Invasión. David Monteagudo

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Invasión - David Monteagudo Candaya Narrativa

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posponiendo el momento de volver a su casa y quedarse a solas con sus obsesiones, aunque sólo fuera durante el tiempo de darse una ducha y cambiarse de ropa. Y no es que en ese momento, en la calle, no le atosigaran sus pensamientos; muy al contrario, le ocupaban por completo, le dominaban, le tiranizaban hasta el extremo de que sólo una pequeña porción de su voluntad quedaba libre, ocupada en la tarea banal de hacerle callejear sin descanso. Pero en la calle al menos podía andar, y sobre todo podía retroceder, dar media vuelta y escapar, si se encontraba con algo desagradable.

      Cuando salió de la oficina todavía faltaba más de una hora y media para el momento en que debía encontrase con Mara. Pero ahora la noche iba cayendo, oscurecía a marchas forzadas, y cada vez le quedaba menos tiempo para una ducha que, por otra parte, resultaba más necesaria que nunca, a causa de la caminata larga y presurosa que estaba haciendo. García deambuló por aceras llenas de gente, por plazas y avenidas en las que reinaba una insólita animación, una vida en la calle que anticipaba ya la trasgresión y la indulgencia de las noches de verano. “Qué raro –pensó García, en un momento dado–, todavía no ha llegado el fin de semana, y ya parece que sea sábado.” Después se dio cuenta de que toda aquella actividad se debía sin duda a una campaña que habían promovido los bares del casco antiguo desde hacía algún tiempo, con unas ofertas y unos precios especiales que hacían que el público afluyese en abundancia las noches de los jueves. Pero ese razonamiento fue sólo una breve tregua, una reacción instintiva de su mente para alejarlo, por unos segundos, de su pensamiento constante y obsesivo.

      El encuentro con su amigo Torrente le había sumido en un pesimismo cercano a la desesperación: no sólo confirmaba sus peores miedos, sus más negras previsiones, sino que además venía a añadir nuevos elementos en los que se podía propagar su delirio, pues ahora la aparente transformación, aquello que le decían con toda claridad sus sentidos, se había producido en una persona conocida, de la que García tenía una imagen muy clara y delimitada, elaborada durante años de trato y de encuentros ocasionales. En los peores momentos, mientras sus piernas le llevaban hacia adelante por puro instinto, García sentía que iba a perder el control, que se dejaría llevar por el pánico, y se imaginaba pidiendo auxilio, llamando a alguna puerta, al hospital, a urgencias, pidiendo una pastilla, una inyección, algo que le hiciera dormir o que le sumiera en la inconsciencia. Luego, al cabo de unos minutos, recuperaba la sangre fría, se decía a sí mismo que las alucinaciones habían sido siempre muy concretas, muy circunstanciales, y que por lo tanto no le sería difícil rehuirlas. Se consolaba pensando que en ese momento no veía nada raro, que al fin y al cabo había seguido los pasos correctos, y que tenía una cita con el psiquiatra, concertada para el día siguiente, a unas pocas horas vista.

      En uno de esos momentos de combatividad, llegó a la conclusión de que tenía que controlarse, y seguir rigurosamente el programa de actuación que se había impuesto. Rechazó, no obstante, la posibilidad de comprar la fruta, porque significaba meterse en una tienda, en una encerrona que planteaba demasiadas incertidumbres; pero en cambió encontró la fuerza para vencer la inercia de su deambular y caminó por fin en dirección a su casa. Pensó que ojalá todo aquello fuera un sueño, una de esas pesadillas pegajosas que te van angustiando, que te amargan la vida, hasta que te das cuenta de que la vida no era tal, sino un sueño. Y entonces descubres lo agradable, el placer tan sencillo e infalible que es despertar a la verdadera vida; esa vida mediocre, de pequeños placeres y pequeñas miserias, que entonces, en el momento de escapar de la pesadilla, parece tan gratificante y maravillosa.

      Mientras se aproximaba a su casa, García iba pensando que, por desgracia, esta vez no se trataba de un sueño, sino de una realidad terrible, de una enfermedad –mental, en este caso–: una de esas cosas que todo el mundo teme, pero que nadie, en su fuero interno, cree que vaya a padecer. Y su pensamiento le llevó a la reflexión, al razonamiento teórico de que tantos tópicos mil veces repetidos, como levantar los ojos al cielo, pedir ayuda a Dios o desear que todo sea un sueño, son un producto instintivo de la desesperación, proceden de la realidad, y no de la imaginación de escritores y guionistas.

