La claridad. Marcelo Luján

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La claridad - Marcelo Luján страница 5

La claridad - Marcelo Luján Voces / Literatura

Скачать книгу

le aproximan por detrás, no los detecta ni los detectará hasta que sea demasiado tarde. Tres pares de zapatillas. Tres jóvenes que se acercan con sigilo. Los tres por detrás de ella y del tronco que mal le guarda la espalda. Ella todavía no lo sabe pero uno de los jóvenes lleva perilla y otro la cabeza afeitada y el que ejerce liderazgo lleva pendientes y parche. Ni sabe que los tres llevan, por supuesto, la misma voluntad y el mismo arrojo.

      El bosque y los hombres jóvenes la acechan.

      Eso tampoco lo sabe.

      Y en el preciso momento en que termina de orinar, cuando se ha medio incorporado y sus manos buscan el elástico del tanga, el de perilla la asalta y le tapa la boca y la aprisiona, también, con el otro brazo, y en la misma acción la arrastra hasta que consigue reducirla. Está desnuda de la cintura para abajo y sus mallas, a la altura de los tobillos, le impiden sacudir las piernas. Lo intenta. Se revuelve. Pero no lo consigue. Ya está en el suelo del bosque, con el de perilla encima de ella, sentado a horcajadas, mientras el calvo le sujeta los brazos por encima de la cabeza. Siente la fuerza y el peso y la impotencia. Está, en efecto, inmovilizada y desde luego aterrorizada y por qué no avergonzada. Y por qué no indefensa. No se fija en la perilla que recorta los labios y la barbilla del joven porque nadie se fija en esas cosas cuando la desesperación y el miedo estrangulan. Solo perdura el recuerdo de una voz diciendo Que dejes ya de chillar, hostias. Es verdad que Marta nunca dejó de pedir auxilio con toda su energía. Pero la mano que le tapa la boca trasforma sus gritos y sus súplicas y su energía en unos sonidos apagados, acaso secos, y del todo inútiles. El de perilla, siempre a horcajadas, siempre enmudeciéndola, le sube un poco la sudadera y la camiseta y le arranca el sujetador. Los pechos de Marta parecen derretirse hacia los lados. El calvo, sin soltarle los brazos, dice:

      –Joder, tío. Qué asco de gorda.

      Y el de perilla dice:

      –Mejor. Verás como tiene el coño apretado.

      Y dice, acercando su frente a la frente de Marta. Los ojos contra los ojos y su nariz y su aliento:

      –A que tienes la rajita cerrada porque no te folla ni dios.

      Y ríe. La risa extendida encima de su mano. De esa mano que tapa la boca de Marta.

      El calvo también ríe. Y después o mientras tanto, habla:

      –Da un poco de grima, colega –dice.

      De vez en cuando Marta consigue ver el cielo del valle, cada vez más apagado. Y las copas altísimas de los abedules.

      El de perilla baja la mano y escora un poco el cuerpo. Continúa tapándole la boca con fuerza. Continúa mirándola desde muy cerca. Y continúa bajando la mano. Sus dedos enseguida encuentran la vulva. Son las yemas de casi todos los dedos las que reconocen pero son solo dos los que entran.

      Así.

      Marta comienza a llorar.

      Está de cara al cielo del valle, casi siempre oculto. Y la gravedad hará ahora con sus lágrimas lo mismo que hizo antes con sus pechos.

      Todavía no sabe que tendrá una oportunidad para librarse porque esas cosas nunca se saben ni tranquilizan a tiempo.

      El de perilla insiste. Dice:

      –Más lloriqueas, más me pones.

      Y el calvo dice:

      –Hazla que se cague.

      El de perilla no dice nada: ríe.

      El otro tampoco dice nada. Está ahí, de pie, en silencio. Lleva un parche en el ojo izquierdo y pendientes en ambas orejas. En realidad no son exactamente pendientes sino unas argollas incrustadas que le expanden el lóbulo. El de perilla y el calvo creen que el otro ya debería haberse desajustado el cinturón, que ya debería haber dicho Quita. Y enseguida: Sujetadle las manos. Y enseguida cubrir a la chica con todo el peso de su cuerpo. Pero nada de eso sucede todavía.

      Siempre que le fue posible, Marta estuvo mirando al hombre joven que le tapaba la boca. Mirando sin ver: su perilla y sus dientes y su aliento y su risa. Hasta que oyó el chasquido y entonces, por primera vez, volteó la cara y se fijó en el del parche.

      El chasquido lo hizo una estridente navaja automática.

      El del parche se acerca. Le da una patada a la altura de la axila. Después un puñetazo en la cara. Aun con la boca tapada, el grito de Marta suena tan vívido. Y aunque sus ojos solo están para seguir el filo que enseña la navaja, las lágrimas, de pronto, la ciegan. Brota sangre desde una de sus cejas.

      El del parche habla por primera vez:

      –Te callas –dice.

      Y la coge de los pelos y le sacude la cabeza y solo después de esas acciones le coloca la punta de la navaja en la mejilla. Y presiona.

      –¿Quieres que te raje?

      Y enseguida:

      –Di. ¿Eso quieres?

      Marta niega con la cabeza.

      –Pues entonces calladita.

      Y rebusca en los bolsillos de la sudadera de Marta. Encuentra el móvil. Se pregunta dónde tendrá la cartera. Dice:

      –Sebosa. Te veo la grasa y me entran arcadas.

      El de perilla ríe:

      –Déjame follarla.

      Y el calvo:

      –Sí, que le pete ese culo gordo.

      Marta no dice nada. La sangre y las lágrimas ya son la misma y viscosa sustancia que recorre y cubre una franja del lado derecho de su cara. Todavía le duele el cuero cabelludo, como si la mano siguiera tirando de sus pelos. Aprieta los párpados. Quiere decir algo pero no puede.

      El del parche dice:

      –Hazle lo que te dé la gana.

      Y dice:

      –Primero quítale un calcetín y méteselo en la boca.

      Marta quiere decir algo.

      Todavía no puede hacerlo.

      Pero podrá.

      Podrá porque tendrá un par de segundos. Una bocanada de aire que entrará y enseguida comenzará a salir envuelta en palabras. Cuando la mano que tapa su boca deje de hacerlo. Uno o dos segundos que le serán suficientes. Aun con la navaja punzando su mejilla y bajo la amenaza de no hablar, Marta lo hará. Dirá: Esperad, esperad. Y alguno de los jóvenes dirá: Que te calles, coño. Pero Marta no se callará, correrá todos los riesgos porque confiará en eso que solo ella sabe cuándo se le ocurrió. Hay una tía, dirá. Y enseguida: Una tía buena. Allí. Y acompañará esa última palabra con un leve movimiento de ojos que señalarán hacia el camino de tierra. Y entonces los tres jóvenes se quedarán un tanto inmóviles, tal vez se miren entre ellos, tal vez incrédulos. Y Marta se dará cuenta de que tal vez funcione. Todo le dará igual mientras consiga librarse. No será un cebo. O sí. O una oferta suculenta y de imposible rechazo. Qué hablas, dirá alguno de los jóvenes. No lo

Скачать книгу