Verano venenoso. Ben Aaronovitch

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Verano venenoso - Ben  Aaronovitch Ríos de Londres

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un poco más interesante que eso. Y habría dedicado un rato a visitar su plaza principal si el navegador no me hubiera conducido directamente a la circunvalación cuyo trazado era igual al que aparecía en el cacharro. El pueblo quedó a mi espalda en cuanto crucé el puente sobre el ferrocarril y me desvié en una glorieta hacia el parque industrial de aspecto aletargado en el que se situaba la comisaría local.

      Las comisarías a las afueras de los pueblos se construyen en los terrenos no urbanizados por la misma razón que los supermercados: por el espacio y el aparcamiento. La primera a la que me asignaron estaba en Charing Cross, en pleno centro de una de las unidades de mando operativo más ocupadas de Scotland Yard. En el garaje, como apenas cabían todos los vehículos policiales, furgonetas, camionetas y demás coches variados para compartir, cualquiera que estuviera por debajo del superintendente no tenía plaza de aparcamiento.

      Pero la comisaría de Leominster contaba con dos aparcamientos, uno público y otro para la policía. Y, tal como me enteré después, también disponía de su propio helipuerto. El edificio en sí era una construcción de tres plantas y ladrillo rojo, con una curva exuberante en un extremo parecida a una proa, de manera que, desde un lado, la comisaría tenía el aspecto de un esquife de un cuento que había encallado a kilómetros de distancia del mar. El aparcamiento de las visitas estaba repleto de coches de gama media, furgonetas con antenas parabólicas y una multitud de personas caucásicas que paseaban sin rumbo fijo. Caí en la cuenta de que aquel era el famoso grupo de la prensa. Les eché una mirada y, después, me dirigí a la entrada del aparcamiento para agentes, al otro lado del edificio. En mi opinión, tenía una valla demasiado baja y cualquier maleante con la intención de cometer alguna travesura con unidades que eran propiedad de la policía podría haberla escalado con facilidad. Tanto si tenían helipuerto como si no, el lugar no me impresionaba.

      Giré hacia la puerta automática, me incliné a través de la ventanilla y pulsé el botón del intercomunicador que había sobre un poste. Le dije a la voz aguda que contestó al otro extremo quién era y le mostré la placa al pequeño y brillante ojo de la cámara. Se oyó un graznido de confirmación y la puerta se abrió con un traqueteo. Para ser un aparcamiento policial, había muy pocos vehículos oficiales; solo se veían un par de Vauxhall sin distintivo y un Rover 800 que parecía algo maltratado. Todo el mundo debía de estar trabajando en la búsqueda.

      Aparqué en una plaza alejada de la entrada, donde me pareció que ningún coche o furgoneta de apresados podría arrollarme cuando regresaran. Nunca subestiméis la habilidad de un policía al volante para calcular erróneamente la posición de una columna cuando vuelve a la comisaría tras un turno de doce horas.

      Un joven blanco me esperaba junto a la puerta trasera. Era rubio y tenía un rostro amplio y ojos azules. Me fijé en que su traje parecía hecho a mano, pero no lo sabía con seguridad, porque, evidentemente, lo había llevado durante las últimas veinticuatro horas. Bebía de una botella de agua que apartó de los labios cuando me vio, extendió la mano de forma amigable y se presentó como el agente Dominic Croft.

      —Te están esperando —dijo, pero no especificó para qué.

      Era la comisaría más limpia en la que había estado nunca. Ni siquiera desprendía ese olor inconfundible que uno esperaría de decenas de individuos que hacen turnos largos enfundados en ropa protectora. «Eau de chaleco antipuñaladas», lo llamaba Lesley. Las paredes estaban pintadas exactamente de la misma tonalidad que las de Belgravia y otra media docena de comisarías de Londres en las que había estado. Quienquiera que vendiera ese particular tono de azul claro, debía de estar forrándose.

      —Normalmente, la comisaría está bastante vacía —comentó—. Solemos estar solo el grupo de agentes del vecindario.

