Memorias de un anarquista en prisión. Berkman Alexander

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Memorias de un anarquista en prisión - Berkman Alexander General

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parte.

      El despertar y su tributo

      1. La llamada de Homestead

      I

      —¿Lo has leído? —grita, enarbolando un periódico medio abierto.

      —¿De qué se trata?

      Habla deprisa y con la voz entrecortada. Sus palabras suenan como el lamento de un animal herido, su voz melodiosa no puede ocultar la aspereza de su amargura, la amargura de una agonía de­sesperada.

      Le arranco el periódico de las manos. Mi emoción va en aumento a medida que me adentro en el vívido relato del espantoso combate, la huelga de Homestead o, mejor dicho, el cierre patronal. El relato describe el complot por parte de la compañía Carnegie para aplastar a la Asociación Reunida de los Trabajadores del Hierro y el Acero; la designación, con ese propósito, de Henry Clay Frick, cuya hostilidad hacia el proletariado es implacable; sus preparativos militares en secreto cuando fingía proseguir las negociaciones con la Asociación; la fortificación de las acerías de Homestead; la construcción de una empalizada rematada con alambre de púa y provista de aspilleras para los francotiradores; la contratación de un ejército de matones de la Pinkerton; el intento de introducirlos a hurtadillas en Homestead a altas horas de la noche; y finalmente la terrible matanza.

      Le doy el periódico a Fedya. La Muchacha me mira. Permanecemos sentados en silencio, cada uno absorto en sus propios pensamientos. Sólo de vez en cuando intercambiamos alguna palabra o una mirada expresiva, inquisitiva.

      II

      El calor es asfixiante en el tren. El ambiente está muy cargado de humo de tabaco; la bulliciosa conversación de unos hombres jugando a cartas me saca de quicio. Me vuelvo hacia la ventana. La ráfaga de aire perfumado, henchida con la generosa fragancia del heno recién segado, resulta balsámica y reparadora. Bosques verdes y campos amarillos trazan un círculo a lo lejos, se ensortijan, cada vez más cerca y, entonces, pasan volando y ceden su lugar a nuevos círculos de campos y bosques. El país parece joven y atractivo bajo los primeros rayos de sol. Pero mis pensamientos giran alrededor de Homestead.

      La gran batalla ya se libró. Nunca antes, en toda su historia, los obreros americanos habían logrado una victoria tan señalada. Con la fuerza de sus brazos, los trabajadores de Homestead han conseguido que unos trescientos Pinkertons se rindan, la rendición más deshonrosa e ignominiosa. ¡Qué humillante derrota para los poderes establecidos! ¿O es que los jenízaros de Pinkerton no representan la autoridad organizada, siempre dispuestos a aplastar a los jornaleros en beneficio de los explotadores? El imprevisto despertar caerá con todo su terror sobre los enemigos del pueblo. Pero el pueblo, los trabajadores de América, ha saludado con alborozo a los hombres rebeldes de Homestead. Los trabajadores del acero no fueron los agresores. Con resignación trabajaron sin descanso y sufrieron. De su carne y de sus huesos prosperó la gran industria del acero; con su sangre engordó la poderosa Carnegie Company. Y aun así esperaron pacientemente un mejor reparto de la riqueza que estaban creando. Como un trueno en un día soleado cayó el golpe: ¡se proponían bajar los salarios! Los magnates del acero rechazaron terminantemente continuar con la escala móvil de salarios que se había acordado como una garantía de paz. La firma Carnegie desafió a la Asociación con la propuesta de unas condiciones que sabía que los trabajadores no podrían aceptar. Previendo el rechazo, se exhibió con unos preparativos más propios de una guerra para aplastar al sindicato con su talón de hierro. El pérfido Carnegie se amilanó. Acababa de proclamar a los cuatro vientos la santa palabra de la buena voluntad y la armonía. «Sentaría como una máxima», había declarado, «que nada puede excusar una huelga o un cierre patronal hasta que el arbitrio de las desavenencias haya sido propuesto por una de las partes y rechazado por la otra. El derecho de los trabajadores a asociarse y formar sindicatos no es menos sagrado que el derecho del fabricante de crear asociaciones y conferencias con sus semejantes, y tarde o temprano deberá concederse. Los fabricantes deberían llegar a algo más que un compromiso con sus hombres.»

