Memorias de un anarquista en prisión. Berkman Alexander

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Memorias de un anarquista en prisión - Berkman Alexander General

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a nuestros compañeros, hemos hecho rica a la maldita Compañía, y ahora nos mandan a los soldados para que nos tiroteen como intentaron hacer los matones de Pinkerton. ¿Y queréis dar la bienvenida a los asesinos? ¿Seguro? No permitáis que entren, ¡os lo advierto!

      El orador abandona el estrado entre voces y gritos.

      —¡McLuckie! ¡Recto McLuckie! —se oye decir a alguien desde un extremo del gentío y, como un solo hombre, la multitud recoge el grito: —¡Recto McLuckie!

      Estoy ansioso por ver al popular burgomaestre de Homestead, también él un empleado mal pagado de la Carnegie Company. Un huesudo trabajador de aspecto bondadoso se abre paso con los codos hasta el estrado y los hombres se hacen a un lado con gestos de asentimiento y sonrisas cordiales.

      —No traigo preparado ningún discurso —empieza el burgomaestre con la voz entrecortada—, pero quiero deciros que no sé cómo vais a luchar contra los soldados. Hay mucha verdad en lo que el compañero acaba de deciros, pero si os paráis a pensarlo, hay un detalle que olvidó mencionaros: el cómo. ¿Cómo conseguirá hacerlo? ¿Cómo conseguirá impedir que entren los soldados? Eso es lo que me gustaría saber. Me temo que no es buena idea dejarlos pasar. Quizá los esquiroles vengan escondidos detrás de los soldados. Pero aun así tampoco es una buena idea impedir que pasen. No puedes enfrentarte a ellos: no son Pinkertons. Y no podemos luchar contra el gobierno de Pensilvania. Es posible que el gobernador no envíe la milicia. Pero si lo hace, reconozco que lo mejor será no enemistarnos con ellos. Creo que es nuestra única salida. No tengo nada más que decir.

      La reunión se dispersa, abatida, descorazonada.

      3. El espíritu de Pittsburgh

      I

      Pittsburgh, el corazón del industrialismo americano, cuyo espíritu forja la vida de la gran nación. El espíritu de Pittsburgh, ¡la ciudad de hierro! Fríos como el acero, duros como el hierro son sus productos. Ésta es la tónica de la gran República, que subyuga los demás acordes y sacrifica la armonía en el altar del ruido, la belleza en el altar de las cantidades. Su antorcha de la libertad es el fuego de un horno industrial que todo lo consume, destruye y devasta. Un horno que se extiende por todo el país, en el que los huesos y el tuétano de los productores, los miembros y los cuerpos, la salud y la sangre son fraguados en acero Bessemer, convertidos en rollos de planchas de blindaje, transformados en motores asesinos que deberán consagrarse al dios Dinero por sus sumos sacerdotes, los Carnegie y los Fricks.

      El espíritu de la ciudad de hierro define las negociaciones entabladas entre la Compañía Carnegie y los hombres de Homestead. Henry Clay Frick, en posesión de un control absoluto sobre la compañía, encarna el espíritu del horno, es el emblema viviente de sus negocios. La rama de olivo que ofrecieron los trabajadores tras su victoria frente a los Pinkertons ha sido rechazada. El ultimátum planteado por Frick es la última palabra del César: el sindicato de los trabajadores del acero tiene que ser aplastado, completa y absolutamente, incluso a expensas del derramamiento de la sangre del último hombre de Homestead; la compañía sólo tratará con los trabajadores individualmente y éstos tendrán que aceptar los términos del acuerdo que se les proponga sin discusión ni preguntas. Frick mantendrá abiertas las fundiciones con trabajadores ajenos al sindicato, incluso si ello exige sumar la fuerza militar del Estado a la de la nación para llevar a cabo su plan. Los trabajadores de las fundiciones que desobedezcan la orden de volver a sus empleos bajo el nuevo programa de salarios rebajados serán despedidos inmediatamente y desahuciados de las casas de la Compañía.