      Dominic me condujo escaleras arriba, hacia las oficinas principales, donde el aire acondicionado no llegaba al enorme grupo de policías que había en el lugar. Un par de policías que levantaron la vista cuando entrábamos en el centro de coordinación saludaron con la cabeza a Dominic y me miraron de arriba abajo con recelo antes de retomar su trabajo. Eran todos blancos y, entre ellos y el grupo de la prensa que había en la entrada principal, sospechaba que mi formación en materia de diversidad sería inútil para este caso.

      No se suelen oír muchas risas en los centros de coordinación durante una investigación importante, pero la atmósfera que se respiraba ese día era desalentadora, y los rostros de los detectives estaban cubiertos de sudor y reflejaban determinación. Los casos de niños desaparecidos son duros. A ver, los asesinatos también lo son, pero al menos ya ha ocurrido lo peor: las víctimas no van a morir más de lo que ya están. Los niños desaparecidos vienen literalmente con una fecha de caducidad y lo peor es que no sabemos cuál es hasta que es demasiado tarde.

      Dominic llamó a una puerta con una placa metálica rectangular en la que se leía aula de instrucción, la abrió sin esperar respuesta y entró. Lo seguí y accedimos a la clase de sala larga y estrecha que existe, principalmente, porque el arquitecto tenía un par de metros libres después de dividir los espacios y no sabía qué más hacer con ellos. Había una ventana pequeña, abierta lo máximo en términos de seguridad y escasamente en términos de salubridad, y un ventilador de mesa desplazaba el aire cálido de un lado para otro. Un escritorio recorría una de las paredes y un hombre blanco y atlético con uniforme de inspector se apoyaba sobre él con los brazos cruzados sobre el pecho. Dominic me lo presentó: era el inspector Charles («bajo ningún concepto me llames Charlie») Edmondson, comisario del norte de Herefordshire, lo que significaba que este era su territorio y que no parecía precisamente encantando de que estuviera allí. Ocupando gran parte de los dos asientos disponibles se encontraba un hombre blanco, bajito y de espalda ancha, con un rostro incongruentemente alargado y una barbilla puntiaguda; parecía haber robado los rasgos a una persona más alta y delgada y haberse negado a devolvérselos. Era David Windrow, inspector jefe de la Operación Mantícora (nombre en clave de la búsqueda de Hannah Marstowe y Nicole Lacey). Me indicó con la mano que me tomara asiento en la otra silla y, cuando lo hice, adopté la expresión debidamente seria pero algo perdida que se espera de los agentes de bajo rango en tales circunstancias.

      —Parece que estás aquí por asuntos oficiales —comentó Windrow.

      —Sigo el curso de una investigación, señor.

      —Sí —coincidió—. He hablado con tu inspector. Dice que solo era una comprobación rutinaria.

      —Así es, señor.

      —Y que te ofreces voluntario para ayudar en el caso.

      —Sí, señor.

      —Pero estás seguro de esto no tiene nada que ver con… —Windrow dudó—. De que no es un caso de los Halcones.

      La policía tiene la costumbre de adueñarse de un nombre distintivo y utilizarlo indiscriminadamente como nombre, verbo e incluso en ocasiones especiales, como una retahíla de blasfemias. «Troyano» se refiere a las armas de fuego, «Guardabosques» a la protección diplomática y «Halcones» es el término que varios inspectores jefe del cuerpo de detectives que conozco utilizan para referirse a«putas rarezas». Este distintivo lleva en uso desde los setenta, pero, desde hace uno o dos años, cada vez lo emplean más y más, lo que es un presagio, dependiendo de la cafetería en la que te sientes, del amanecer de la Era de Acuario, del Fin de los Tiempos o, posiblemente, de que La Locura ahora tiene, al menos, un efectivo que sabe utilizar una Airwave como es debido.

      El inspector Edmondson descruzó los brazos y suspiró.

      —Entonces, ¿no tienes intención de seguir con tu investigación de los Halcones? —preguntó.

      —No, señor —respondí—. Solo quiero ayudar en lo que pueda.

      —Además

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