Seducción. Sharon Kendrick

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Seducción - Sharon Kendrick Bianca

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con horror y dejó que las palabras fluyeran, estremecida al recordar al corpulento director de una empresa que le había propuesto que se convirtiera en su amante.

      –Me puse a pensar en el futuro –prosiguió–. Y me di cuenta de que, si no tenía cuidado, acabaría esclavizada como mi madre. Sólo que yo no era una viuda con dos hijas a mi cargo; yo no tenía esa responsabilidad y podía ampliar mis horizontes. Comprendí que me estaba perjudicando por no sacar partido de mi físico.

      –Y por fin te tiraste a la piscina y te liaste con Finn Fitzgerald –se precipitó el periodista.

      –No. No me lié con Finn hasta pasados muchos años –corrigió Amber, molesta con aquella observación impertinente–. Fui a la agencia Seducción…

      –¿Por qué elegiste Seducción? –la interrumpió él–. Habrías visto alguna foto del dueño y…

      –Te equivocas. No tenía ni idea de que Finn existiese; sólo sabía que Seducción era la mejor agencia de modelos de Londres. Así que entré y… y…

      –¿Y?

      Resultaba difícil poner en palabras lo que sintió la primera vez que vio a Finn. Iba vestida muy seductoramente, o al menos eso pensaba ella. Su hermana le había dicho que si tenía intención de visitar una agencia de modelos, debía explotar todos los encantos de su cuerpo.

      Y le había hecho caso.

      Se había deshecho de la coleta y de las ropas de camuflaje. Se había lavado su largo cabello dorado para que reluciera sobre sus hombros; pero había cometido el pecado capital de las novatas: desacostumbrada a maquillarse, había usado la sombra de ojos, los pintalabios y el colorete con tanto exceso como ausencia de conocimiento. De haber tenido a una amiga, ésta la habría advertido; pero no contaba con más apoyo que el de Ursula, tan ignorante como ella en el manejo de los cosméticos.

      Y se había comprado ropa para la ocasión: una falda demasiado corta y una blusa demasiado ajustada. Había entrado en Seducción sobre dos zapatos de tacón alto y…

      –¿Y? –la presionó el entrevistador.

      –Y vi a Finn Fitzgerald, ahí, sentado, vestido todo de negro. Jersey negro con cuello de polo, vaqueros negros, pelo negro… Tenía algo, no sabría describirlo, que atrajo mi atención, como si tuviera una luz interior especial. Era…

      –¿La cosa más sexy sobre dos patas? –sugirió Paul–. ¿La testosterona en persona?

      Amber soltó una risotada. Era una manera escandalosa de expresarlo. Aunque se ajustaba a la realidad.

      –Bueno, sí –concedió ella–. Pero su atractivo iba mucho más allá de su físico. Tenía mucho carisma… El caso es que estaba sentado, hablando por teléfono y con todas esas fotos de chicas preciosas colgadas por las paredes. Estuve a punto de marcharme.

      –¿Por qué?

      –Me sentí intimidada, fuera de lugar –Amber se encogió de hombros.

      –Entonces te miró y dijo…

      –Colgó el auricular, me miró durante unos segundos eternos y me dijo que, si empezaba a llevar tacones altos, era probable que consiguiera mucho dinero en… sugirió que iba vestida como una… –todavía le dolía recordar aquellos instantes.

      –¿Cómo?

      –Como una prostituta –especificó de mala gana.

      –¿Eso te dijo?

      –Lo sugirió.

      –¿Y qué respondiste?

      –Que sus ojos parecían dos semáforos.

      –¿Semáforos?

      –Sí –Amber rió–. Es que sus ojos son verdes, pero esa vez también eran rojos. Tenía gripe, era la primera vez que se ponía enfermo desde hacía años. Todos decían que era muy mal paciente.

      –¿Cómo se lo tomó?

      –Rompió a reír. Echó la cabeza hacia atrás, se echó a reír y cuando dijo touché todos dejaron lo que estaban haciendo y me miraron. Al principio creía que me miraban por la pinta que llevaba; pero mucho más tarde me enteré de que estaban asombrados porque nunca habían visto a Finn reírse tan desinhibido.

      –¿Quieres decir que es un hombre seco?

      –No tanto. Quiero decir que no hay muchas personas que puedan hacerlo reír.

      –¿Y tú eres una de ellas?

      –Eso espero.

      –Así que te contrató y te pidió que salieras con él.

      –No –Amber negó con la cabeza–. Me dijo que no era lo suficientemente alta para ser modelo.

      –¿Ah, no? –preguntó el entrevistador mientras la miraba de arriba abajo.

      –Yo mido sólo metro setenta y cinco y la mayoría de las modelos llegan al uno ochenta hoy día.

      –¿Qué le dijiste?

      –Que, a cambio, él no era lo suficientemente amable para ser mi jefe. Y eso lo hizo reír de nuevo.

      –Y te marchaste.

      –Estuve a punto. Pero en ese momento sonó el teléfono y Finn comenzó a hablar; y sonó una segunda línea y empezó a hacer gestos de impaciencia con la mano, así que descolgué, respondí, tomé nota del mensaje y me dispuse a marcharme –explicó Amber–. Entonces me llamó, me preguntó si sabía escribir a máquina y le dije que sí. Luego me preguntó si sabía servir cafés y le dije que sí… y que si él también sabía.

      –Y volvió a reírse.

      –Exacto.

      –¿Y entonces?

      –Entonces me ofreció trabajo como secretaria.

      –Y le dijiste por dónde podía meterse el trabajo, ¿no?

      –Estuve tentada –confesó Amber–. Pero tenía curiosidad. Había un ambiente de locos en la agencia, frenético. Y le dije que tenía que pensármelo. Él contestó que no tenía tiempo para discutirlo en esos momentos, pero me ofreció hablar de ello esa noche cenando… y apareció con otras dos modelos.

      –O sea, que no fue la velada más romántica de tu vida –ironizó Paul.

      –En absoluto. Las dos chicas se pasaron el tiempo metiéndose la una con la otra y tratando de captar la atención de Finn.

      –¿Y qué hiciste?

      –Las dejé que siguieran y me limité a disfrutar de la cena.

      –Lo cual lo sorprendió.

      –Lo dejó asombrado. Primero mandó a casa a las dos modelos y luego miró mi plato vacío y dijo que nunca había visto comer tanto a una mujer. Y yo

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