Verano venenoso. Ben Aaronovitch
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Cuando era pequeño, mi madre volvió a Sierra Leona con maletas llenas de regalos y baúles repletos de tanta ropa «casi nueva» como para haber provisto a una filial de Oxfam durante un año y medio. En el último momento, quizá para asegurarse de que le permitían llevar más equipaje, decidió que viajara con ella. No recuerdo mucho de ese viaje, pero mi madre tiene varios álbumes colmados exclusivamente de fotografías mías en las que o aparezco solemne o aterrado, mientras una sucesión de parientes me pasa de unos brazos a otros. Una cosa que sí que recuerdo es mirar el cielo nocturno y verlo atravesado por un río de estrellas.
Esa misma noche, vi lo mismo: una corriente trenzada de luz formó un arco sobre mi cabeza mientras un cuarto de la luna cruzaba el horizonte. Durante un instante, creí haber olido algo dulce y ligeramente fermentado, y la luz de la luna me hizo pensar que el campo vacío que había tras el jardín de la madre de Dominic estaba repleto de árboles. Pero en cuanto encendí las luces del establo, estos desaparecieron.
3. Flexibilidad operacional
El sol se alzó antes de las seis de la mañana. Permanecí tumbado sobre la colcha y observé los rayos de luz que se colaban por los huecos que había entre las cortinas y las paredes. Había dejado la Airwave a mi lado toda la noche, sobre la almohada, y junto con el cántico de los pájaros, había escuchado la puesta en marcha y los parloteos de los equipos de búsqueda. Era el tercer día, las chicas seguían desaparecidas y me pregunté qué coño hacía yo.
En ausencia de un café, me duché. Para cuando estaba vestido, Dominic me había escrito para decirme que venía de camino. El aire aún era fresco, pero el sol ya absorbía la humedad de los campos y no hacía falta morder una paja para saber que sería otro día caluroso.
Cinco minutos después, Dominic apareció equipado con una furgoneta Nissan de hace diez años pintada de un color caqui fuera de lo común, cubierta hasta los arcos de las ruedas de barro seco y a la que habían golpeado aleatoriamente con un mazo para darle ese aspecto de vehículo artillado somalí. Me descubrí a mí mismo comprobando si había alguna sujeción para montar una metralleta de calibre cincuenta en la parte de atrás.
—Es de mi chico —dijo Dominic—. La compró de segunda mano.
—¿A quién? —pregunté—. ¿A Al Shabaab?
Dominic me miró con una expresión vacía y después me preguntó si entendía lo que era un «colega».
Asentí. Lo entendía perfectamente. Un colega era una persona a la que conocías incluso antes de que a tu orientador vocacional se le ocurriera que podías convertirte en policía. Algunos quebrantan las leyes y otros esperan que mires para otro lado. A menos que seas un cabrón insensible, habrá por lo menos una persona a la que creas que le debes lealtad. Alguien a quien estés dispuesto a dejar que se escabulla o, al menos, alguien con quien no te importe tomarte una pinta cuando haya cumplido condena. Todos los polis que conozco tienen un colega así. Te avergüenzan, son un quebradero de cabeza y, si tienes muy mala suerte, te pueden costar el empleo.
Los asientos de la furgoneta estaban remendados y hedía a perro acalorado.
—Vale, pues a ver, tengo una colega que ha encontrado algo que podría ser relevante para la innvestigación —dijo Dominic mientras conducía con destreza el gigantesco 4x4 por delante del ayuntamiento del pueblo y se incorporaba a lo que irónicamente consideraban una carretera principal en Herefordshire—. Lo que pasa es que no puedo comunicarlo a través de los canales normales porque digamos que es un poco adicta.
Además de su colega.
—Y si encontramos algo, ¿qué? —quise saber.
—Puedes decirles que fue idea tuya.
—¿Idea mía?
—Sí. Alguna excusa rara que nos resulte apropiada.
—Eso es un poco atrevido, ¿no te parece? —dije.
—Atrevido es mi segundo nombre —respondió Dominic.
Al cabo de un kilómetro, llegamos a un cruce en el que había una multitud de personas. La mayoría iba vestida con pantalones cortos o de camuflaje y llevaban mochilas colgadas sobre los hombros y sombreros puestos. Me fije en que algunos de ellos también tenían Airwaves en los cinturones. Dominic redujo la velocidad y saludó a un par de ellos antes de desviarse de nuevo. Distinguí a Derek Lacey en los márgenes del grupo con el semblante serio.
—Son voluntarios —me indicó Dominic.
Los voluntarios son buenos y malos para las búsquedas. Buenos porque te permiten cubrir más terreno y tienen conocimientos de la zona; y malos porque a ningún poli le gusta aceptar la palabra de un civil que asegura que el lugar se ha rastreado adecuadamente (en ese sentido, somos muy supersticiosos).
Otro par de kilómetros más tarde, llegamos a un cruce marcado con una alta cruz celta de piedra gris —un monumento en memoria de los caídos en la guerra, si tuviera que adivinarlo—. Dominic giró a la derecha y se incorporó a una carretera estrecha bordeada de árboles que subía hacia lo alto de las montañas. Me pregunté si esta sería la misma cresta en la que se asentaba la Casa de las Abejas, pero la cobertura móvil era intermitente y no pude consultar la localización.
—Escuela Wood —respondió Dominic cuando le pregunté adónde íbamos. La «escuela» del nombre en cuestión era un un colegio pijo que en realidad habíamos dejado atrás al venir de camino. Claro que ahora ya no era propiedad de los Wood, sino que pertenecía a la Fundación Nacional y formaba parte de los terrenos del castillo Croft.
En algunos puntos, la carretera era tan angosta que las hojas y las ramas de los árboles rozaban los laterales de la Nissan y Dominic tomaba la precaución de bajar la velocidad cuando nos acercábamos a una curva sin visibilidad.
—¿Tractores? —pregunté.
—Tractores —confirmó—. Bueno, tractores, radiotaxis, caballos, furgonetas del supermercado, vacas… Por aquí nunca sabes lo que te encontrarás a la vuelta de la esquina.
La entrada al bosque estaba marcada con una cancela de madera, de las que tienen cinco listones a lo largo, y un cartel de Fundación Nacional sobre ella. Dominic se quedó en la Nissan mientras yo me bajaba a abrirla para que pasara. Volví a cerrar la cancela tras de mí y, como recordaba las lecciones sobre normas del campo que nos enseñaban en los viajes escolares, me aseguré de que el cerrojo estuviera bien echado. Cuando volví a montarme en el coche, Dominic siguió ascendiendo por un camino irregular que se curvó y nos llevó hasta un bosque de coníferas oscuras. La Nissan rodaba con facilidad por el terreno de piedras, lo que explicaba por qué Dominic lo había escogido para la excursión de hoy. Como algunos de los surcos eran muy profundos, mi Asbo nuevo habría terminado con los ejes hechos polvo.
El camino se bifurcó y Dominic siguió a la derecha durante unos cien metros, hasta que llegamos a un lugar donde los troncos grisáceos de los árboles caídos estaban amontonados en pirámides. Cuando nos acercábamos al final del camino, una cara pálida nos miró con recelo.
—Esa