En Sicilia con amor. Catherine Spencer
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–Ellos merecen lo mejor que podamos darles… y eso no incluye que sus padres se casen por las razones equivocadas.
–Eso sería cierto si nos estuviéramos engañando a nosotros mismos haciéndonos creer que nuestros corazones están comprometidos, signora, lo que no es cierto. En vez de eso estamos tratando este tema de una manera inteligente. Y eso, según mi opinión, aumenta las posibilidades de que la unión funcione.
–¿De una manera inteligente? –repitió Corinne. Casi se ahoga con el café que se estaba tomando–. ¿Es así como lo define?
–¿De qué otra manera podría hacerlo? Después de todo, no es como si alguno de los dos estuviera buscando amor en un segundo matrimonio ya que ambos encontramos, y perdimos, a nuestras almas gemelas la primera vez. No albergamos ninguna ilusión romántica. Solamente estamos interesados en un contrato para mejorar la vida de nuestros hijos.
Nerviosa, Corinne se levantó y se acercó a la ventana.
–Ha omitido mencionar de qué manera me voy a beneficiar yo económicamente de tal acuerdo.
–Apenas lo considero suficientemente importante como para prestarle atención.
–Lo es para mí.
–¿Por qué? ¿Porque piensa que se la está comprando?
–Entre otras cosas, sí.
–Eso es ridículo.
–Finalmente estamos de acuerdo en algo –respondió ella, encogiéndose de hombros–. De hecho, toda la idea es ridícula. La gente no se casa por ese tipo de razones.
–¿Por qué se casa?
–Bueno, como bien ha señalado usted antes, por amor.
En realidad, lo que ella había creído que era amor había resultado ser lujuria. Encaprichamiento. Una ilusión. Lo único bueno que había resultado de su matrimonio había sido Matthew y si Joe hubiera vivido, ella sabía que habrían terminado divorciándose.
Desde el otro lado de la habitación, la hipnotizadora voz de Raffaello Orsini rompió el silencio.
–En esta ocasión también se estaría casando por amor. Por amor hacia su hijo. Piense en él, cara mia. Imagínese su risa mientras corre y juega en un enorme jardín, mientras construye castillos de arena en una playa segura y aislada. Imagínese a usted misma viviendo en una amplia villa sin problemas económicos y con todo el tiempo del mundo para dedicarle a su hijo. Y entonces dígame, si se atreve, que nuestra unión es una idea tan mala.
Aquel hombre le estaba ofreciendo a Matthew más de lo que ella jamás podría incluso soñar con darle. Y, aunque el orgullo le ponía muy difícil aceptar aquello, como madre tenía que preguntarse si tenía el derecho de privar a su hijo de una vida mejor. Pero venderse al mejor postor… ¿en qué clase de mujer se convertiría?
–Señor Orsini, se ha esmerado usted mucho en explicarme cómo me beneficiaría el acuerdo, pero… ¿qué obtiene usted de él? –le preguntó, observando de reojo cómo él se acercaba al bar y servía dos copas de coñac.
–Cuando Lindsay murió… –contestó Raffaello, acercándose entonces a Corinne y ofreciéndole una de las copas– mi madre y mi tía se mudaron a mi casa para cuidar a Elisabetta y, si tengo que ser sincero, para cuidarme a mí también. En aquella época yo estaba demasiado enfadado y ensimismado en mi propio dolor como para ser la clase de padre que mi hija merecía. Estas dos buenas mujeres dejaron su vida a un lado y se dedicaron a nosotros.
–Tuvo usted mucha suerte de que ellas estuvieran allí cuando las necesitó.
–Tuve mucha suerte, sí, y también les estuve muy agradecido –respondió él con cierta reserva.
–¿Pero…? –preguntó ella, mirándolo fijamente.
–Pero han mimado tanto a Elisabetta que se está convirtiendo en una niña difícil de controlar y yo no sé cómo ponerle fin a la situación sin herir los sentimientos de mi madre y de mi tía. Mi hija necesita mano firme, Corinne, y yo no lo estoy haciendo muy bien, en parte porque mi trabajo me exige que esté fuera de casa frecuentemente, pero también porque… porque soy un hombre.
Al percatarse de que él la había llamado por su nombre, Corinne sintió un gran placer y no supo qué decir. Pero decidió también tutearle.
–Ya me he dado cuenta, Raffaello –dijo. Pero entonces, consternada ante la manera en la que él pudiera interpretar aquello, se apresuró a explicarse–. Lo que quiero decir es que como la mayoría de los hombres parece que piensas que porque digas algo se tiene que cumplir.
Él se rió ante aquello.
–Tú has leído las cartas de Lindsay y sabes lo que quería. Lo que tú puedes hacer por mí, Corinne, es cumplir sus últimos deseos y ocupar su lugar en la vida de Elisabetta. Convertir a mi hija en la clase de mujer de la que su madre se sentiría orgullosa. No será una tarea fácil, te lo aseguro. A lo que yo te ofrezco se le puede poner un precio, pero es imposible ponerle precio a lo que tú me puedes ofrecer a mí.
–Eres muy persuasivo, pero los hechos son los hechos; la logística hace que la idea no sea práctica.
–Cifra una cantidad.
–He firmado un contrato de arrendamiento por mi casa.
–Yo lo pagaré por ti.
–Tengo obligaciones… deudas.
–Yo te liberaré de ellas.
–No quiero tu dinero.
–Lo necesitas.
–¿Y si no te gusta mi hijo? –preguntó ella, adoptando una táctica diferente.
–¿Crees que a ti no te gustará mi hija?
–¡Por Dios! Es sólo una niña. Una pequeña inocente.
–Exactamente –contestó él–. Nuestros hijos son inocentes y nosotros somos sus tutores legales.
–Tú esperarías que yo desbaratara la vida de mi hijo y que me fuera a vivir a Sicilia.
–¿Qué te retiene aquí? ¿Tus padres?
En realidad no era así ya que ellos se habían desencantado de ella cuando todavía era una quinceañera. No les había gustado la idea de que su hija se convirtiera en chef.
Pero aquello no había sido nada comparado con la reacción que éstos habían tenido cuando Joe había entrado en la vida de su hija. Incluso la habían amenazado con dejarla sola.
–No –contestó–. Se marcharon a vivir a Arizona y rara vez nos vemos.
–¿Estás distanciada de ellos?
–Más o menos –respondió ella sin entrar en detalles.
Raffaello se acercó a Corinne y le puso una mano en el hombro.