Seducción. Sharon Kendrick

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Seducción - Sharon Kendrick Bianca

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Para estar habituado al mundo de la moda, donde los desnudos eran tan frecuentes, Finn Fitzgerald era el hombre más anticuado con respecto a su prometida.

      ¡Su prometida!

      Amber tragó saliva, emocionada, y miró hacia la enorme piedra preciosa que rebrillaba en el tercer dedo de su mano izquierda. Todavía le costaba creérselo, pero el anillo de pedida era real y prueba suficiente de su compromiso con Finn Fitzgerald… el hombre al que amaba con una pasión que la espantaba. El hombre de sus sueños. El hombre…

      –¿Amber?

      –¿Sí? –preguntó ésta después de pestañear dos veces.

      –¿Decías? –preguntó el periodista, con la suavidad de un entrevistador profesional–. ¿Cómo lo conociste? –le recordó la pregunta al ver que Amber no respondía.

      –¡Ah, eso! –exclamó ésta. Bueno, ¿por qué no?, ¿por qué no dar a conocer su historia? Finn le había regalado el diamante más grande que jamás había visto ella… de modo que era obvio que no le importaba que el mundo entero supiese que estaban prometidos. De hecho, ella quería contárselo a todo el mundo y provocar un buen revuelo…

      Porque desde que Finn le había puesto el anillo en el dedo, Amber había notado cierta pérdida de entusiasmo por parte de éste, como si el compromiso lo hubiera cambiado todo entre ambos. Y la preocupaba.

      –¿Que cómo conocí a Finn? –prosiguió Amber–. Pues no fue nada especial… bueno, por supuesto que fue especial, pero… –se quedó callada, tratando de expresar el impacto físico y psicológico de enamorarse a primera vista de su prometido.

      –Oye –intervino el entrevistador mientras toqueteaba la grabadora–, ¿por qué no bebemos algo mientras charlamos?

      –¿Algo?, ¿un té?

      –¿Alguna vez has visto a un periodista tomar té? –rió él–. Más bien pensaba en una copa de champán.

      –¿A media tarde?

      –No es ilegal. He traído una botella –respondió el entrevistador–. Para celebrar tu compromiso.

      Amber accedió y se sintió absurdamente agradecida… lo que no era de extrañar, pues aún no estaba acostumbrada a su condición de futura esposa de Finn y no sabía cómo debía comportarse. ¿Sería normal que las mujeres recién prometidas tomaran champán con un desconocido a media tarde?

      –De acuerdo, señor Millington –convino Amber por fin.

      –Llámame Paul –le pidió éste mientras servía el champán con la velocidad de un hombre que ha descorchado muchas botellas–. Por tu felicidad –brindó con ironía.

      El choque de ambas copas sonó como una campanada… ¡de boda!, pensó Amber. Estaba deseando oír campanas de boda, sí. No tenía por qué celebrarse en una iglesia enorme, pero nunca en uno de los juzgados civiles de Londres. Aunque aún no habían hablado al respecto, lo que quizá fuera un error.

      –Y ahora, venga –prosiguió Paul tras conectar la grabadora de nuevo–, dime cómo empezó todo. Tú querías ser modelo, ¿no?

      –La verdad es que no. En realidad no era algo que me hubiese planteado.

      –Pero todos te decían que eras muy guapa y… –aventuró él.

      –¡Qué va! –Amber negó con la cabeza–. Yo no crecí en esa clase de ambiente. Vivía en un barrio pobre de Londres.

      –¿De veras? –preguntó el entrevistador, sorprendido por aquella revelación. Con el aspecto tan delicado que tenía, parecía una mujer nacida y educada en el seno de una familia rica, rodeada de todos los lujos imaginables.

      –Sí –Amber dio un sorbo de champán–. Mi madre era viuda y el dinero escaseaba. Se tuvo que matar a trabajar para sacarnos adelante a mi hermana y a mí en un mundo hostil. Y en ese mundo, la belleza era peligrosa.

      –¿Por qué peligrosa? –le preguntó el periodista interesado.

      Amber asintió mientras los recuerdos se agolpaban en su cabeza. Recuerdos dolorosos, como la reticencia de su madre a hablar con ella sobre sexo; como el susto que se llevó con su primera menstruación o la extrañeza que le provocó el veloz desarrollo de sus pechos. Le había dado miedo pedirle a su madre que le comprase un sujetador, por no hablar del temor que le inspiraban las miradas lujuriosas de los hombres del vecindario.

      –Era ese mundo en el que las chicas se quedaban embarazadas a los dieciséis años y luego las abandonaban. No había trabajo y los hombres acechaban. Una cara bonita era un reclamo peligroso – insistió Amber.

      Había aprendido en seguida la importancia de afearse, prescindiendo de maquillajes y usando ropa que ocultara su cuerpo. Mientras sus amigas se ponían vaqueros ceñidísimos y tops atrevidos, Amber elegía ropa amplia y suelta, que la ayudara a pasar desapercibida. Por su parte, su hermana Ursula había adoptado otra estrategia: se había dedicado, simplemente, a engordar.

      –¿Alguna vez te cansaste de rechazar a esos hombres? –inquirió Paul.

      –Nunca. Ni siquiera dejé que se acercaran lo suficiente para tener que rechazarlos. Pero sabía que ahí fuera había algo mejor. El piso en que vivíamos era diminuto, así que me marché de casa en cuanto pude… con dieciséis años.

      –¿Tenías estudios?

      –¿Estás de broma? El colegio al que iba no se caracterizaba precisamente por la calidad de su enseñanza –repuso Amber con sarcasmo–. Se daban por satisfechos con que los jóvenes no estuvieran tirados en la calle.

      –Pero no entraste en la agencia de modelos Seducción hasta casi cumplir los veinte años, ¿no?

      –Sí.

      –Entonces, ¿qué hizo una chica de dieciséis años sin título de bachiller siquiera?

      –Conseguir trabajo para ir tirando. En hoteles, sobre todo. Yo he limpiado habitaciones, he atendido en recepción, he trabajado en la barra del bar y he servido mesas. No se gana mucho, pero da para un alquiler en el centro de Londres.

      –Chica lista –el entrevistador volvió a llenarse la copa–. Y le sacaste jugo a la ciudad, ¿verdad?

      –Eso creo. Hice todo lo que era gratis… así que me recorrí todos los museos y galerías de arte hasta conocerlo al dedillo.

      –Serían tiempos de muchas emociones.

      –Guardo muy buen recuerdo de esa época –aseguró Amber–. También me aficioné a la lectura, devoraba todos los libros que caían en mis manos –añadió.

      –¿Y luego?

      –Los hombres del hotel no paraban de decirme que tenía una cara muy bonita… –Amber se encogió de hombros.

      –¿Te importaba?

      –No, claro que no me importaba –negó con la cabeza, aunque aún recordaba a varios empresarios, tan ricos como desagradables, que habían intentado propasarse con ella–. Pero fue difícil ignorarlo, sobre todo cuando la novedad de emanciparse

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