Verano venenoso. Ben Aaronovitch

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Verano venenoso - Ben  Aaronovitch Ríos de Londres

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y estoy capacitado para utilizar un taser.

      —¿Y qué hay de la mediación familiar?

      —He visto cómo se hace —contesté.

      —¿Crees que podrías dar apoyo a un agente experto en mediación?

      Le dije que creía que sí y Windrow y Edmondson intercambiaron una mirada. Edmondson no parecía conforme, pero asintió y los dos volvieron a fijar la vista en mí.

      —Muy bien, Peter —dijo Windrow—. Si quieres ayudar, nos gustaría que te convirtieras en el segundo agente de apoyo a una de las familias, la de los Marstowe. De esa forma, podemos reasignar a Richard, el agente que se está encargando de ello ahora, a la búsqueda.

      —Es un asesor policial —añadió Edmondson a modo de explicación. Un experto en búsquedas.

      —Si sirve de ayuda… —comenté.

      —Por aquí solemos ser expertos en varias cosas —respondió Windrow—. Intentamos abarcar demasiado.

      Menos mal que las ovejas respetan las leyes, pensé, pero no lo dije en alto, así mi formación en materia de diversidad no se echaría a perder del todo.

      —Probablemente no hace falta que te lo digamos, pero mantente alejado de los periodistas —me advirtió Edmondson—. Toda la información debe llegarles a través del portavoz de prensa.

      —Si cualquiera de esos cabrones te pregunta algo —dijo Windrow—, los rediriges a él, ¿entendido?

      Asentí con entusiasmo para demostrar que no solo no había perdido mi habilidad de ser pelota, sino que estaba al día. Atamos un par de cabos burocráticos y, después, me dejaron al cuidado del agente Dominic Croft, al que habían encargado la tarea de llevarme a Rushpool.

      ***

      Dominic, que era un ser humano y no un GPS, me guio a través del pueblo propiamente dicho. El centro tenía uno de esos sistemas de calles unidireccionales, completamente innecesarios, que cierta generación de urbanistas tenía en tan alta estima y la mayoría de las construcciones eran casas adosadas victorianas o del estilo de la Regencia, que se amontonaban en las aceras estrechas y entre las que se encontraba alguna mole del siglo xvii con entramado de madera que parecía haber caído del cielo.

      Dominic se las ingenió para no hacerme la pregunta típica hasta que hubimos llegado a la seguridad del campo.

      —Entonces, ¿la magia y los fantasmas existen?

      Me habían hecho esa pregunta tantas veces que ya tenía una respuesta preparada.

      —Hay ciertas cosas que se salen de los parámetros normales y corrientes de la vigilancia policial —respondí.

      He descubierto que hay dos clases de agentes: los que no quieren saber cuáles son esas cosas y los que sí. Por desgracia, tratar con cosas de las que no quieres oír hablar es prácticamente la definición de ser policía.

      —Vamos, que sí —resumió Dominic.

      —Existen mierdas muy raras y nosotros nos encargamos de ellas —repuse—. Aunque por lo general, suele haber una explicación perfectamente racional. —Que a menudo suele ser que ha sido obra de un mago.

      —¿Y qué hay de los extraterrestres? —preguntó Dominic.

      Menos mal que los alienígenas llevan desviando la atención desde 1947, pensé. En una ocasión, yo mismo pregunté a Nightingale si existían y me respondió que todavía no. Por lo tanto, imagino que, si les diera por aparecer de repente, formarían parte de nuestra jurisdicción. Pero esperaba que ese suceso no tuviera lugar en un futuro cercano porque no nos faltaba precisamente el trabajo.

      —Que yo sepa, no existen —respondí.

      —¿No lo descartas, entonces?

      Los dos llevábamos las ventanillas bajadas lo máximo que se podía para intentar que nos llegara cualquier brisa que soplara.

      —¿Tú crees en los alienígenas? —pregunté.

      —¿Por qué no? ¿Acaso tú no?

      —Es un universo muy grande —repuse—. No creo que esté completamente vacío, ¿no?

      —Vamos que sí que crees en ellos.

      —Sí, pero no creo que vayan a visitarnos.

      —¿Por qué no?

      —¿Por qué querrían hacer un viaje tan largo?

      Pasamos por delante de un pueblo alargado que Dominic identificó como Luston. Más adelante, la carretera se estrechaba y los densos setos verdes bloqueaban la visión a ambos lados.

      —¿Crees que alguien se las llevó? —inquirí antes de que Dominic me hiciera otra de sus extrañas preguntas.

      —¿De dos casas distintas? —preguntó—. Me parece poco probable, pero quizá alguien las incitara a salir.

      —¿Crees que eran víctimas de ciberacoso sexual?

      —No había nada en sus ordenadores. O al menos, no estoy al tanto.

      —Quizá se tratara de alguien a quien conocían, o de algún vecino de la localidad.

      —Esperemos que sea así —dijo Dominic.

      Si había sido cosa de algún lugareño, habría alguna conexión. Y si había una conexión, tarde o temprano aparecería en la investigación. En el caso de los asesinatos de Soham, la policía vigiló a Ian Huntley, el principal sospechoso, desde el momento en que abrió la bocaza para admitir que había sido la última persona en ver a las víctimas con vida. Sin ninguna conexión, todo se reducía a desear que alguna persona las localizara o volvieran a casa por voluntad propia. O quizá las encontrara el cada vez más amplio grupo de búsqueda, pero no queríamos ni pensar en esa posibilidad.

      Dominic quiso saber dónde me hospedaba y yo le pregunté qué había disponible.

      —¿Hoy? Nada de nada. Está todo lleno de periodistas.

      —Mierda. ¿Conoces algún sitio?

      —Puedes quedarte en el establo de mi madre —dijo.

      —¿En el establo de tu madre?

      —Tranquilo, no hay ningún animal dentro.

      Me habría gustado pedirle más aclaraciones, pero giré al llegar a una esquina y me vi obligado a frenar bruscamente para evitar una furgoneta, con antena parabólica en lo alto, que intentaba aparcar en el hueco que había entre un Range Rover y un Polo granate y sucio. Pasé con dificultad junto a él y me dirigí a la bifurcación situada en el centro del pueblo, pero había tantos vehículos de los medios que apenas se veían las casas.

      —Asegúrate de encerrar bien a las ovejas —murmuró Dominic—. El circo ha llegado a la ciudad.

      Me indicó que girara a la izquierda de nuevo y subimos por una carretera angosta

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