Memorias de un anarquista en prisión. Berkman Alexander
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Al cabo de unos minutos, regreso con el vaso de agua fría. Se lo acerco a los labios pero parece no percibir mi presencia. «No puede haberse dormido tan deprisa», me digo sorprendido. «¡Madre!», la llamo con dulzura. No hay respuesta. «¡Mamaíta! ¡Mamotchka!» No parece oírme. «Querida, ¡Golubchik!», exclamo, en un repentino paroxismo de terror, apretando mis labios calientes sobre su rostro. Entonces siento un brazo sobre mi hombro y oigo la mesurada voz del doctor: «Muchacho, tienes que sobreponerte. Tu madre ya descansa.»
IV
—¡Despierta, muchacho! ¿Por qué suspiras?
Sorprendido me doy la vuelta para toparme con la cara tosca, aunque no del todo desagradable, de un jornalero moreno que ocupa el asiento detrás de mí.
—¡Oh! No es nada. Sólo estaba soñando —respondo. Sin deseos de alentar la conversación, finjo que estoy totalmente enfrascado en un libro.
¡Qué extraño el sonido repentino del inglés! No menos repentino que mi transplante a suelo americano. Habían pasado seis meses desde la muerte de mi madre. Amenazado por las autoridades educativas con un «pasaporte del lobo»7 debido a mis «inclinaciones peligrosas» —el cual me cerraría las puertas de cualquier carrera profesional, pese a mi posición social por lo demás altamente satisfactoria— y agravada la situación por una violenta disputa con mi tutor, el tío Nathan, decidí marcharme a América. Allí, al otro lado del océano, descansaba la tierra de las nobles hazañas, un país libre y glorioso, donde los hombres caminaban erguidos, a la altura de su verdadera humanidad... el exacto cumplimiento de mis sueños de juventud.
Y ahora estoy en América, la tierra de las bienaventuranzas. Las desilusiones, los desengaños, las luchas inútiles... El calidoscopio de mi cerebro los despliega todos ante mi mirada. Ahora me veo sentado en un banco del parque de Union Square, acurrucado entre Fedya8 y Mijail, mis compañeros de cuarto. El viento nocturno barre el parque sombrío, y nos deja los huesos helados. Me siento cansado y hambriento, estoy reventado tras un día de búsqueda infructuosa de trabajo. Se me parte el corazón cuando miro a mis amigos. «Nada», informa cada uno de nosotros, los tres con aires taciturnos, durante nuestro encuentro de todas las noches, tras la agotadora marcha diurna. Fedya gime sumido en un sueño intranquilo, mientras su mano anda a tientas por sus rodillas. Recojo el periódico que ha caído bajo el banco para arroparle las piernas y engancho los extremos debajo. Pero una ráfaga repentina desgarra el papel, antes de que la noche lo engulla. Mientras le encasqueto bien el sombrero, me sorprende su pavoroso aspecto. ¡Cómo han trocado su juventud rolliza de mejillas sonrosadas estas pocas semanas! Pobre tipo, nadie quiere su trabajo. Cómo sufriría su madre si supiera que su hijo, a quien con tanto cuidado crió, pasa las noches en... ¿Qué dolor es éste que sufro? Alguien se inclina sobre mí, se me impone como una presencia gigantesca en la oscuridad. Medio aturdido veo un brazo que va y viene, con unos movimientos cortos, semicirculares, hacia atrás, y con cada gesto siento un agudo pinchazo, como si fuera un latigazo. ¡Oh, está en mis pies! Perplejo me levanto de un salto, una mano brusca me agarra del cuello y me veo frente a un policía.
—¿Sois ladrones? —gruñe.
Mijail responde, soñoliento: —Nosotros rusos. Querer trabajo.
—¡Moved el culo! ¡Venga, fuera!
Rápido, en silencio, nos vamos, Fedya y yo por delante, Mijail renqueando detrás. Las calles tenuemente iluminadas estarían desiertas si no fuera por alguna figura presurosa aquí o allá, muy abrigada, revoloteando misteriosamente en alguna esquina. Se levantan columnas de polvo de las calzadas grises, el viento las captura y las arroja a cierta distancia, y luego las lleva hacia el cielo en espirales, antes de hacer lo propio con otra ola de ceniza. De alguna parte me llega a la nariz un olor tentador. «La panadería de Second Street», señala Fedya. Nuestros pasos se aceleran inconscientemente. Los hombros levantados, las cabezas inclinadas, los tres tiritando, logramos no alejarnos del sur del Bowery. Mijail sigue quedándose atrás. «¡Maldita sea! Me encuentro mal», dice al darnos alcance cuando ya entramos en un portal abierto. Una inspección concienzuda de nuestros bolsillos revela que nuestras posesiones alcanzan la suma
de doce centavos. Resolvemos que Mijail irá a la cama y le damos diez centavos. Nos repartimos equitativamente los cigarrillos que compramos con los dos centavos restantes, y damos unas caladas por turnos al «cuarto» de la cajetilla. Fedya y yo dormimos en la escalinata del ayuntamiento.
*
«¡Pittsburgh! ¡Pittsburgh!»
El berrido del revisor me sobresalta con la violencia de una descarga. Pese a la impaciencia acumulada durante el largo viaje, la noticia de que he alcanzado mi destino me llega sin que lo espere y me abruma con el terror a que me cojan desprevenido. Recojo atolondrado todas mis cosas pero al ver que los demás pasajeros permanecen en sus asientos regreso precipitadamente al mío, temiendo que alguien perciba mi inquietud. Para ocultar mi confusión, me vuelvo hacia la ventana abierta. Gruesas nubes de humo cubren el cielo, amortajando la mañana con un gris sombrío. El ambiente está cargado de hollín y cenizas; el olor del aire es nauseabundo. A lo lejos, los hornos gigantescos escupen columnas de fuego, los refulgentes destellos perfilan una línea de estructuras de armazón, ruinosas y miserables. Son las casas de los trabajadores que han creado la gloria industrial de Pittsburgh y encumbrado a sus millonarios, los Carnegies y Fricks.
La imagen me llena de odio hacia la perversa justicia social que convierte las necesidades de la humanidad en un averno de trabajo envilecedor. Priva al hombre de su alma, aparta la luz del día de su vida, lo degrada por debajo de las bestias, y entre las piedras de molino de la dicha divina y la tortura infernal muele la carne y la sangre y las convierte en hierro y acero, transmuta las vidas humanas en oro, oro, oro sin fin.
¡El gran y noble pueblo! ¿Pero es en verdad grande y noble ser esclavos y estar satisfechos? ¡No, no! ¡Están despertando, despertando!
1. Emma Goldman, principal interlocutora de estas memorias y figura señera del anarquismo norteamericano.
2. Pinkerton National Agency. Empresa de seguridad privada que a finales del siglo xix participó activamente en la represión de los movimientos obreros en Estados Unidos.
3. Acción política violenta destinada a despertar la conciencia de la clase obrera. Se enmarca en la noción más general de propaganda por el hecho, popularizada por el anarquista francés Paul Brousse en 1877, y asumida en 1881 por la internacional anarquista celebrada en Londres. Tiranicidios, regicidios y en general la muerte de los representantes visibles de la opresión del pueblo son los objetivos del Attentat, que debe desencadenar una espiral de terror y abrir las puertas de la revolución.
4. Verdugo en ruso.