      Por fin llegó a su casa. El piso estaba vacío y silencioso, y García se encontró con buena parte de la compra –que había hecho Mara, por la mañana–, todavía dentro de las bolsas de plástico, encima de la mesa de la cocina. Sin ni siquiera pensarlo, impulsado por la costumbre, empezó a vaciar el contenido de las bolsas y a guardar cada cosa en el lugar correspondiente. Pensó en la irritación que le producía siempre esta actividad trivial, en el rencor sordo y mezquino que le inspiraba la dejadez de Mara, en la sensación de triunfo y de exagerada indignación con que descubría, en alguna de las bolsas, un producto que tendría que haber sido guardado en la nevera. Después, ella se defendería diciendo que tenía mucha prisa, que de todas formas, si lo guardase todo, él tampoco estaría satisfecho con el sitio en que había puesto las cosas. Ahora, desde la magnitud del drama que estaba viviendo, esas pequeñas rencillas le parecieron sórdidas y pueriles, ridículas en su diaria repetición.

      García se duchó, se cambió completamente de ropa y sintió durante unos segundos la vaga satisfacción, la disposición renovadora que este sencillo acto siempre produce. Y sin embargo, no tardaron en asaltarle las incertidumbres oscuras que le venían atormentando desde hacía una hora, unidas a otras nuevas e inquietantes que suscitaba la inminencia de su encuentro con Mara. Por más que lo intentaba, no era capaz de imaginar cómo se desarrollaría su conversación ¡Hacía tanto tiempo que no hablaban de verdad de ellos mismos, de sus verdaderas preocupaciones! Todo se daba por sabido, por sobreentendido. Llegaron a conocerse tanto que ahora ya no había nada que hablar; conocían demasiado bien todos sus defectos, y sus virtudes; y sabían perfectamente lo que les estaba ocurriendo como pareja ¿qué necesidad había de hablar de ello, si los dos lo sabían? Eran demasiado inteligentes, demasiado lúcidos y analíticos como para ignorarlo. Pero ahora sí, ahora tendrían que hablar, ahora había algo realmente importante de lo que hablar, un problema serio, muy serio, que padecía él pero que también, como no podía ser menos, le afectaba a ella. Y al final García acabó pensando que la charla con Mara, la explicación de lo que le estaba ocurriendo, no sólo era inevitable, sino que además le resultaría beneficiosa –como beneficiosa había sido su conversación con Marqués–, porque le obligaría una vez más a poner orden en sus pensamientos, y además Mara era una mujer serena y receptiva, y no se dejaría impresionar por lo que García pudiera contarle, por muy terrible que fuese.

      Con este ánimo, vestido ya y atildado, se decidió a salir de casa. Entonces se dio cuenta de que se le había hecho un poco tarde, porque el reloj marcaba precisamente la hora a la que había quedado con Mara. Pero el restaurante no estaba lejos. García se internó a buen paso en el intrincado laberinto de calles del casco antiguo, y en unos pocos minutos llegó al lugar de la cita. Acabó el recorrido casi a la carrera, en parte para no llegar tarde, y también por el temor a encontrarse con otra de sus visiones. El restaurante, en realidad una vinatería, era caro y con una carta reducida, a base de ensaladas y fiambres de calidad, pero García lo había escogido porque era tranquilo y acogedor, con una luz cálida que resultaba muy agradable y una serie de mesas colocadas en rincones estratégicos.

      Todavía en la calle, García miró al interior por un ventanal amplio que había al lado de la puerta, y lo que vio le dejó clavado frente al cristal, incapaz de moverse, incapaz de dar los dos pasos que le separaban de la puerta de entrada al local. Lo primero que vio fue a un gigante, una mujer gigante que se movía allí dentro, por entre las mesas. Después se dio cuenta, con un estremecimiento de pánico, de que aquella mujer era Mara. García reconocía cada movimiento, cada gesto, la forma de andar, el peinado, la ropa que llevaba puesta, la sonrisa. Todo era lo habitual, lo de siempre, sólo que con un tamaño, en una proporción con todo lo que la rodeaba, que la convertía en algo monstruoso, y de alguna manera grotesco. El local era irregular, con espacios a diferentes niveles y algunas rampas de suave pendiente. Mara, con el abrigo colgado del brazo, seguía al camarero con cierta torpeza, encorvándose exageradamente y mirando hacia arriba, para no tocar el techo con la cabeza. Al final de una breve rampa, el camarero se detuvo frente a una mesa solitaria, resguardada entre una columna y la pared. Mara despidió al camarero con una sonrisa,

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