Invasión. David Monteagudo

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Invasión - David Monteagudo Candaya Narrativa

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no quiere que se sepa.

      Marqués dio un respingo al mirar su reloj de pulsera.

      –¡Pero si es tardísimo! –dijo, al tiempo que se levantaba–. Vamos a llegar tarde, y tú ni siquiera te has comido el bocadillo. Venga, vamos a pagar a la barra. Diles que te lo envuelvan, y te lo llevas.

      García dio un trago prolongado a su cerveza mientras se ponía en pie, y cogió el bocadillo envolviéndolo con la servilleta.

      –Espera, pago yo, que soy el que te ha liado en esto –dijo García, al ver que su compañero se encaminaba a la caja rebuscando en un bolsillo.

      Poco después, apoyado en la barra, apuntando con un billete de veinte euros a la zona en la que se movía el camarero, García le dijo a Marqués:

      –Esta noche hablaré de todo esto con mi mujer. Cenaremos en algún sitio para poder hablar con calma. Seguro que me dice lo mismo que tú, porque… es muy inteligente, y muy sensata.

      Los dos amigos salieron a la calle, y al final coincidieron en la escalera de la oficina con los compañeros que habían desayunado en el sitio de siempre. García trabajó con eficacia durante toda la mañana. Al mediodía, como acostumbraba a hacer la mayoría de las veces, comió solo. Lo hacía en un restaurante céntrico y muy concurrido, en el que le reservaban tácitamente un rincón apartado, con una mesa individual y un periódico que iba leyendo sin prisas mientras daba cuenta del menú.

      A lo largo del día, Marqués hizo para él unas gestiones, unas llamadas, y a media tarde le pasó una nota con el nombre y el teléfono de un psiquiatra que, según le dijo, “era el mejor que había”. “Hay algunos psicólogos –añadió–, una que es bastante buena, pero mejor asegurar el tiro. Luego, si no te convence, siempre puedes cambiar.”

      García, que ya había podido hablar con su mujer, y había quedado con ella para cenar, llamó aquella misma tarde, desde la oficina, al número que le había dado Marqués. Le respondió el propio psiquiatra –o así lo entendió él–, una voz neutra, más bien inexpresiva, con la que acabó concertando una visita para el día siguiente. La hora acordada era un poco rara, al mediodía, y le obligaría a comer más tarde de lo acostumbrado, pero las otras opciones se retrasaban hasta la semana siguiente, de modo que prefirió liquidar el asunto cuanto antes.

      Satisfecho por el éxito que habían tenido todas sus gestiones, García salió de la oficina con la intención de ir a su casa, para ducharse y cambiarse de ropa para la cena. En el momento de salir a la calle, no pudo evitar el sentir una cierta aprensión, y abrió la puerta mirando cautelosamente en las dos direcciones. Pero no vio nada raro. Al fondo de la calle, recortado con nitidez contra los aleros de los tejados, el cielo todavía conservaba algo de la claridad diurna. Las cuatro o cinco personas que pasaban a esa hora por la calle no tenían nada de alarmante, y él empezó a andar en dirección a su casa. Entonces se acordó de que Mara le había pedido que comprara algo de fruta. Se lo había dicho cuando hablaron por teléfono, para acordar la cena; García lo había olvidado, ocupado en el asunto del psiquiatra, pero ahora, en el último momento, se acordaba de golpe de esa pequeña obligación. Era Mara la que hacía casi todas las compras, por la mañana; pero no era raro que al llegar a casa García se encontrara con una nota pegada en la nevera que le obligaba a salir a la calle, en busca de las provisiones que su mujer había olvidado –o no había podido– comprar.

      García dio media vuelta, pasó de nuevo frente a la puerta de la oficina, y siguió adelante en dirección a la plaza del ayuntamiento, que no quedaba muy lejos, en cuyas inmediaciones había una frutería a la que había recurrido en ocasiones similares. Cuando ya estaba cerca de su destino –todavía en la plaza del ayuntamiento–, oyó a su izquierda una voz que le llamaba desde la terraza de un bar. Miró en aquella dirección y vio a su amigo Torrente, que le hacía un gesto con el brazo desde una de las mesas de la terraza. García se paró, y se quedó en silencio, inmóvil, mirando a su amigo.

