Verano venenoso. Ben Aaronovitch

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Verano venenoso - Ben  Aaronovitch Ríos de Londres

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      —La temporada de caza del urogallo empezó el lunes pasado —comentó Dominic.

      De repente, me pregunté si los contemporáneos de Nightingale se habrían tomado la molestia de usar las armas o si simplemente habrían trotado por el campo lanzando bolas de fuego. «¡Anda! ¡Buen lanzamiento, Thomas! ¡Qué buen tirador, por Dios!» Caí en la cuenta de que ahora mismo estaba a menos de media hora de distancia en coche del hombre que podría aclarármelo, si antes de eso no recibía las picaduras mortales de sus abejas en el umbral de su puerta.

      —¿Qué cojones…? —dijo Dominic, y se irguió para mirar hacia la parte delantera del bungaló.

      Me uní a él justo a tiempo de ver una columna de vehículos que rugieron al pasar por la carretera frente a la casa. Reconocí un Peugeot azul que había visto en el aparcamiento público de la comisaría de Leominster, así como un coche de cinco puertas verde y abollado. Un par de motos con fotógrafos en el asiento trasero pasaron a toda velocidad, seguidas de más coches y una furgoneta con una parabólica. Era el grupo de la prensa en acción y, sinceramente, eran todo un espectáculo, como una versión pija de Mad Max.

      —Mierda —espetó Dominic—. Han debido de enterarse de algo.

      Intercambiamos una mirada; a ninguno de los dos nos hacía gracia lo que aquello podía suponer. Dominic sacó el móvil y llamó a la oficina de investigación externa. Tras hablar con ellos un minuto, su rostro se relajó; no habían encontrado ningún cuerpo. Me miró y, a continuación, le dijo a quienquiera con quien estuviera hablando, que sí, que yo estaba allí y que estaba listo para entrar en acción en cuanto me indicaran la dirección.

      —Quieren que vayas a casa de los Marstowe ahora mismo —me indicó—. Antes de que el ruidoso rebaño vuelva a toda prisa.

      —¿Han encontrado algo? —pregunté.

      —Nada en absoluto —respondió Dominic—. Ese es el problema.

      ***

      Incluso con todas las ventanas abiertas, el ambiente en la cocina de los Marstowe era sofocante y olía a madera prensada caliente. La sargento Cole había pedido que Joanne y su marido se sentaran en un lado de la mesa y nosotros nos acomodamos en el otro. Ethan dormía arriba y habían enviado a Ryan y Mathew a pasar la tarde con una tía que vivía en Leominster.

      —¿Qué ha ocurrido? —preguntó Andy Marstowe en cuanto tuvimos las piernas bajo la mesa.

      Era un hombre bajito, solo un poco más alto que su mujer y con esa clase de constitución sólida que se espera de una persona que lleva toda la vida realizando tareas manuales. Tenía el mentón picudo y unos ojos pardos hundidos. Empezaba a tener unas entradas pronunciadas en su cabellera de color castaño claro y saltaba a la vista que había decidido hacer de tripas corazón y se había cortado al mínimo lo que le quedaba. Parecía el clásico psicópata enano con los que temía encontrarme cuando me tocaba el turno de noche en el Soho, aunque suus ojos no reflejaban violencia ni enfado, solo miedo.

      —Primero —dijo Cole—, permitidme aseguraros que no hemos encontrado ningún indicio de que Hannah o Nicole estén heridas. —Ni Andy ni Joanne parecían sentirse particularmente más tranquilos—. Por los general, no nos habríamos tomado la molestia de avisaros sobre este asunto, pero, por desgracia, los medios se han enterado y queríamos que tuvierais todos los datos antes de que ellos den su versión distorsionada.

      El grupo de periodistas había vuelto al pueblo menos de diez minutos después de haberse marchado. Muertos de calor, subieron corriendo la calle sin salida como si una marea les pisara los talones y solo llegaron al borde del seto, donde hacía guardia una agente especial llamada Sally Donnahyde, que también era profesora de primaria y estaba decidida a ignorar a la panda de periodistas. La cocina estaba en la parte trasera de la vivienda, pero aun se oía el murmullo incesante, como si fueran las olas de una playa de guijarros.

      Los padres se removieron en sus asientos y se abrazaron a sí mismos.

      —Hemos descubierto una mochila infantil nada más salir de la carretera B4362, a unos trescientos cincuenta metros del punto de reunión. Pero enseguida ha resultado evidente que el objeto llevaba allí tirado al menos diez años, por lo que no creemos que esté relacionado con el caso.

      Andy relajó los puños y Joanne exhaló. La sargento Cole abrió la funda de su tableta y les mostró una fotografía de la mochila. Estaba colocada sobre un plástico y tenía una regla al lado para mostrar la escala. La mochila era de plástico transparente y, aunque estaba gastada por los años y el abandono, era evidente que alguien se había llevado lo que contuviera. Cole preguntó, por pura rutina según dijo, si alguno de los dos la reconocía.

      Contestaron que no, pero tuve la sensación de que Joanne dudaba un poco antes de responder. A continuación, se levantó de un salto y nos preguntó si queríamos té. Cole aprovechó la oportunidad para informarles sobre el estado actual de la búsqueda. Andy se mostró inquieto durante toda la explicación y, en la primera pausa que se produjo, dijo que, si eso era todo, le gustaría regresar ya con el equipo de búsqueda, muchas gracias. Entonces, ignoró o no se percató de la mirada de enfado de su mujer, se levantó y se marchó.

      Me hubiera gustado tener la oportunidad de hablar con Cole sobre el titubeo de Joanne, pero era evidente que la sargento no quería dejarla sola. Aunque me pregunté si debía presionar yo mismo a Joanne, habría sido un error adelantarse a un superior. Probablemente no era nada…, pero podía estar equivocado.

      —No lo asume —dijo Joanne una vez se aseguró de que su marido se había marchado—. Así que se mantiene ocupado.

      —No creo que haya una forma de «asumirlo», Jo —respondió Cole.

      —Peter —dijo Joanne de repente, volviéndose hacia mí—. Dígame la verdad, ¿qué posibilidades hay de encontrarlas?

      Cole me miró también. Intenté no sentirme presionado.

      —Creo que hay posibilidades de que las encontremos —contesté.

      —¿Por qué lo crees? —Los ojos de Joanne se salían de las orbitas; estaba visiblemente desesperada.

      —Porque se escaparon juntas —repuse—. Si alguien les hubiera hecho daño por los alrededores, a estas alturas ya tendríamos una pista. Y si hubiera sido alguien de fuera, lo habríamos visto entrar en el pueblo.

      Joanne se sosegó. La verdad es que aquello no eran más que gilipolleces. Gilipolleces sin sentido, me atrevería a decir. Pero no daba la impresión de que Joanne quisiera que le ofreciese datos, simplemente buscaba una excusa para no derrumbarse.

      No obstante, aquella conversación me dejó un regusto amargo en la boca.

      De repente, sonó un tono de llamada pasado de moda que viene preestablecido en la mayoría de los teléfonos móviles. Sonó tres veces antes de que recordara que había cambiado el tono del mío —el tema de El Imperio contrataca, porque nadie quiere que esa cancioncita suene delante de los miembros de una familia angustiada— y tuve que darme prisa para responder antes de que saltara el contestador.

      Cuando contesté, una mujer alegre me pidió que le confirmara que yo era Peter Grant. Tras hacerlo, me informó de que era la asistente personal del jefe Windrow y me pidió que fuera a su despacho, porque el inspector jefe quería hablar conmigo.

      —¿Cuándo? —pregunté.

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