Invasión. David Monteagudo

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Invasión - David Monteagudo Candaya Narrativa

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es evidente. Es evidente, porque… en este caso la “visión”, o como lo quieras llamar, es mucho más elaborada.

      –Y no sólo era visión: te digo que hasta noté el olor del perro, y su aliento: un aliento húmedo, y caliente.

      –Sí, ya me he dado cuenta, lo has… lo has explicado muy bien. Ya veo que esta vez participaban todos los sentidos en la alucinación.

      –No, afortunadamente, no todos.

      –¿Por qué dices “afortunadamente”?

      –Porque el tacto no. No hubo contacto. Me da pánico pensar que uno de esos… que me pueda tocar.

      –Pero… está claro que es algo que ha creado tu mente. Por sus propias características, tiene que ser una experiencia alucinatoria. Lo único… lo único que faltaría saber es si te la inventaste, es decir, si la creaste tú por completo, o si simplemente deformaste, o amplificaste una presencia real; vamos, que realmente pasó una pareja, con un perro, pero no eran tan grandes.

      –No sé…

      –¿Y no lo vio nadie más? ¿No pasaba más gente por la calle?

      –Luego apareció una mujer. Yo… yo le quise preguntar si los había visto, pero se escapó –García esbozó una sonrisa–. Debía de parecer un loco, me di cuenta en el mismo momento. No estaba en condiciones de hablar con nadie. Pero no sé ni siquiera si coincidieron en la calle, la mujer y los gigantes; yo me quedé petrificado, estaba… estaba completamente bloqueado por el pánico; era incapaz de hacer nada, nada más que mirar cómo aquellos gigantones seguían adelante, calle abajo, hasta que desaparecieron por la primera bocacalle.

      –Y la mujer apareció después.

      –Sí, después. O al mismo tiempo, no sé. También venían otras personas, algo más lejos; pero ya no intenté hablar con nadie más. Espero que no me conociera ninguno de ellos, con la pinta de loco que debía de tener en ese momento.

      –Bueno –dijo Marqués, sonriendo–, está claro que no estás loco; razonas estupendamente, pero eso no quiere decir que tu mente no sea capaz de crear una alucinación; algo que, por muy circunstancial, por… por muy aislado que sea, no deja de ser una disfunción. Hombre, está claro que tendrías que ir a un especialista, aunque sólo sea para tranquilizarte, para que ponga las cosas en su justa dimensión.

      –¿Quieres decir un psiquiatra?

      –Bueno… o un psicólogo. Puedes empezar por un psicólogo. De todas formas, lo más probable es que te acabe derivando a un psiquiatra. Ah, y prepárate para que te den medicación; siempre lo hacen cuando hay alucinaciones.

      –Ya, ya me lo imaginaba… Y no me hace mucha gracia, como podrás comprender.

      –Lo entiendo muy bien, pero, a mi modesto entender, creo que deberías encarar el asunto con otra mentalidad. Hay que verlo como lo que es, como un simple problema de salud. Yo conozco personas que tuvieron un brote esquizofrénico, en un momento determinado de su vida, y ahora son personas completamente normales. Si se controla a tiempo, y se vigila, y se toma una medicación cuando es necesaria… El problema es que tendemos a ver la enfermedad mental como una cosa vergonzante, como una lacra que desprestigia al total de la persona. Y no es así.

      –Conozco el discurso políticamente correcto, y me parece… pues eso, muy correcto, muy bien elaborado; pero yo nunca he sido muy partidario de la medicación, en general, incluso para enfermedades puramente físicas.

      –Pero cuando te duele la cabeza te tomas una aspirina, para poder trabajar…

      –Tienes razón. A ver: yo me doy cuenta de que tienes toda la razón. Por eso te he pedido consejo, porque estoy viendo que eres precisamente el tipo de interlocutor que necesito: muy razonable, muy razonador. Pero también comprenderás que me quede algún escrúpulo, alguna duda…

      –¿Duda de qué? ¿de si han empezado a aparecer gigantes por la comarca?

