Memorias de un anarquista en prisión. Berkman Alexander

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Memorias de un anarquista en prisión - Berkman Alexander General

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href="#ulink_fe31c268-d528-5e9a-96d7-f67e77c0707c">6. Escuela religiosa para el aprendizaje de la ley y la religión mosaica.

      7. Expresión rusa. Define la expulsión del colegio que acarrea la prohibición de matricularse en cualquier otro centro educativo.

      8. Modest Stein, también referido en estas memorias como Gemelo.

      2. El campo de batalla

      Colmado de paz y de contento, el río Monongahela se extiende ante mí con sus aguas rizadas e indolentes que bajo la luz del sol canturrean entre susurros al bosque brumoso en la orilla. Pero

      la otra orilla presenta una imagen de marcado contraste. Cerca de la margen del río se levanta una alta empalizada, rematada con alambre de púa, cuyo aspecto amenazador acentúan algunas bélicas torres de vigilancia y otras fortificaciones. La siniestra muralla me mira con desdén con su millar de ojos vacíos, cuya finalidad asesina justifica a todas luces el nombre de «Fuerte Frick». Grupos de gente alborotada abarrotan los espacios abiertos entre el río y el fuerte y colman el aire con la confusión de sus múltiples voces. Unos hombres armados con rifles Winchester se afanan, sus caras están mugrientas, la mirada es soberbia aunque algo inquieta. En el patio de la fundición bostezan las negras bocas de los cañones, unos parapetos desmontados cierran los accesos y el suelo está lleno de cenizas ardiendo, cartuchos vacíos, barriles de petróleo, chimeneas rotas y montañas de acero y de hierro. El lugar parece el paisaje después de una batalla sangrienta; el símbolo de nuestra vida industrial, de la lucha despiadada en la que el más fuerte, el robusto jornalero, es siempre la víctima, porque actúa con debilidad. Pero los restos carbonizados de las lanchas de los Pinkerton en el embarcadero, y el muelle salpicado de sangre, dan testimonio silencioso de que, por una vez, la batalla se inclinó del lado de los verdaderamente fuertes, de las víctimas que osaron plantearla.

      Un grupo de trabajadores me aborda. Hombres grandes, fornidos, el poder de la fuerza consciente se manifiesta en su caminar y en su actitud. Todos ellos llevan su arma: algunos un Winchester, otros escopetas. En la mano de uno de ellos veo el brillante cañón de un revólver de la marina.

      —¿Quién eres? —me pregunta con hosquedad el hombre del revólver.

      —Un amigo, un visitante.

      —¿Tienes referencias o un carné del sindicato?

      Pronto, contentos en lo que hace a la honradez de mis intenciones, me permiten seguir adelante.

      En uno de los patios de la fundición me topo con una compacta y variopinta muchedumbre de hombres y mujeres: los eslavos bajos y de caras anchas, que se abren paso a empellones entre sus altos compañeros de huelga americanos; los italianos de tez morena, con grandes bigotes, gesticulantes, que se atropellan cuando hablan a un grupo de inquietos compatriotas. La gente se congrega alrededor de una plataforma elevada, donde un hombre enorme y fornido espera.

      Intento abrirme paso hasta el lugar.

      —¡Caballeros!, escuchen, por favor —oigo decir al orador—. Sólo unas palabras, caballeros. Saben todos quién soy, ¿no es así?

      —Sí, sí, sheriff —gritan algunos hombres—. ¡Adelante!

      —Sí —prosigue el orador—, saben todos ustedes quién soy. Su Sheriff, el Sheriff del condado de Allegheny, del gran estado de Pensilvania.

      —¡Continúe! —exclama alguien, con impaciencia.

      —Si no me interrumpen, caballeros, proseguiré.

      —¡Silencio! ¡Orden!

      El orador avanza hasta el borde del estrado:

      —¡Hombres de Homestead! Es mi deber declarado como Sheriff salvaguardar la paz. Su ciudad es una ciudad sin ley ni orden. He pedido al gobernador que envíe a la milicia y espero...

      —¡No, no! —protesta una profusión de voces—. ¡Vete al diablo!

      El tumulto ahoga las palabras del Sheriff. Agitando el puño, y dando patadas al suelo, grita a la multitud, pero su voz se pierde entre las airadas protestas.

      —¡O’Donnell!, ¡O’Donnell! —se reclama desde varios puntos hasta que el grito se funde en un formidable coro—. ¡O’Donnell!

      Veo que el líder popular de la huelga se encarama con agilidad al estrado. El silencio se hace en la asamblea.

      —¡Compañeros! —comienza con un estilo halagador y fluido—, hemos cosechado una victoria magnífica y noble contra la Compañía. Hemos echado a los Pinkertons de nuestra ciudad...

      —¡Al cuerno con los asesinos!

      —¡Silencio! ¡Orden!

      —Habéis logrado una gran victoria —continúa O’Donnell—, una victoria magnífica, crucial, como nunca la habíamos conocido en la historia de la lucha de los obreros por unas condiciones me­jores.

      Una estruendosa ovación interrumpe al orador. —Pero —continúa— debéis demostrar al mundo que además de vuestros derechos también queréis salvaguardar la paz y el orden. Los Pinkertons eran unos invasores. Defendimos nuestras casas y los expulsamos con toda la razón. Pero sois ciudadanos sujetos a las leyes. Respetáis la ley y la autoridad del Estado. La opinión pública os respetará en vuestra lucha si actuáis correctamente. ¡Ha llegado la hora, amigos! —levanta la voz con entusiasmo incipiente—. ¡Ha llegado la hora! Dad la bienvenida a los soldados. No los envía aquel hombre, Frick. Son la milicia del pueblo. Son nuestros amigos. ¡Démosles la bienvenida como amigos!

      Aplausos, mezclados con gritos de impaciencia y reproche, reciben la exhortación. Se levantan los brazos en una airada discusión, el gentío se mueve hacia delante y hacia atrás, y se divide en varios grupos exaltados. Pronto aparece un hombre negro alto en el estrado. Su voz estentórea arrastra poco a poco la asamblea hacia delante. Lentamente amaina el tumulto.

      —¡No creáis ni una palabra, muchachos! —el orador señala con el dedo al público, como si quisiera recalcar así su advertencia—. No creáis que los soldados vienen como amigos. Palabras amables las suyas, señor O’Donnell. Nos costarán caras. Recordad lo que os digo, compañeros. Los soldados no son nuestros amigos, sé de qué estoy hablando. Vienen hacia aquí porque el maldito asesino Frick así lo quiere.

      —¡Aquí! ¡Aquí!

      —¡Sí! —prosigue el hombre alto, su voz tiembla de emoción—, puedo deciros cómo fueron las cosas. Este sinvergüenza de Sheriff reclamó las tropas al gobernador, y el maldito Frick pagó al Sheriff para que lo hiciera, ¡yo os lo digo!

      —¡Sí! ¡No! ¡Sí! —arrecia el clamor, pero oigo la voz del orador levantarse por encima del barullo: —Sí, lo sobornó. Todos sabéis quién es este Sheriff cobarde. No permitáis que lleguen los soldados, os lo digo. Primero vendrán ellos, luego los esquiroles. ¿Es eso lo que queréis?

      —¡No! ¡No! —ruge la multitud.

      —Bien, si no queréis a los malditos rompehuelgas, no permitáis que entren los soldados, ¿entendido? Si no lo conseguís, os echarán de las casas que habéis pagado con vuestra sangre. A vosotros, a vuestras mujeres y a

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