Memorias de un anarquista en prisión. Berkman Alexander

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Memorias de un anarquista en prisión - Berkman Alexander General

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de vuelta a casa por vacaciones, nimbados con el halo de aquella cosa vaga y preciosa que llamábamos ser «nihilista». El tren acelerado, Homestead, los cinco años en América, todo cae bajo la niebla, brumoso en los confines de la irrealidad, de los siglos; y de nuevo tomo asiento entre seres superiores, y escucho respetuosamente la discusión apasionada de elevadas cuestiones apenas comprendidas, con el incesante y recurrente estribillo de «Bazarov, Hegel, Libertad, Chernishevsky, v naród.» ¡Por el pueblo! ¡Por el simple y hermoso pueblo, tan noble pese a los siglos de sufrimiento envilecedor! Como un toque a rebato suena en mis oídos la nota, entre el estruendo de las posiciones encontradas y la fraseología oscura. ¡El pueblo! Cuando me dejo llevar por la mitología griega, él se me figura como el poderoso Atlas, que sostenía en sus hombros el peso del mundo, la espalda doblada, en su rostro el espejo de un sufrimiento inenarrable, en su ojo la mirada de una angustia desesperada, la muda y lastimosa súplica de ayuda. ¡Ah, poder ayudar a este desesperado gigante doliente! ¡Poder aliviar su pesada carga! El camino es oscuro, los medios inciertos, pero en el caldeado debate estudiantil la nota suena nítida: por el pueblo, sé uno de ellos, comparte sus alegrías y sus penas, y así podrás enseñarles. ¡Sí, ésta es la solución! ¿Pero qué está diciendo este pelirrojo, Misha, de Odessa? «No veo ningún inconveniente en ir con el Pueblo, pero los hombres enérgicos de la acción directa, los Rajmetovs, iluminan el camino de la revolución popular mediante actos individuales de revuelta...»

      «El billete, por favor». Una pesada mano cae sobre mi hombro. Con dificultad comprendo la situación. Los jugadores de cartas intercambian improperios. El revisor arranca el cartón con un gesto experto, y se lo lleva bajo el brazo caminado tranquilamente. Un estruendo de carcajadas saluda a los jugadores. Los demás pasajeros les toman el pelo y éstos pronto se relajan. Ahora, la tranquilidad se adueña del vagón.

      Me cuesta trabajo no caer de nuevo en mis ensoñaciones. Debo crearme un plan de acción definido. Tengo muy claro mi objetivo. Una batalla terrible tiene lugar en Homestead: el pueblo está haciendo gala de un gran temple en su resistencia contra la tiranía y la invasión. Mi corazón se regocija. He aquí, por fin, lo que siempre había esperado del trabajador americano: una vez en pie, no tolerará ninguna injerencia, luchará contra todos los obstáculos, y sus conquistas le llevarán más allá de sus primeras exigencias. Es el espíritu del pasado heroico reencarnado en los trabajadores del acero de Homestead, en Pensilvania. ¡Qué alegría suprema contribuir a esta tarea! Esta es mi misión natural. Siento en mí la fuerza de una gran empresa. Ni una sombra de duda empaña mi decisión. El pueblo

      —los jornaleros del mundo, los productores— integran, a mi parecer, el universo. Sólo ellos cuentan. Los demás son parásitos que no tienen ningún derecho a existir. Pero la tierra pertenece al Pueblo —por derecho, aunque no de hecho—. Para conseguir que lo sea también de hecho, cualquier medio es justificable, mejor dicho, aconsejable, incluso si ello exige eliminar vidas. La cuestión acerca del bien moral a menudo perturbaba los círculos que solía frecuentar. Siempre tomé partido por la opinión extrema. Cuanto más radical sea el tratamiento, sostenía, tanto más rápida será la cura. La sociedad es un paciente enfermo, tanto constitucional como funcionalmente. El tratamiento quirúrgico es a menudo imperativo. El derrocamiento de un tirano no resulta simplemente justificable, sino que es la obligación más alta de cualquier revolucionario

      ¿Puede haber algo más noble que morir por una causa grande, sublime? Pero si la vida de un verdadero revolucionario no tiene otro objetivo, otro sentido, en realidad, que sacrificarla en el altar del pueblo bienamado. ¿Y existe algo en la vida más alto que ser un verdadero revolucionario? Un revolucionario es un hombre, un hombre completo. Un ser que no posee ni intereses personales ni deseos más allá de las necesidades de la causa; que se ha emancipado de ser simplemente humano y se ha elevado por encima de ello, hasta la altura de una convicción que no deja lugar a dudas ni arrepentimiento; en pocas palabras, un ser que en lo más profundo de su alma se siente revolucionario primero y humano después.