      –No, hombre, eso no, pero… me resisto a entrar en la rueda de los psiquiatras y de que me intenten arreglar, cuando yo, de cabeza, estoy muy entero. Soy equilibrado, qué caramba, soy estable. Tuve mis momentos de confusión, en la adolescencia: el cambio fue para mí muy traumático, viví el despertar a la sexualidad de una forma muy atormentada; pero precisamente porque pasé por todo eso yo solo, sin… casi sin ayudas, y salí adelante, y no me volví loco, ni me quedé tarado, pues el resultado es que soy… me considero una persona muy fuerte. No sé… Cuando veo la cantidad de gente que necesita tomar pastillas, y aun así está siempre con problemas… Yo, en realidad, me encuentro muy bien. Y solamente ahora, al final, en cosa de un mes, he tenido dos momentos, dos momentos muy breves, en los que parece que sí, que algo, algún cable, se ha cruzado.

      –Ya veo: lo tuyo es el síndrome de Supermán. No creas, es bueno tener fe en uno mismo, a base de repetirse la misma cosa un montón de veces puede uno llegar a creérsela. Lo que pasa es que a lo mejor no somos tan fuertes como nos pensamos. A lo mejor, todo esto que te pasa te está avisando de que hay algo que no va bien, algo que tú has negado, u ocultado, o de lo que ni siquiera eres consciente.

      –Mira… no creo en el psicoanálisis, me parece un invento de unos tipos maliciosos obsesionados por el sexo.

      –Pues si no crees en el psicoanálisis, cree al menos en las hormonas. La adolescencia es una época de desmadre hormonal; quizás ahora, yo que sé, te acercas a la andropausia, o lo que sea, y estás pasando por otro bombardeo de sustancias que… En fin, el cerebro funciona a base de química, no es tan disparatado dejarse ayudar con un poco de química externa, para no tener que pasar todo el calvario que pasaste en la edad del pavo.

      –Ya veo que tienes respuestas para todo, y que todas tienden a lo mismo: que vaya al loquero.

      –Lo contrario sería un error, a mi modesto entender. Imagínate que la cosa va a más, que no la puedes controlar. Por mucho que no te juegues el físico, que tus gigantes no puedan hacerte daño en el plano material, al final podrían acabar afectando a lo otro, al resto de tu vida, a esa cordura de la que tanto, y con razón, presumes. Y además, esas experiencias te hacen sufrir, te angustian, según tú mismo me has dicho; no las puedes ignorar aunque quieras.

      –Me angustian porque son muy reales, son brutalmente reales, y mi razón me dice que eso es imposible. Pero ahí están. Ya te he contado lo del perro, lo viví con una gran intensidad, con todo lujo de detalles. ¿De dónde podría haber sacado yo el “material” para componer ese delirio? No existen perros de… de quinientos kilos.

      –Pero existen perros, y existen caballos, por separado. Tú mismo has dicho que al principio te pareció que era un caballo. Lo único que has hecho, ha sido juntar las dos cosas o… o mejor aún… espera: a lo mejor lo has sacado de una experiencia de la infancia, eso es, de la primera infancia; algo que no quedó en la memoria consciente, pero sí en la inconsciente, precisamente porque fue una experiencia traumática. Fíjate, todo coincide: para un niño de… yo qué sé, de uno o dos años, la proporción con un perro grande habría sido la misma que tu describes. Eso lo explicaría todo, bueno, o casi todo.

      García se quedó unos segundos en silencio, dirigiendo a su interlocutor una mirada valorativa, una media sonrisa en la que apuntaba la curiosidad, y también la admiración.

      –A este paso… no necesitaré ir al psiquiatra. Ya me curarás tú en dos sesiones. ¿Cómo es que sabes tanto de todo esto, de psiquiatría y…?

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