En Sicilia con amor. Catherine Spencer
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–Será mejor que así sea –dijo.
–¿Le apetece beber algo antes de cenar? –preguntó Raffaello, señalando el bar de la suite.
–Tomaré un vino que sea suave, por favor.
–Así que… –comenzó a decir él, sirviéndole vino a ella y un whisky para sí mismo– hábleme de usted, signora. Sólo sé que mi difunta esposa y usted eran grandes amigas, así como que usted se ha quedado viuda y que tiene un niño pequeño.
–Pues ya es bastante más de lo que yo sé de usted, señor Orsini –contestó ella–. Y como no sé de qué trata esta reunión, preferiría que fuéramos al grano en vez de perder el tiempo contándole la historia de mi vida… historia que estoy segura no tiene el menor interés en escuchar.
Raffaello se acercó a Corinne y le dio el vaso de vino que le había servido. Entonces levantó su vaso de whisky a modo de brindis silencioso.
–Se equivoca. Por favor, comprenda que tengo una razón legítima y convincente para querer saber más de usted –aseguró.
–Está bien. Entonces comprenda que hasta que no comparta esa razón conmigo no voy a satisfacer su curiosidad. No sé cómo son las cosas en Sicilia, pero aquí ninguna mujer con un poco de sentido común accede a verse a solas con un hombre que no conoce en su habitación de hotel. Si hubiera sabido que éste era su plan, no habría venido.
Corinne dejó su vaso sobre la mesa de la suite y miró su reloj.
–Tiene exactamente cinco minutos para explicarse, señor Orsini. Después me marcho de aquí.
–Puedo ver por qué mi esposa y usted eran tan buenas amigas –comentó Raffaello–. Ella también iba directa al asunto. Era una de las muchas cualidades que yo admiraba en ella.
–Le quedan cuatro minutos y medio, señor Orsini, y ya estoy perdiendo la paciencia.
–Muy bien –dijo él, agarrando una carpeta de cuero que había dejado sobre la mesa. De ella sacó una carta–. Esto es para usted. Creo que su contenido le resultará muy claro.
Ella miró brevemente la carta, que estaba escrita a mano, y palideció.
–Es de Lindsay.
–Sí.
–¿Cómo sabe de qué trata?
–La he leído.
–¿Quién le dio el derecho? –exigió saber Corinne, sonrojándose.
–Me lo di yo mismo.
–Recuérdeme que no deje correspondencia privada cuando usted esté alrededor –dijo ella con la indignación reflejada en los ojos.
–Lea su carta, signora, y entonces le permitiré leer la mía. Tal vez cuando lo haya hecho sentirá menos hostilidad hacia mí y comprenderá mejor por qué he venido hasta aquí para conocerla.
Corinne le dirigió una última mirada dubitativa antes de centrar su atención en la carta. Al principio sujetó la hoja con firmeza, pero cuando terminó de leer le temblaba la mano.
–¿Bueno, signora?
–Esto es… ridículo. Lindsay no podía haber estado en sus cabales cuando lo escribió –contestó ella con la impresión reflejada en los ojos.
–Mi esposa estuvo lúcida hasta el final. La enfermedad dañó su cuerpo, no su mente –dijo Raffaello, acercándole su propia carta–. Aquí está lo que me pidió a mí. Ambas cartas fueron escritas el mismo día. La mía es una copia de la original. Si lo desea, puede quedársela para leerla con más calma.
A regañadientes, Corinne tomó la segunda carta, la leyó rápidamente y se la devolvió a él.
–Me cuesta creer que Lindsay sabía lo que estaba pidiendo –dijo, incrédula.
–Analizándolo fríamente tiene cierto sentido.
–No, para mí no –respondió ella rotundamente–. Y no puedo creer que para usted lo tenga, de lo contrario me las hubiera enseñado antes. Estas cartas fueron escritas hace más de tres años. ¿Por qué ha esperado hasta ahora para enseñármelas?
–Yo mismo las descubrí por accidente hace pocas semanas. Lindsay las había metido dentro de un álbum de fotografías y tengo que admitir que cuando las leí por primera vez mi reacción fue muy parecida a la de usted.
–Espero que no esté queriendo decir que ahora está de acuerdo con los deseos de Lindsay.
–Por lo menos requieren que los consideremos.
Corinne Mallory tomó su vaso de vino.
–Finalmente quizá vaya a necesitar algo más fuerte que esto.
–Comprendo que acostumbrarse a la idea requiere tiempo, signora Mallory, pero espero que no la desestime sin pensarlo. Desde un punto de vista práctico, un acuerdo como ése tiene muchas cosas buenas.
–No tengo intención de ofenderle, señor Orsini, pero si realmente cree eso, no puedo evitar pensar que está un poco loco.
–No tiene razón… y pretendo convencerla de ello durante la cena –aseguró él, sonriendo.
–Después de leer estas cartas, no sé si cenar con usted es tan buena idea.
–¿Por qué no? ¿Tiene miedo de que le haga cambiar de idea?
–No –contestó Corinne, completamente convencida.
–¿Entonces cuál es el problema? Si al final de la cena usted sigue pensando lo mismo, no trataré de persuadirla. Yo también tengo dudas y no estoy convencido de la viabilidad de las peticiones de mi esposa. Pero en honor a su memoria, lo menos que puedo hacer es intentarlo. Ella no esperaría menos de mí… ni, me atrevo a señalar, de usted.
–Está bien –concedió Corinne Mallory tras unos segundos–. Está bien, me quedaré… por Lindsay, porque esto significaba tanto para ella. Pero, por favor, no albergue ninguna ilusión de que cumpliré sus deseos.
Raffaello levantó su vaso de nuevo.
–Por Lindsay –concedió, señalando el comedor de la suite al oír que llamaban a la puerta–. Ésa será nuestra cena. Pedí que la sirvieran aquí. Ahora que usted conoce el asunto a tratar, seguro que estará de acuerdo en que no es algo que deba discutirse en público.
–Supongo que tiene razón –contestó ella, mirando a su alrededor–. ¿Hay algún lugar donde pueda refrescarme antes de sentarnos a cenar?
–Desde luego –respondió él, indicándole el cuarto de baño de invitados–. Tómese su tiempo, signora. Supongo que el chef y su personal necesitarán unos minutos para prepararlo todo.
¡Corinne necesitaba mucho más que unos minutos para recomponerse! Cerró la puerta del cuarto de baño y se miró en el espejo. Ruborizada, vio que tenía