      Con su labia el gran filántropo convenció a los trabajadores de que refrendasen el aumento de los aranceles. Toda vez que había conseguido la protección de sus fundiciones, Andrew Carnegie obtuvo una reducción de los impuestos sobre los lingotes de acero como recompensa por su generosa contribución a la campaña de los republicanos. Con un control total sobre el mercado de los lingotes de acero, la Carnegie maquinó la depresión de los precios como aparente consecuencia de la rebaja de los impuestos. Pero el precio de mercado de los lingotes era el único criterio para los salarios de las fundiciones de Homestead. ¡Los sueldos de los trabajadores tienen que reducirse! La propuesta por parte de la Asociación de arbitrar la nueva escala salarial fue despreciada y rechazada: nada había que arbitrar; los hombres deben someterse incondicionalmente; había que aniquilar el sindicato. Y Carnegie designó a Henry C. Frick, el sanguinario Frick de las regiones del coque, para ejecutar el programa.

      ¿Acaso los oprimidos tendrán que doblegarse siempre? Los hombres de Homestead se rebelaron; los trabajadores de las fundiciones rechazaron el despótico ultimátum. Entonces cayó sobre ellos la mano de Frick. ¡La guerra había empezado! La cólera barrió el país. A lo largo y ancho de estas tierras, se censuró con toda el alma la actitud de la Carnegie Company, y la despiadada brutalidad de Frick fue execrada por todo el mundo.

      No podía quedarme al margen. La hora era urgente. Los jornaleros de Homestead habían desafiado al opresor. Se estaban despertando. Pero los trabajadores del acero mostraban una rebeldía ciega. Sólo la visión del anarquismo podía imbuir su descontento de un objetivo revolucionario consciente; sólo el anarquismo podía dar alas a las aspiraciones de los obreros. La propagación de nuestras ideas entre el proletariado de Homestead iluminaría la gran lucha, contribuiría a clarificar las cuestiones sobre la mesa y a señalar el camino hacia una emancipación final completa.

      Un resquemor febril consumía mis días. La conmovedora llamada, «¡Despertad obreros!», incendiaría los corazones de los desheredados y les inspiraría los actos más nobles. Llevaría a los oprimidos el mensaje del Nuevo Día y les prepararía para la Revolución Social en ciernes. Homestead sería el resplandor rosado del Amanecer glorioso. ¡Cómo me enojaban los obstáculos que mi proyecto encontraba! Dificultades imprevistas entorpecían cada uno de mis pasos. Los esfuerzos por conseguir traducir mi octavilla a un inglés popular resultaron infructuosos. Distribuir un llamamiento tan exaltado me pondría en peligro, protestaba mi amigo. Con impaciencia desestimé sus objeciones. ¡Como si las consideraciones de orden personal pudieran pesarse, siquiera por un instante, en la balanza de la gran causa! Pero en vano discutí y defendí mi postura. Y entre tanto se perdía un tiempo precioso, y nuevos obstáculos me cerraban el paso. Corría como un poseso del impresor al cajista, suplicando, implorando. Nadie osaba imprimir el llamamiento. Y el tiempo volaba. De pronto centellearon las noticias de la matanza cometida por los Pinkerton. El mundo se quedó horrorizado.

      El tiempo de los discursos había pasado. A lo largo y ancho de estas tierras los jornaleros se hicieron eco del desafío de los hombres de Homestead. Los trabajadores del acero se habían reunido valientemente para acometer la defensa; de la ciudad llegaban los asesinos de la Pinkerton. Pero desde las riberas de Monongahela clamaba con toda su aliento la sangre de las víctimas del Dios Dinero. Clama con toda su fuerza. Es la llamada del pueblo. ¡Ah, el pueblo! El pueblo grande, misterioso, y aun así

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