La claridad. Marcelo Luján

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La claridad - Marcelo Luján Voces / Literatura

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ahínco. Hasta que dirá, casi gritando, Es una puñetera barbi, joder. Y entonces alguno de los tres le soltará un puñetazo. Chilla otra vez y verás. Y también: Qué dices de barbi. Y también: Nos tomas por gilipollas. Y ella negará con la cabeza mientras escupe saliva y sangre por el último puñetazo certero. Y como enfadada dirá una nacionalidad. Pero no la verdadera nacionalidad de Astrid. No dirá noruega sino sueca, porque creerá que así será más fácil que visualicen la oferta. Y en verdad será más fácil. La incredulidad de los tres jóvenes comenzará a cobrar cuerpo de posibilidad. Y entonces no dirán nada. O sí. Pero ya estará sembrado el más persuasivo e irritante de los venenos: el de la duda. Y el del parche ordenará que lo comprueben. Id a ver, dirá. Y enseguida dirá a Marta: Como sea una trola te vas a enterar. Eso le dirá al tiempo que la navaja comenzará a tomar distancia de la mejilla. Y Marta creerá que lo logró. Y cerrará un instante los ojos. Y al abrirlos contemplará el cielo cada vez menos brillante, siempre recortado u oculto por las altísimas copas de los abedules.

      Antes, el del parche había dicho Quítale un calcetín y méteselo en la boca.

      Ahora el de perilla se gira, todavía a horcajadas sobre Marta, para quitarle la zapatilla y en el mismo movimiento dice:

      –Verás cómo sí te gusta, guarra.

      Es entonces cuando le libera la boca.

      Es entonces cuando Marta dice:

      –Esperad, esperad.

      Y después dice todo lo demás.

      Nunca nadie debería hacer algo así.

      Y después, después de haberlo dicho todo, después incluso de que los tres jóvenes comprobaran que Marta no mentía, que en verdad existía la sueca, como comenzaron a llamarle a partir de ese momento, que en verdad estaba sola y reducirla sería bien sencillo, solo después de todo eso Marta tendrá las primeras certezas de que logró su cometido.

      El del parche dice:

      –Venga, vamos a cogerla.

      Y dice al calvo:

      –Tú quédate aquí.

      Y sin siquiera mirar a Marta:

      –A la mínima pollada, le zurras.

      Y dice:

      –Toma, mejor.

      Y la navaja vuela hasta caer a los pies del calvo.

      Marta no dice nada. Se sube el tanga tímidamente y enseguida las mallas y también se coloca la sudadera y cuando intenta medio incorporarse, el calvo la coge de los pelos y la lleva casi a rastras hasta el árbol más cercano. Marta no quiere gritar, no quiere hacerlo y lo reprime pero no el quejido que se oye agudo y por qué no virulento y tal vez diga Me haces daño, o Me haces daño, cabrón hijo de puta. Y el calvo tal vez diga Te jodes, o Te jodes por perra. O mejor: A que te cierro la puta boca de un guantazo. No tiene demasiada importancia qué se dicen mientras en el valle cae para siempre la tarde.

      Tampoco tiene demasiada importancia la mala fortuna de esperar con los cascos puestos y tarareando bluegrass y por si fuera poco de espaldas al bosque, con la mirada puesta en aquella casa abandonada y en las montañas que dibuja el horizonte. Tampoco tiene importancia porque le habría pasado más o menos lo mismo de haber estado atenta, expectante, sin música que la distrajera, incluso de frente a los dos jóvenes que salieron del bosque a la carrera, que cruzaron el camino a la carrera y que se le abalanzaron después de asestarle un puñetazo cerca de la oreja. Lo que sí importa es que el puñetazo, eficaz, inesperado, macizo, fue como una bomba en la cabeza de Astrid. Su cuerpo se desplomó contra el aligustre. El de perilla tal vez haya dicho Joder, tío. O mejor: Joder, tío, la has dejado kao. Y quizás haya esbozado una mueca tan parecida a la sonrisa.

      El del parche no dice nada, salta el aligustre y entonces habla:

      –Pásala para este lado.

