Verano venenoso. Ben Aaronovitch
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Читать онлайн книгу Verano venenoso - Ben Aaronovitch страница 17
—¿Quién suele venir por este camino? —pregunté.
—Paseadores de perros —dijo Dominic.
—Excursionistas —añadió Stan.
—Turistas —prosiguió Dominic, y me explicó que formaba parte del sendero Mortimer, que discurría desde Ludlow, al noreste, a lo largo de la cordillera que bordeaba Rushpool, bajaba hasta Aymestrey, donde cruzaba el río Lugg, y, después, subía hasta Wigmore, conocida en las canciones y las fábulas como el asentamiento ancestral de la familia Mortimer. Aparte de que fueron señores de las Marcas10 durante la Edad Media y de que tuvieron un papel importante en la Guerra de las Rosas, Dominic no tenía muy claro quiénes eran los Mortimer.
—Los estudié en el colegio —dijo—, pero lo he olvidado casi todo.
El sendero era popular entre la gente a la que le gustaba ir de excursión por su terreno relativamente accesible y por la cantidad de excelentes pubs que había en su recorrido.
—Y entre los ufólogos —dijo Stan.
—Sí, es un sitio muy popular —reconoció Dominic.
—Una zona de avistamiento —añadió la mujer.
Diez años antes, se habían producido varios; se habían visto unas luces en el cielo, varios coches se habían averiado misteriosamente y alguien había abusado sexualmente de una vaca, aunque Dominic reconoció que podía haber otra explicación para esto último.
—Celebrábamos fiestas alienígenas —comentó Dominic.
En estas juergas temáticas, al parecer, se bebía la tradicional sidra barata, había vómitos y algún que otro besuqueo; con algo de suerte, no en ese orden.
—¿Has tenido algún encuentro con alienígenas? —le pregunté a Stan antes de poder contenerme.
—Sí —dijo—, pero no me gusta hablar del tema.
Llegamos adonde habíamos aparcado la Nissan. Dominic se ofreció a llevar a Stan, pero esta respondió que no le importaba volver a casa caminando. Vivía con su familia al otro lado de las colinas, junto a una aldea llamada Yatton. La observé mientras se alejaba dando tumbos camino abajo y zigzagueaba y se detenía cada poco tiempo para orientarse.
—Se golpeó la cabeza con un árbol y estuvo seis meses en el hospital —dijo Dominic—. Los médicos alucinaron cuando la vieron salir de allí por su propio pie. Ha tenido mucha suerte.
«Sí —pensé—, es una colega por la que lo darías todo».
A pesar de que Dominic había aparcado una parte del vehículo en la sombra, una ráfaga de aire caliente y fétido nos golpeó en la cara cuando abrimos las puertas. Bajo el aroma a mierda reseca, percibí también un olor a verduras podridas y plástico medio derretido.
—Dios, Dominic, ¿a qué se dedica tu novio?
—Es granjero —dijo, como si eso lo explicara todo.
Dejamos las puertas del coche abiertas para que la Nissan se aireara mientras Dominic llamaba por radio. Para mi sorpresa, su Airwave tenía mucha mejor cobertura que cualquiera de nuestros móviles. Estaba tan sediento que me estaba mentalizando para armarme de valor y coger la botella de agua que tenía dentro de la furgoneta cuando Dominic bajó la radio e hizo una señal para que me acercara.
—¿Esperas algún paquete? —preguntó.
***
La madre de Dominic era una mujer rellenita que apenas me llegaba al pecho. Tenía el pelo castaño con alguna que otra cana y lo llevaba recogido a la altura de la nuca en un moño despeinado. Saltaba a la vista que le había dado el sol estival porque tenía la piel morena y lucía marcas de crema solar en los pómulos. Salió a toda prisa del bungaló en cuanto Dominic aparcó fuera y me tendió enérgicamente la mano para que se la estrechara. Tenía la piel cálida y suave como la franela y los huesos que había debajo parecían delicados como los de un pajarillo.
—Me alegro de conocerte por fin. —Le costaba respirar. Era como si la corta carrera que se había dado desde la puerta principal la hubiera dejado sin aire—. ¿Estás a gusto en la habitación?
—Es perfecta —contesté.
Asintió y retiró la mano. Le di un momento para que recuperara el aliento antes de preguntarle por los paquetes. Señaló la zona asfaltada que había junto a la puerta principal, donde se encontraban, uno al lado del otro, dos baúles antiguos forrados de cuero granate.
Suspiré y le pedí a Dominic que me ayudara.
—Joder —dijo cuando intentó levantar un extremo—. ¿Cuánto tiempo tienes pensado quedarte?
—Es cosa de la criada —dije—. Se deja llevar.
Dominic me miró con extrañeza.
—¿La criada?
—No es mi criada —expliqué mientras intentaba no derribar un gnomo de jardín—. Es la criada de nuestra comisaria —dije, lo que resultó incluso más chocante.
—Ya —respondió Dominic—. Bueno, la comisaría de Leominster tiene sillones de masaje la sala de descanso.
—¿Sillones de masaje?
—Sí, ya sabes, de esos en los que te sientas en ellas y vibran —repuso—. Es muy relajante.
Hacía tanto calor en mi habitación, también conocida como el establo, que, en cuanto dejamos los baúles, volvimos al exterior para beber de la jarra de limonada casera de la madre de Dominic. Cuando el ambiente del interior se hubo refrescado, Dominic y yo echamos un vistazo al primero de los baúles. La primera capa consistía, gracias a Dios, en más o menos la mitad de las prendas de mi armario, recién lavadas y con los pliegues tan planchados que parecían el filo de una navaja, lo que queda un poco extraño en las sudaderas. El baúl venía equipado con una serie de prácticos cajones y compartimentos que contenían un hornillo de latón en miniatura, con una cacerola y una tetera a juego y un estuche de cuero con una navaja de afeitar, una brocha y una pastilla de jabón que olía a almendras y ron. Me pregunté si todos aquellos artículos eran de Nightingale o si Molly los había pescado de algún rincón La Locura. Probablemente muchos hombres habían dejado allí sus pertenencias en 1944, creyendo que regresarían.
Dejé el set de afeitado donde lo había encontrado.
El segundo baúl contenía una chaqueta de caza de tweed, un chaleco amarillo a juego, una gabardina vintage de Burberry, botas de montar, una banqueta de lona verde y un bastón que, al desplegarse, se convertía en una silla. No fue una sorpresa, por lo tanto, encontrar en el fondo, desmontadas dentro de su propio estuche de roble y cuero, un par de escopetas de cañón basculante y recámaras de cinco centímetros. A juzgar por el grabado del mecanismo, eran las Purdey que Nightingale guardaba en un estuche cerrado con llave en la sala de billar.
Miré a Dominic. Los ojos se le salían de las órbitas.
—Tú