Memorias de un anarquista en prisión. Berkman Alexander

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Memorias de un anarquista en prisión - Berkman Alexander страница 11

Автор:
Жанр:
Серия:
Издательство:
Memorias de un anarquista en prisión - Berkman Alexander General

Скачать книгу

felicidad me irrita. Recuerdo Homes­tead. Pienso en la empalizada sombría, las fortificaciones y los cañones; la figura lastimera de la viuda se alza ante mí, también los niños entre sollozos, y oigo de nuevo el angustioso grito de un corazón roto, de un cerebro destrozado.

      Y aquí todo son risas y alegría. Los caballeros parecen contentos, las damas son felices. ¿Por qué deberían preocuparse del sufrimiento y la necesidad? Los hombres corrientes sólo les valen como esclavos, sólo sirven para alimentarlos y vestirlos, para construir estos palacios hermosos, y para darse por satisfechos con los mendrugos de la beneficencia. «Tomad lo que os doy», ordena Frick. ¡Vaya, pero si aquí está su casa! Un lugar lujoso, con un jardín enorme, con establos y cuadra. Aquella cuadra de allí es más alegre y habitable que el hogar de la viuda. ¡Ay! la vida podría ser llevadera, hermosa. ¿Por qué no debería serlo? ¿Por qué tanto sufrimiento y lucha? Un día radiante, flores, todo lo que me rodea es bello. ¡Esto es la vida! Alegría y paz... ¡No! No habrá paz con gente como Frick y estos parásitos en carruajes que viven sobre nuestras costillas y chupan la sangre de los trabajadores. Fricks, vampiros, todos sin excepción —casi grito en voz alta— forman una sola clase. Todos confabulados contra mi clase, los jornaleros, los productores. Acaso una conspiración anónima, pero una conspiración en cualquier caso. Y las damas refinadas a caballo sonríen y ríen. ¿Qué significa el sufrimiento del pueblo para ellas? Es probable que se estén riendo de mí. ¡Reíd! ¡Reíd! Me despreciáis. Yo soy del Pueblo, pero vosotras pertenecéis a los Fricks. Bien, quizá nos llegue pronto la hora de reír...

      De regreso a Pittsburgh al anochecer, me llega la noticia de que las conversaciones entre la compañía Carnegie y el comité de los huelguistas se han abandonado con el rechazo de Frick a tomar en consideración las peticiones de los trabajadores de las fundiciones. ¡Se ha perdido la última esperanza! El amo ha resuelto aplastar a sus esclavos rebeldes.

      9. Pittsburgh y Allegheny, ciudades vecinas hasta 1906, año en que la primera anexionó a la segunda.

      4. El Attentat

      La puerta del despacho privado de Frick, a la izquierda de la recepción, se abre cuando aparece un encargado de color y puedo vislumbrar fugazmente, tras la mesa, una figura fornida de barba negra al fondo de la habitación.

      —El señor Frick está ocupado. No puede recibirle ahora, señor —dice el negro, antes de devolverme la tarjeta de visita.

      Cojo la cartulina, la devuelvo a mi maletín, y salgo despacio de la recepción. Pero enseguida vuelvo sobre mis pasos y paso por la puerta que separa los oficinistas de las visitas. Apartando al sorprendido guardia, entro en la oficina de la izquierda y me encuentro de bruces con Frick.

      Por un instante la luz del día, que entra a raudales por las ventanas, me deslumbra. Distingo dos hombres en el extremo opuesto de la larga mesa.

