, en solidez. La palabra impresa resulta imposible de reconocer cuando la escuchamos en boca de otros. La observamos encarnada en la reacción de un hombre o de una mujer; los vemos reírse, encogerse de hombros o darse vuelta para esconder la cara. A la palabra se le da un cuerpo, además de un alma. Y una vez más los actores se detienen o tropiezan o abren las manos y la llanura del texto impreso se resquebraja formando grietas y precipicios; todas las proporciones cambian. Quizás el efecto más impresionante de la puesta en escena sea producto de la prolongada pausa que hacen Sebastián y Viola cuando permanecen mirándose el uno al otro, en un mudo éxtasis de reconocimiento. El ojo del lector quizás haya pasado por alto ese momento. Pero aquí nos vemos obligados a hacer un alto y pensarlo; y eso nos recuerda que Shakespeare escribió simultáneamente para el cuerpo y para la mente.

      Pero ahora que los actores han cumplido con la certera tarea de consolidar e intensificar nuestras impresiones, comenzamos a criticarlos con mayor detalle y a comparar su versión con la nuestra. Hacemos parar al Malvolio del señor Quartermaine junto a nuestro Malvolio. Y a decir verdad, más allá de en dónde radique la falla, tienen muy poco en común. El Malvolio del señor Quartermaine es un caballero espléndido, cortés, considerado, de buena cepa; un hombre dotado de talento y humor, que no está en guerra con el mundo. Jamás en su vida ha padecido una punzada de vanidad ni una pizca de envidia. Si sir Toby y María lo engañan, él se da perfecta cuenta —de eso podemos estar seguros— y lo sufre como cualquier caballero que se precie soportaría las travesuras de un par de niños tontos. Nuestro Malvolio, por su parte, era una criatura compleja y fantástica, acicateada por la vanidad, torturada por la ambición. Había crueldad en sus provocaciones y un atisbo de tragedia en su derrota; su amenaza final tenía un sesgo de terror momentáneo. Pero cuando el señor Quartermaine dice: “He de vengarme de todos ustedes, confabulados en mi contra…”, lo único que sentimos es que el poder de la ley será pronta y eficazmente invocado. ¿Y qué queda entonces del “Es cierto que abusaron de él en forma muy notoria” de Olivia? Y además está Olivia. Madame Lopokova posee por naturaleza esa rara cualidad que no se obtiene con pedirla ni se maneja a voluntad: el genio de la personalidad. Cuando pasa flotando sobre el escenario todo a su alrededor sufre, no un cambio mayúsculo sino un cambio hacia la luz, hacia la alegría. Los pájaros cantan, las ovejas son adornadas, vibran melodías en el aire, y los seres humanos danzan unos hacia otros en puntas de pie, imbuidos de una amigabilidad, una simpatía y un deleite exquisitos. Pero nuestra Olivia era una dama majestuosa, de gesto adusto, movimientos lentos y pocas simpatías. No podía amar al duque ni tampoco modificar sus sentimientos. Madame Lopokova ama a todo el mundo. Siempre está cambiando. Sus manos, su cara, sus pies, su cuerpo entero vibran en armonía con el instante. Puede crear el instante —como lo demostró al bajar las escaleras con Sebastián—, un instante de una belleza intensa y conmovedora; pero no es nuestra Olivia. Comparados con ella, los integrantes del grupo cómico —sir Toby, sir Andrew, María y el bufón— no eran sino ingleses comunes y corrientes. Vulgares, chistosos, robustos; canturreaban sus palabras, rodaban sobre sus barriles; actuaban magníficamente. Ningún lector —tenemos la audacia de decirlo— podría superar la rapidez, la inventiva ni la alegría de la María de la señorita Seyler; ni mucho menos agregar nada a los humores del sir Toby del señor Livesey. Y la señorita Jeans como Viola fue satisfactoria; y el señor Hare como Antonio, admirable; y el bufón del señor Morland fue un buen bufón. Entonces, ¿qué faltaba en la pieza entendida como un todo? Quizás, precisamente, que no era un todo. La falta podría provenir, en parte, de Shakespeare. Es más fácil actuar su comedia que su poesía —podríamos suponer—, porque cuando escribía como poeta tendía a escribir demasiado rápido para la lengua humana. El ojo puede vislumbrar la prodigalidad de sus metáforas, pero la voz hablada titubea a medio camino. De allí que las partes de comedia estuvieran fuera de proporción con el resto. Luego, quizás, los actores estaban demasiado cargados de individualidad y el reparto era demasiado incongruente. Dividieron la obra en piezas separadas: ahora estamos en los bosquecillos de Arcadia, ahora en una taberna en Blackfriars. Cuando leemos, la mente teje una red que va de una escena a otra, compone un trasfondo de manzanas que caen, y el tañido de la campana de la iglesia y el vuelo fantástico del búho otorgan cohesión a la obra. Esa continuidad fue sacrificada en la puesta en escena. Abandonamos el teatro llevándonos muchos fragmentos brillantes, pero sin esa sensación de que todas las cosas conspiran y armonizan entre sí, que puede ser la satisfactoria culminación de una representación menos brillante. No obstante, la puesta en escena ha cumplido su propósito. Nos ha hecho comparar nuestro Malvolio con el del señor Quartermaine, nuestra Olivia con la de madame Lopokova, nuestra lectura de la obra con la del señor Guthrie. Y dado que todo difiere, debemos volver a Shakespeare. Tendremos que releer Noche de Reyes. El señor Guthrie lo ha hecho necesario y ha estimulado nuestro apetito por El jardín de los cerezos, Medida por medida y Enrique VIII, todavía por venir.

      1933

      MADAME DE SÉVIGNÉ

      ESTA GRAN DAMA, esta robusta y fértil escritora de cartas que probablemente habría sido una de las grandes novelistas de nuestra época, ocupa según parece más lugar en la conciencia de los lectores vivos que cualquier otra figura de su época ya olvidada. Pero fijar a esta figura dentro de un contorno es más difícil que definir a muchos de sus contemporáneos. Eso se debe en parte a que creó su ser, no en obras teatrales ni en poemas sino en cartas: trazo a trazo, con repeticiones, acumulando minucias cotidianas, escribiendo lo que le venía a la cabeza como si hablara. Así, los catorce volúmenes de sus cartas encierran un vasto espacio abierto, como uno de sus grandes bosques: las intrincadas sombras de los árboles cruzan los senderos en varias direcciones; las figuras deambulan por los claros, pasan del sol a la sombra, se pierden de vista, reaparecen, pero jamás adoptan posiciones fijas para componer un grupo.

      Así vivimos en su presencia; y a menudo caemos, como también nos sucede con las personas vivas, en la inconciencia. Ella sigue hablando, nosotros

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