La claridad. Marcelo Luján

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La claridad - Marcelo Luján Voces / Literatura

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a otro por el sendero de tierra: tres o cuatro metros, gira sobre sus pasos, y otros tres o cuatro metros en dirección contraria, siempre con el teléfono pegado a la oreja. Vuelve a marcar el número, vuelve a pegarse el teléfono a la oreja, vuelve a andar para un lado y para otro. Nada.

      La sombra del bosque ya cubre toda la tierra del camino y también el aligustre contra el que Astrid, después de bajarse de la bicicleta, había apoyado la espalda y enseguida flexionado las piernas y ahora, después de todas esas acciones, allí está sentada, viendo cómo la otra insulta sin dejar de caminar e intentar comunicarse.

      Yendo de un lado a otro, Marta dice:

      –Coge el teléfono, joder.

      Y lo repite.

      Astrid, de cara al bosque, no dice nada. No sabe que los árboles son abedules y tampoco sabe que dentro de muy poco, Marta se adentrará entre esos abedules para orinar. Lo que sí sabe es que su teléfono también tiene cobertura. Y no se lo dijo a la otra pero ya le envió un mensaje a su chico con la localización. Y cualquiera que la viese allí sentada, las rodillas flexionadas, los brazos descansando sobre las rodillas, se percataría de su relajación, de su tranquilidad, de que sabe que más temprano que tarde vendrán a recogerla. Porque Thomas ya le confirmó que irá a por ella. Se comunicaron en noruego y puede que él le haya dicho: Vale, no te preocupes. O mejor: Descuida, cariño. Ella lo sabe. Lo que no sabe es que ni Thomas ni Fran saldrán del camping antes de que termine el partido de fútbol que están viendo juntos, en el bar, mientras beben cervezas y ríen e ignoran, porque esas cosas siempre se ignoran, que les aguarda la desgracia. Sobre todo a Thomas.

      Marta, de pie en medio del camino, con todos esos altísimos árboles detrás de ella, ve a Astrid sentada y relajada y con las muñecas apoyadas en las rodillas. En una mano el teléfono, en la mirada el descontento que las separa. Y desde esa distancia que las separa, cae en la cuenta de que es muy posible que Thomas sí haya atendido la llamada de Astrid.

      Conecta el GPS. Busca el camping arrastrando el dedo por la pantalla.

      Pero el camping no aparece porque ni siquiera sabe el nombre. De hecho, ni siquiera sabe si tiene un nombre. Solo puede verse el pantano de San Nicolás, al noroeste. Marta acaba de comprobarlo. Y hurgando en el mapa ve, además, que tienen cerca la carretera nacional. Y que la carretera nacional bordea todo el valle hasta desembocar en la orilla norte del pantano. Da igual, piensa Marta. Y piensa eso porque sabe que, aun con la carretera cerca, ya no alcanzan las horas de luz para llegar al pantano y al camping. Y que no es buena idea pedalear por una carretera en medio de la oscuridad.

      Por eso aceptará quedarse allí hasta que las recojan.

      Ahora se miran durante un instante: una en medio del camino de tierra, la otra sentada contra el aligustre de la casa. Un instante que en los relojes apenas es tiempo. Un instante difícil de medir porque a veces el tiempo no trascurre: se congela. Quién pudiera explicar esos extraños momentos en donde el tiempo de los relojes desaparece y solo vive y existe en la intensidad de las acciones.

      Ninguna de las dos supo, cuando les habría valido, que estaban a un kilómetro escaso de la carretera. Ni que de seguir en la misma dirección en la que venían antes de detenerse para observar la casa abandonada, habrían dado inevitablemente con ella, después de pasar la curva que sí ven, que siempre tuvieron presente, allá a lo lejos, donde se pierde la vista.

      Marta se acerca al aligustre. No quiere hablar con la otra pero la carcome una certeza. Dice:

      –Qué, ¿tienes cobertura?

      Astrid levanta la cabeza. Asiente.

      Y después dice:

      –Thomas viene. No sé tiempo.

      Y dice:

      –Esperar. Aquí.

      –¿Le has mandado la ubicación?

      –Sí, ubicación.