      Después, enseguida, el de perilla también saltará el aligustre. Y después, ambos bordearán el perímetro de la parcela con el cuerpo de Astrid a cuestas: uno la sujetará por las muñecas, otro la sujetará por los tobillos. Y sin detenerse, mientras la sujetan y avanzan, ambos observarán sus piernas y la piel expuesta de su cintura, observarán su ombligo pequeño y claro, acaso los siempre llamativos y muchas veces sobresalientes huesos de la cadera, y también su rostro, barbilla, boca, nariz, párpados, pero mucho más la boca: un tanto entreabierta y los labios pálidos. La excitación, quién pudiera dudarlo, les nublará la vista. Y después llegarán al cobertizo. Y después, cuando los tres estén dentro, el del parche dirá Quítale todo, y también A qué esperas. Dos frases cortas pero determinantes que dirá mientras se desajusta el cinturón con los ojos clavados en el pubis de Astrid, que enseguida quedará al descubierto. Después vendrán las bofetadas y un quejumbroso despertar. El desconcierto y el peso y por supuesto los gritos y por qué no el dolor. Y las manos que sujetan. Y otra mano que tapa otra boca.

      Así.

      Marta piensa en Fran pero también en Thomas. Sabe que vendrán de un momento a otro. Por eso piensa qué dirá cuando lleguen. Lo cierto es que ya lo sabe. Lo supo un instante antes de decir Esperad, esperad. Dirá que las atacaron. Tres tíos, dirá. Y dirá que ella había ido a orinar entre la vegetación y que todo ocurrió de pronto. Y dará a entender que a las dos les sucedió lo mismo: el mismo miedo, el mismo ultraje. Aunque esto último tampoco será cierto porque dentro de un rato comprobará que a Astrid, los tres jóvenes, le harán cosas que no le hicieron a ella. Entonces dirá que las separaron, que no pudieron defenderse, que pidieron auxilio a voces, que no había ni un alma, que todo fue horrible. Eso dirá. Que las violaron en distintos sitios, en distintos momentos. Y que todo lo demás no lo recuerda. Tres tíos, dirá. Y llorará y se cubrirá el rostro como si de ese modo pudiera ocultar y sostener y tapar todas las mentiras.

      Ahora está sentada con la espalda y la nuca contra uno de los abedules. Magullada y en silencio pero al fin vestida. El calvo la vigila de cerca. Ninguno de los dos sabe qué está sucediendo en el cobertizo, ni que pronto tendrán que ir hasta allí. El calvo tal vez lo intuya porque no sería la primera vez que se cuelan en esa parcela abandonada, que nadie en toda la comarca quiere comprar ni alquilar ni tan siquiera acercarse porque todos saben que es un territorio marcado por la desgracia.

      Marta, magullada pero vestida, piensa. No dice nada: todo está en su cabeza: el pasado, el presente, el futuro. Sobre todo el futuro.

      El calvo lee en la pantalla del móvil: Ven a la casa de los ahogados y trae a la gorda. Y enseguida dice:

      –Levanta.

      Marta no sabe que la parcela tiene ese mote, ni que en la piscina de la casa, no hace tantos años, se ahogaron dos adolescentes: dos hermanos mellizos que también se inocularon, entre otras ponzoñas, la de la traición. No sabe nada de eso porque ni siquiera sabe adónde la lleva el calvo. Tiene un corte en la ceja y otro en el labio y todavía le duele el cuero cabelludo y más aún debajo de la axila, ahí donde el del parche le dio aquella primera y eficaz patada.

      Todavía están en el bosque cuando Marta se detiene. Le cuesta respirar. Por primera vez cree que la matarán. Tiene esa sensación. Y la tiene como un estremecimiento que de pronto la ahoga. Nos van a matar, piensa. Y también A la barbi igual ya se la han cargado. Y también Me cago en la puta, no quiero morir. Y mientras piensa no siente dolor ni rabia ni frío. Ni arrepentimiento.

      Están, todavía, entre los árboles. Uno detrás del otro. Quietos. Las pisadas

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