Memorias de un anarquista en prisión. Berkman Alexander

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Memorias de un anarquista en prisión - Berkman Alexander General

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«Y nos pudrimos de todos olvidados»

       32. La perversa aplicación de la ley de reforma

       33. El túnel

       34. La muerte de Dick

       35. Una alianza con los pájaros

       36. Bajo tierra

       37. Días inquietos

       38. «Cómo los hombres mutilan a sus hermanos»

       39. Un nuevo plan de fuga

       40. Dar muerte

       41. Conmoción en Buffalo

       42. Vidas malogradas

       43. «Más maravilloso que el amor de las mujeres»

       44. La osadía del amor

       45. La flor del «cayado seco»

       46. El corazón hambriento de un muchacho

       47. Compinche

       48. Últimos días

       Tercera parte. El taller penitenciario

       El taller penitenciario

       Cuarta parte. La resurrección

       La resurrección

      Introducción.

       En defensa de un magnicidio frustrado

      No nos lamentemos.

      Si hubo que esperar más de medio siglo a que un editor no alemán se decidiera a publicar la obra cumbre de Max Stirner, El Único y su Propiedad, justo es que dejemos de patalear ante la escasez de textos relevantes en nuestro idioma y celebremos con entusiasmo el advenimiento de cada nueva traducción capaz de revitalizar las neuronas del más postrado.

      Memorias de un anarquista en prisión, por ejemplo.

      Alexander Berkman (1870 -1936) parece irremisiblemente condenado a figurar en la historia del anarquismo por su efímera asociación a un hecho que se resolvió en menos de un minuto, un 23 de julio de 1892, en las oficinas de la Carnegie Steel Company, en Pittsburgh.

      Un disparo de revólver, cuatro cuchilladas en la misma dirección, y una condena de veintidós años de cárcel (resumida en catorce) es casi todo lo que sabemos de Berkman, a menos que dispongamos de una biblioteca más o menos bien pertrechada con aquel tipo de literatura propensa a ser decomisada por los grises hace tan sólo cuatro décadas.

      Para otros, Berkman es aquel señor de aspecto cuasicómico (del género marxista-grouchista, podríamos decir) que aparece en algunas fotografías al lado de su incombustible cómplice y concubina, Emma Goldman, conocida en su tiempo como la mujer más peligrosa del mundo en el país de la libertad, las oportunidades y la pena de muerte.

      Por supuesto, Alexander Berkman es mucho más que esto, y en tiempos recientes algunos historiadores se han ocupado de rectificar tal descuido, explicándonos toda la actividad posterior a su larga estancia en la cárcel en forma de escritos (libros, revistas y panfletos), campañas contra la intervención de Estados Unidos en la primera guerra mundial (por las cuales fue nuevamente encarcelado y finalmente deportado), labores de defensa de anarquistas encarcelados injustamente, o su compromiso en la fundación del Ferrer Center en Nueva York. Y su suicidio, con Berkman viejo, cansado y enfermo, pocas semanas antes de empezar la guerra en España.

      Hablemos ahora de la propaganda por el hecho, de aquella estrategia anarquista proclamada en el congreso de Londres en 1881 por Kropotkin, Malatesta, Brousse et al. que preconizaba la revuelta permanente mediante la palabra, el escrito, el puñal, el fusil, la dinamita... todo cuanto sea ilegal nos sirve.

      Sabemos que tan poética formulación desató a lo largo de varias décadas una furiosa campaña regicida y dinamitera en todos los

      países civilizados, haciendo notorios los nombres de Ravachol, Henry, Vaillant, Luccheni, Czolgosz o Bresci, entre otros, cuyos actos individuales de venganza política poco tuvieron que ver con los preceptos originales, que en realidad abogaban por la insurrección colectiva o, cuando menos, defendían acciones encaminadas a despertar la conciencia popular como paso previo a la revolución social.

      Pocos anarquistas de acción interpretaron con propiedad la consigna, pero ninguno la entendió tan bien como Berkman, cuyo Attentat no sólo apuntaba a librar al mundo de un explotador sin escrúpulos que había contratado una tropa de sabuesos para romper una huelga (saldada con un recuento de diez cadáveres), sino especialmente a atizar la llama de la sublevación entre una población trabajadora humillada y hambrienta mediante un magnicidio justo y reivindicable.

      Berkman sabía bien que, en el mejor de los casos, no iba a ser él quien recogiera los frutos de su obra. El plan incluía defender su hazaña ante el tribunal y ser enviado ad patres a la manera de los anarquistas de Chicago o los nihilistas de San Petersburgo. El mejor fertilizante para la semilla de la revolución siempre ha sido la sangre de los mártires.

      Dejo a Berkman el relato de los hechos y los motivos por los que fracasó en su empresa, pero merecen ser contados algunos de los entresijos de la conspiración, que por razones obvias no podían divulgarse en 1912, y hubo que esperar a que Emma Goldman publicara sus memorias (Viviendo mi vida, 1931), donde deja claro que ella no sólo estaba al tanto de los planes de Berkman, sino que colaboró en todo momento, y si no fueron juntos a perpetrar la ejecución del atentado fue porque el primero insistió en ser la única víctima, además de Frick y, a ser posible, el insalubre estado de cosas que aquél representaba.

      El primer contacto de Berkman con la propaganda ocurrió a los once años, cuando el artefacto explosivo que canceló el zarismo por

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