      –Sí, sí, soy yo –le dijo éste–, no soy Adrien Brody.

      García esbozó una sonrisa forzada.

      –¿A dónde vas? Siéntate aquí un momento.

      Pero García no era capaz de moverse. Desde el primer momento, había notado algo raro al ver a su amigo. Torrente era alto y delgado, realmente alto para ser un hombre de su generación –estaba más cerca de los sesenta que de los cincuenta años–; tenía un rostro largo, vagamente equino, y él mismo se anticipaba y bromeaba con su razonable parecido con el famoso actor. Todo eso estaba ahí, conocido y reconocible, llamándole desde una mesa de un bar. Pero esta vez, además, había algo desconcertante, algo descompensado y turbador. No había mucha luz, porque la noche se había engolfado ya en aquella plaza, y la terraza se contentaba con el alumbrado público, pero a García le pareció, desde el primer momento, que su amigo era más grande de lo normal. Su primer impulso fue el de huir, seguir adelante pretextando una prisa inaplazable, con alguna frase lanzada al boleo, desde la distancia. Y no obstante se obligó a sí mismo a acudir a la llamada, en un intento de racionalizar sus temores, anhelando descubrir que se había equivocado, que su primera impresión había sido engañosa.

      Pero a medida que, sorteando las otras mesas, se acercaba a la que ocupaba su amigo, el rostro de García se fue congelando en una expresión de asombro y de temor. Era imposible precisar, desde su posición sentada, que altura tendría Torrente cuando se pusiese en pie, pero García vio que la mesa –que era, como todas las de aquel local, de madera, y bastante grande– resultaba pequeña y estrecha bajo los brazos del gigante encorvado, que sostenía un vaso diminuto con una mano enorme, mientras la mitad de sus piernas estiradas sobresalía por delante de la mesa.

      –Siéntate, hombre, siéntate; hacía tiempo que no… Oye ¿Te encuentras bien?

      Haciendo un terrible esfuerzo por controlarse, García consiguió componer una sonrisa y una frase convencional de explicación. Torrente, que se había quedado quieto, mirándolo con sorprendida curiosidad, dio por bueno el cambio de actitud y encogió las piernas con alguna dificultad, tocando la mesa con las rodillas, para que su amigo pudiera acercar una silla y sentarse.

      –Pide algo y me acompañas. Paga la casa –dijo Torrente, jugueteando con el palillo de una tapa que, a juzgar por el platillo vacío sobre la mesa, ya había consumido.

      Durante unos minutos, García asistió al monólogo de su anfitrión. Instalado en una náusea sorda y mareante, en una angustia latente, observaba con estupor el palillo que se perdía, como una brizna, entre los dedos larguísimos; el vaso de cerveza convertido en un dedal; el rostro de Torrente que le hablaba con su característico cabeceo, como el de un pájaro, que se inclinaba hacia él y aun así quedaba muy alto, muy arriba, de modo que García tenía que levantar la cabeza para mirarle, para mirar esas gafas enormes, cuadradas y pobladas de brillos, como dos faros. Y, sin embargo, era evidente que su amigo no notaba nada de eso: hablaba y hablaba sin parar, al no verse interrumpido, y García –por encima de la náusea creciente– seguía aunque no quisiera el discurso previsible, ya conocido, pues era repetitivo y calcado al de tantas otras veces.

      Todavía no había aparecido el camarero, y Torrente hizo ademán de levantarse, al tiempo que decía “¿Qué quieres tomar?”, pero García saltó de la silla, como impulsado por un resorte. “¡No te levantes!” dijo casi a voz en grito, y se disculpó atropelladamente, farfullando una excusa –había olvidado algo, tenía que marcharse– y salió de la terraza tropezando con las mesas, corriendo, sin preocuparse, sin querer ver el resultado de su extraña despedida, la cara de sorpresa y de desconcierto que debía poner su amigo en aquel momento.

      García anduvo a toda prisa, sin rumbo fijo, impulsado en un principio por la simple necesidad de alejarse

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