      Siento que soy un revolucionario de esta especie. De hecho, mucho más si cabe que los radicales extremistas de mi propio círculo. Mi mente regresa a un incidente característico relacionado con el poeta Edelstadt. Ocurrió en Nueva York, alrededor de 1890. Edel­stadt, el alma más delicada que haya existido, era amado por todos y cada uno de los integrantes de nuestro círculo, los Pioneros de la Libertad, la primera organización anarquista judía fundada en tierras americanas. Una tarde los amigos más íntimos de Edelstadt se reunieron para estudiar algunas posibilidades de ayudar al poeta enfermo. Se resolvió enviar a nuestro camarada a Denver y alguien sugirió que a tal efecto tomásemos el dinero necesario del fondo para la revolución. Me opuse. Aunque era un amigo personal de Edelstadt, y su antiguo compañero de habitación, no podía permitir, sostenía entonces, que los fondos que pertenecían al movimiento fuesen destinados a fines privados, con independencia de su bondad o incluso necesidad. Mi parecer les mereció la más firme repulsa, pero salí al quite con este desafío:

      —¿Pretendéis ayudar a Edelstadt, el hombre y el poeta, o a Edelstadt el revolucionario? ¿Lo consideráis un revolucionario verdadero? Su poesía es hermosa, desde luego, y acaso pueda resultar de algún valor propagandístico. Ayudad a nuestro amigo con vuestros fondos privados, si es vuestro deseo, pero sólo podemos destinar dinero del movimiento a actividades revolucionarias directas.

      —¿Afirmas, pues, que el poeta significa menos para ti que el revolucionario? —me preguntó Tijon, un joven estudiante de medicina, a quien habíamos dado en broma el mote de «Lingg», por su muy lograda imitación del aspecto físico del célebre revolucionario.

      —En primer lugar soy revolucionario. Luego, hombre —repuse convencido.

      —O eres un bellaco o un héroe —me espetó.

      «Lingg» tenía toda la razón. No podía conocerme. Pese a su imitación del mártir de Chicago, a su mentalidad burguesa mis palabras debieron sonarle como más propias de un bellaco. Bien, llegará el día en que «Lingg» sepa quién soy de los dos, si el bellaco o el revolucionario. No considero el término «héroe» porque pese a que el tipo de revolucionario que soy pueda ser conocido popularmente como tal, esta palabra nada significa para mí. Simplemente indica un revolucionario que cumple con su obligación. En ello no hay heroísmo: es lo que un revolucionario debe hacer, ni más ni menos. Rajmetov hizo más, demasiado, de hecho. Pese a la gran admiración que profeso por Chernishevski, quien tuvo una influencia tan poderosa en la juventud de mi tiempo, no puedo eliminar cierto resquicio de resentimiento porque el autor de ¿Qué hacer? representó a su archi-revolucionario Rajmetov sometido a un sistema de incalificables torturas autoinfligidas a fin de prepararse para futuras exigencias. Era un signo de debilidad. ¿Acaso los revolucionarios necesitan prepararse, acerar los nervios y curtir el cuerpo? Esta alusión a la desnuda arcilla humana del revolucionario se me antoja casi como un insulto personal.

      No, el revolucionario consumado no necesita semejantes preparativos que terminan por hacerle dudar de sí mismo. Porque sé que yo no los necesito. Por extraño que parezca, esta impresión es bastante impersonal. Sí, mi propia individualidad queda íntegramente postergada, es más, no existe personalidad que valga cuando lo que está en juego es la causa. Soy simplemente un revolucionario, un terrorista por convicción, un instrumento para impulsar la causa de la humanidad; en pocas palabras, un Rajmetov. En efecto, adoptaré

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