      II

      En un oscuro callejón de la ciudad de Homestead hay una casa de madera de un solo piso de aspecto viejo y triste. En ella vive la viuda de Johnson con sus cuatro hijos pequeños. Hace seis meses, la rotura de una grúa enterró a su marido bajo doscientas toneladas de metal. Cuando le llevaron el cuerpo a casa, la mujer, trastornada, se negó a reconocer a su grande y fuerte «Jack» en los restos destrozados. Durante varias semanas se oyó en el barrio su grito extraviado: «¡Mi marido! ¿Dónde está mi marido?». Pero el cuidado afectuoso de algunos vecinos de buen corazón logró, en parte, devolver la razón a la desdichada mujer. Acompañada de sus cuatro pequeños huérfanos, consiguió no hace mucho que el señor Frick la reciba. De rodillas le suplicó que no la echase de su casa. Su pobre marido había muerto, imploraba, no podía pagar la hipoteca, los niños eran demasiado pequeños para trabajar, ella misma apenas si podía andar. Pensó que Frick había sido muy amable, le prometió que vería qué se podía hacer. De modo que no quiso oír a los vecinos que le insistían en que demandase a la Compañía por daños. «La grúa estaba oxidada», le explicaron los compañeros de su marido, «el inspector del gobernador declaró que no era apta para su uso». Pero el señor Frick fue amable y seguro que sabía mejor que nadie cómo estaba la grúa. ¿Acaso no dijo que se trató de un descuido de su ma­rido?

      Está muy agradecida al buen señor Frick por aplazar el pago de la hipoteca. Había sido presa de un miedo mortal a que su pequeño hogar, donde su querido John había sido un marido tan cariñoso, le fuera arrebatado, y a que sus niños se vieran obligados a vivir en la calle. Nunca deberá olvidarse de rogar la bendición de Dios por el buen señor Frick. Todos los días repite a sus vecinos la historia de su visita al gran hombre, con cuánta amabilidad la recibió, con qué sencillez le habló. «Igual que nosotros, compadres», dice la viuda.

      Ahora le cuenta la maravillosa historia a su vecina Mary, la jorobada, quien escucha el cuento con interés siempre renovado por vigésima vez. Contagia tanta importancia conocer a alguien que tuvo una relación tan estrecha con el rey del hierro, es más, que estuvo en su presencia y hasta habló con el gran magnate.

      —«Estimado señor Frick» le digo yo —relata la viuda—. «Estimado señor Frick» le digo yo, «mire a mis pobres angelitos».

      Alguien que llama a su puerta la interrumpe. —Seguro que es la tuerta Kate —comenta la viuda—. ¡Adelante! ¡Adelante! —exclama llena de alegría—. ¡Pobre Kate! —observa con un suspiro—. Su marido tiene la tisis. Me temo que no durará mucho.

      Hay un hombre alto y tosco en la entrada. Tras él, vienen dos más. La viuda se levanta asustada de la silla. Uno de los niños rompe a llorar y corre a esconderse detrás de su madre.

      —Disculpe, señora —dice el hombre alto—. No tema. Somos ayudantes del Sheriff. Lea esto —saca un papel de aspecto oficial—. Orden de desahucio. Lo siento mucho, señora, pero prepárese. Deprisa, tengo pendientes doce...

      Se oye un grito desgarrador. El ayudante del Sheriff alcanza a coger entre sus brazos el cuerpo inerte de la viuda.

      III

      East End, el barrio residencial de moda en Pittsburgh, se solaza bajo el sol vespertino. La amplia avenida parece fresca y tentadora; los árboles majestuosos tienden sus sombras a través de la calzada y asienten con sus cabezas en señal de mutua aprobación. Una procesión incesante de carruajes colma la avenida, las

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