      «Fr...», empiezo. La mirada de terror en su rostro me deja sin palabras. Es el pavor ante la presencia consciente de la muerte. «Lo entiende», se me ocurre de repente. Con un gesto rápido, saco el revólver. Mientras alzo el arma, veo cómo Frick se agarra del brazo de la silla con ambas manos e intenta ponerse de pie. Apunto a su cabeza. «Tal vez lleva un chaleco antibalas», pienso. Con una mirada de terror, aparta la cabeza, mientras aprieto el gatillo. Hay un fogonazo y la estancia de altos techos retumba como si se hubiera disparado un cañón. Oigo un grito agudo y desgarrador y veo a Frick de rodillas, su cabeza apoyada en el brazo de la silla. Me siento tranquilo y en mis cabales, estoy concentrado en cada movimiento del hombre. Yace con la cabeza hundida bajo la enorme butaca, en silencio, inmóvil. «¿Muerto?», me pregunto. Debo cerciorarme. Nos separan unos ocho metros. Doy unos pasos en su dirección, cuando de repente el otro hombre, cuya presencia casi había olvidado, se abalanza sobre mí. Intento desembarazarme de él. Parece delgado y bajo. No querría herirlo; no tengo nada contra él. De repente oigo un grito: «¡Asesino! ¡Auxilio!». Mi corazón deja de latir cuando descubro que Frick está gritando. «¿Está vivo?», me pregunto. Me quito de encima al desconocido y disparo contra la silueta que se arrastra. El hombre me golpea la mano, ¡he fallado! Forcejeamos, peleamos por toda la habitación. Intento tirarlo al suelo, pero al descubrir un resquicio entre su brazo y su cuerpo, ajusto el revólver contra su costado y apunto a Frick, que está encogido detrás de la silla. Aprieto el gatillo. Se oye un clic, ¡pero no se produce ninguna explosión! Agarro al desconocido por el cuello, pero no logro liberarme, y de repente algo muy pesado me golpea la nuca. Unos dolorosos pinchazos me asaetan los ojos. Me desplomo, apenas soy consciente de que el arma se me cae de las manos.

      «¿Dónde está el martillo? ¡Dale, carpintero!». Una confusión de voces resuena en mis oídos. Pese al dolor lucho por levantarme. Siento encima de mí el peso de muchos cuerpos. Ahora... ¡la voz de Frick! ¿No está muerto? Me arrastro en dirección al origen del sonido, arrastrando conmigo el forcejeo de mis rivales. Tengo que sacar la daga de mi bolsillo... ¡Ya la tengo! Ataco las piernas del hombre que está cerca de la ventana con la daga, una y otra vez. Oigo que Frick grita de dolor —hay mucho ruido de pasos y gritos—, me tiran de los brazos, me los retuercen, antes de que me levanten a peso del suelo.

      Policías, oficinistas, empleados con el mono de trabajo, me rodean. Un policía me tira del pelo para levantarme la cabeza, y me veo en los ojos de Frick. Está frente a mí, apoyado en varios hombres. Su rostro es de un gris ceniciento, la negra barba está salpicada de rojo, y la sangre mana de su cuello. Por un instante, una extraña sensación, acaso de culpa, hace mella en mí. Pero enseguida me rebelo contra ese sentimiento, tan indigno de un revolucionario. Le miro directamente a los ojos con odio desafiante.

      —Señor Frick, ¿identifica a este hombre como su agresor?

      Frick asiente mostrando gran debilidad.

      A ambos lados de la calle se atestan gentes alborotadas. Un hombre joven, vestido de paisano, que acompaña a los policías, me pregunta, no sin cierta cordialidad:

      —¿Está herido? Está sangrando.

      Me paso la mano por la cara. No siento ningún dolor, pero tengo una extraña sensación en los ojos.

      —He perdido las gafas —comento, sin querer.

      —Estará de suerte, condenado, si no pierde la cabeza —replica un agente.

      5. El interrogatorio

      I

      El ruido metálico de las llaves se aleja y apaga, el ruido de pasos disminuye hasta desaparecer. Los agentes se han ido. Es un alivio estar solo. Las miradas insolentes y las preguntas estúpidas, las insinuaciones y las amenazas, ¡qué desagradable y tedioso resulta todo! Me domina una sensación de total indiferencia. Me tiendo en el banco de madera pegado a la pared y me duermo al instante.

      Me despierto con una sensación de fatiga y de frío en el cuerpo. Todo está en silencio y a oscuras. ¿Es de noche? Palpo a ciegas, vacilante. Algo húmedo y pegajoso me roza la mejilla. Me aparto presa de un repentino temor. La celda huele a humedad y moho; el aire hediondo me da náuseas. Despacio, mi pie tienta el suelo al inclinarme hacia delante con todos mis sentidos vigilantes. Me agarro a los barrotes. El tacto del hierro me tranquiliza. Me quedo pegado a la puerta, con la boca en la estrecha abertura, me falta el aliento, respiro deprisa. Tengo calor, estoy transpirando. Mi garganta no puede estar más seca. No puedo tragar. «¡Agua! ¡Quiero agua!» La voz me asusta. ¿Soy yo quien acaba de hablar? Llega un ruido, se refuerza de galería en galería, y golpea la esquina de enfrente bajo el techo, ahora desciende penosamente, golpea en huecos lejanos, y cesa de repente.

      —¡Eo! ¿Por qué te

Скачать книгу