      Marta no dice nada. Tal vez haya pensado Pues ya está. Y también: A joderse y a esperar aquí plantada como una subnormal. O mejor: Por la princesita rubia sí que movéis el culo, cabrones. Sin apoyarse en el aligustre, de espaldas al bosque de abedules, se queda observando la casa. El porche y las ventanas clausuradas con maderas, la hierba alta que recorta la imagen por debajo y las montañas que aparecen entre el tejado y el cielo del valle. Cerca, la piscina: inmensa, los azulejos rotos, una lona rota y medio hundida en el agua podrida y verde. Desde donde está, no puede ver la entrada principal de la parcela, ni el cobertizo ni los cerezos que están en flor en esta época del año. Ahora y desde donde está, no puede ver nada de eso pero dentro de un rato sí: dentro de un rato ambas verán las flores blancas de los cerezos y las maderas oscuras del cobertizo y entre esas visiones sentirán como si el cielo del valle desapareciera de pronto. Sobre todo Astrid.

      Marta observa la casa, el abandono, el silencio, la quietud. Sabe que solo resta esperar. Entonces dice:

      –Oye, tía: voy a mear.

      Y cruza toda la sombra: la del camino de tierra pero también la que disipa la hojarasca de la primera línea de abedules. Es la misma sombra que ya cubre la piscina y la casa. Pronto, el lento pero implacable manto del crepúsculo lo cubrirá todo.

      Desde donde está sentada, Astrid ve a la otra alejarse y enseguida desaparecer en el bosque.

      No tardará mucho en ponerse de pie, en colocarse los cascos, en sentir los primeros fríos del final de la tarde. Aunque antes sentirá otra cosa: sentirá la inmensidad más absoluta. Así. Y observará un marcado movimiento de las altas copas de los abedules, como si soplara el viento que en realidad no sopla. Y oirá, con la nitidez con que se oyen las acciones más reales, sacudirse la hierba alta que rodea la casa y la piscina. Y estará segura de que también escucha un chapoteo en el agua podrida y verde: un sonido cercano, del todo audible y desde luego inconfundible: el sonido del agua cuando es golpeada con fuerza. Entonces sí se pondrá de pie. Y se girará hacia la casa con el cable de los auriculares en las manos, todavía enrollado. Y nunca se lo dirá a nadie porque esas cosas nadie las cree nunca, pero jurará haber visto algo yendo en dirección a la casa. Una persona, jurará. Una persona que no iba andando sino en silla de ruedas. Nadie le creerá nunca pero jurará haber visto una melena y unos brazos jóvenes agitándose para avanzar entre la hierba alta. Todo ocurrirá en un instante, en un brevísimo destello bajo la luz cada vez más apagada de lo que todavía no es crepúsculo.

      Nada de lo que sucederá a partir de este momento debería suceder nunca. Porque nadie debería nunca decidir el daño ajeno. Ni siquiera cuando ese daño supone la salvación de su propio pellejo.

      Hace rasca, joder. Eso es lo que piensa Marta mientras se adentra lentamente en el bosque. Con cada árbol que deja atrás, mira por encima del hombro en dirección al camino de tierra y a la casa. Quiere estar segura de que la otra no pueda verla en cuclillas, con las mallas y la ropa interior bajadas. Por eso se sigue adentrando en el bosque. A ver cuándo viene el príncipe a rescatar a la princesita, piensa sin dejar de avanzar. Y también: Igual el guiri viene con Fran. Y también: Puto friki, se va a enterar por no cogerme el teléfono. Y además: Ya está bien de tratarme como a una mindundi, hombre, ya está bien. Todo eso piensa Marta ahora que se detiene junto al tronco de un abedul. Antes de empezar a bajarse las mallas negras, se gira y mira por última vez hacia el ya invisible camino de tierra. Entonces sí se baja las mallas hasta más allá de las pantorrillas. Después el tanga. Y después, con las manos apoyadas en los muslos, flexiona las rodillas. Más. Su mirada, de pronto, se queda clavada en un punto cualquiera del suelo. Enseguida siente el calor de la orina. Y el sonido que hace al salir de la uretra.

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