Invasión. David Monteagudo

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Invasión - David Monteagudo страница 2

Invasión - David Monteagudo Candaya Narrativa

Скачать книгу

más de una ocasión –charlando en el segundo desayuno, con los compañeros de la oficina, o las pocas veces que su mujer cenaba en casa– estuvo tentado de comentar la visión del gigante, e incluso había ensayado mentalmente el tono que adoptaría, afectando una curiosidad entre intrigada y divertida. Pero en el último momento dudaba, refrenaba su impulso, y acababa optando por el silencio; como si aquella vivencia fuera algo íntimo, vergonzante, que nadie sería capaz de comprender.

      Los días fueron pasando, y con ellos las semanas. Las impresiones de aquel suceso tan curioso fueron perdiendo intensidad, y García volvió a sentarse sin ningún temor en aquella y en otras terrazas, y a disfrutar –como era su costumbre– del suave hedonismo de la lectura pausada, mezclada con el sabor de la cerveza. No es que hubiera olvidado el hecho: todavía se acordaba de aquello, de vez en cuando, pero ahora el recuerdo ya no tenía aquel cariz desasosegante, y desaparecía de su mente con la misma facilidad, con la misma ligereza con que había aparecido.

      Fue precisamente entonces, cuando ya no le inquietaba, cuando habló del asunto con otra persona. Lo hizo de manera espontánea, sin premeditación, un día que se quedó a solas con un compañero de la oficina, junto a la máquina del café. El compañero, a quien todos llamaban Marqués, era un chico bastante joven, de poco más de treinta años. García no hablaba muy a menudo con él, pero le consideraba una persona discreta e inteligente, y no lo evitaba, como hacía –en la medida de lo posible– con otros colegas cuyo trato le resultaba desagradable.

      García le contó al joven su experiencia; fue una narración concisa y resumida, acorde con el entorno de la conversación, pero que no omitía los aspectos más subjetivos del suceso. Marqués le escuchó con atención, mordisqueando distraídamente la cucharilla de plástico con la que acababa de agitar el café.

      –¿Y cuándo dices que viste eso?

      –No sé. Debe de hacer un mes, o cosa así.

      –Sería un jugador de baloncesto.

      –No, ya te digo que no, que había algo que... que se salía de lo normal.

      –Un jugador de baloncesto se sale de lo normal.

      –Pero no tanto. Ese tío debía medir... tres metros, o más.

      –¿Y tú cómo lo sabes? Desde esa distancia…

      –No sé… Era la proporción, la proporción con las cosas… Y además se movía de otra manera, más despacio.

      Marqués se quedó un momento en silencio, inmóvil, observando a García con una mirada llena de penetración e inteligencia.

      –A lo mejor andaba por una tarima. Había una tarima, al lado de la iglesia, y tú no la viste.

      –¡Hombre!… –dijo García–. Eso funcionaría si no hubiera tenido piernas. Yo le veía hasta la cintura. La cintura le quedaba… le quedaba por encima de las cabezas…

      –Perdona, no quería molestarte. Te he apretado un poco para… En fin, ya tengo mi diagnóstico.

      –¡Caramba, qué rápido! Espero que no me salga muy caro.

      –Más que un diagnóstico –dijo el joven, en el mismo tono cordial y humorístico que había empleado García– es una reflexión, un razonamiento. Lo raro no es ver a un tipo de cuatro metros andando por la calle. Lo raro es que te impresionase tanto. Tú mismo lo has dicho: “una cierta angustia”, “algo inquietante”.

      –Hombre… No creo que sea muy normal ver…

      –Es que yo creo que es al revés, justamente al revés. ¿Tú crees que hoy en día, con los tiempos que corren, alguien se asombraría de ver una cosa así? Yo creo que no. La gente pensaría que era un truco tecnológico, un anuncio de algo. Tenemos la mente abierta a ver todo tipo de prodigios, de aparentes prodigios. ¿Inexplicable? No más que cualquier aplicación de tu teléfono móvil. Para alguien que no sea ingeniero electrónico, tan mágica es una cosa como la otra. “Ese”, es el punto de vista normal.

      –¿Entonces yo, qué? ¿Soy un bicho raro?

      –En aquel momento, quizás sí, lo fuiste. Viviste de forma traumática una experiencia en realidad banal, la interpretaste según una inquietud interna, y predeterminada. Probablemente ampliaste un hecho menos excepcional, lo subjetivaste… O te lo inventaste de cabo a rabo. A lo mejor fue una alucinación. No hace falta estar loco para tenerlas. A veces, en determinadas circunstancias…

      –Me tranquilizas.

      –Te debería tranquilizar –dijo Marqués, en respuesta a la flemática ironía de su compañero–. Nadie está completamente equilibrado, todos tenemos alguna fisura. Y si no la tienes, mal asunto: entonces es que estás muerto, o a punto de estallar.

      –O sea: que tú le das una interpretación psicológica.

      –Modestamente, sí.

      –Oye, y… ¿Dónde tienes la consulta?

      Marqués sonrió antes de contestar. La suya era una sonrisa franca y agradable, seductora en su modestia.

      –Oh, no… No he estudiado nada de eso. Empecé económicas, y ni siquiera lo acabé. No es psicología eso, es sentido común.

      –Un sentido común poco común.

      –Gracias, pero… tú también lo tienes. Está claro que tienes una buena capacidad de análisis. Lo que pasa es que con uno mismo es más difícil.

      –Para eso están los amigos. Claro que tú y yo ni siquiera somos amigos. O no lo éramos.

      –¿No has vuelto a ver gigantes? –preguntó Marqués, tirando en la papelera el vaso de papel que había contenido el café.

      –No.

      –Pues ya está. Un pequeño desajuste transitorio. Eso es todo.

      Aquella charla le dejó a García una sensación ambivalente: por una parte le resultó beneficioso hablar con alguien del asunto, sacarlo al exterior y enfrentarlo a la opinión y el análisis de otra persona. Y también se alegró de haber descubierto a un compañero que, más allá de ser un conversador agudo y perspicaz, podía llegar a convertirse en un buen amigo, en un confidente en el que depositar aquellas y otras dudas. Pero también era cierto que se había abierto otro frente que él, en principio, no había contemplado: la posibilidad de haber sufrido una alucinación, y que esa posibilidad –por muy aislado y circunstancial que hubiese sido el episodio– no era halagüeña ni tranquilizadora.

      Unos minutos después de aquella conversación, cuando ya estaba sentado a su mesa, ocupado en el rutinario archivo de unos legajos, García pensó que aquella noche hablaría de todo aquello con su mujer: de la visión que lo había originado todo, de la inquietud que le había causado durante unos días, de la opinión de Marqués y su teoría psicológica. Ahora que ya había abierto el fuego, no le importaba hurgar un poco más en el asunto; incluso tenía curiosidad por saber lo que opinaría su mujer, cómo analizaría los hechos y qué tono adoptaría para hablar de ello. García recordó con nostalgia –una nostalgia teñida de renuncia y escepticismo– las largas conversaciones con Mara, cuando se conocieron y empezaron a salir juntos; las tardes enteras en la mesa de algún bar, frente a unos cafés con leche, hablando de todo lo divino y lo humano,

Скачать книгу