Verano venenoso. Ben Aaronovitch

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Verano venenoso - Ben  Aaronovitch Ríos de Londres

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obstante, acepté un crumpet, porque uno puede llevar la paranoia profesional al extremo.

      —¿No ha notado nada raro durante la última semana más o menos? —pregunté.

      —No puedo afirmar que sí, ya no soy tan perspicaz como antes —respondió Hugh—. O mejor, debería decir que mi perspicacia no es tan digna de confianza como lo era en mis días de gloria. —Dirigió una mirada a su nieta—. ¿Y tú, querida?

      —Ha hecho más calor de lo habitual, pero quizá solo sea por el calentamiento global —repuso.

      Hugh sonrió con timidez.

      —Eso es todo, me temo —dijo, y preguntó a Mellissa si le daba permiso para comerse otro crumpet.

      —Vale —respondió esta, y le puso otro delante. Hugh extendió una mano temblorosa y, tras unos cuantos intentos fallidos, atrapó el crumpet con un jadeo triunfante. Mellissa lo observaba con preocupación mientras se lo llevaba a la boca, le daba un buen mordisco y lo masticaba con una satisfacción evidente.

      Reparé en que los miraba fijamente, así que me bebí el té y me concentré en la taza.

      —¡Ja! —dijo Hugh cuando terminó de masticar—. No ha sido tan difícil.

      Y entonces, se quedó dormido; cerró los ojos y la barbilla le cayó sobre el pecho. Ocurrió tan deprisa que me dispuse a levantarme de la silla, pero Mellissa me indicó con la mano que volviera a sentarme.

      —Lo ha agotado —dijo, y a pesar del calor, sacó una manta de tela escocesa de la parte trasera de la silla de su abuelo y lo cubrió hasta la barbilla—. Creo que es evidente, incluso para usted, que no tiene nada que ver con la desaparición de las niñas.

      Me levanté.

      —¿Y usted tiene algo que ver? —pregunté.

      Me dirigió una mirada envenenada y, entonces, me llegó un destello, nítido e indiscutible, el chasquido de las patas y las mandíbulas, el aleteo de las alas y el aliento cálido y comunitario del enjambre de abejas.

      —¿Qué querría yo de unas niñas? —pregunté.

      —¿Cómo voy a saberlo? —dije—. A lo mejor quiere sacrificarlas en la próxima luna llena.

      Mellissa inclinó la cabeza hacia un lado.

      —¿Se está haciendo el gracioso? —preguntó.

      «Cualquiera puede hacer magia —pensé—, pero no todo el mundo es un ser mágico». La magia, llamémosla así en aras de este argumento, ha acariciado a algunas personas hasta el punto de que ya no lo son por completo, incluso con arreglo a la legislación de los derechos humanos. Nightingale los llama seres feéricos, pero eso es un término general, como cuando los griegos utilizaban la palabra «bárbaro» o el Daily Mail emplea el vocablo «Europa». Yo, por mi parte, había encontrado al menos tres sistemas distintos de clasificación en la biblioteca de La Locura, todos con elaboradas etiquetas en latín y, supuse, con todo el rigor científico de la frenología. Hay que ser cuidadoso a la hora de aplicar conceptos como la especiación a los seres humanos, de lo contrario terminas con esterilizaciones obligatorias,4 campos de concentración a lo Bergen-Belsen y el Pasaje del Medio5 antes de darte cuenta.

      —Para nada —respondí—. He dejado de hacerme el gracioso.

      —Entonces, ¿por qué no registra nuestra casa y sale de dudas? —dijo.

      —Ah, pues muchas gracias, eso haré —respondí para demostrar una vez más que un poco de sarcasmo nunca viene mal.

      —¿Qué? —Mellissa dio un paso atrás y me miró fijamente—. Estaba de broma.

      Pero yo no. La primera regla de un policía es que nunca tomas la palabra a nadie sobre ningún tema; siempre te aseguras de comprobar las cosas por ti mismo. Muchos niños desaparecidos estaban ocultos bajo las camas o en los cobertizos de jardín de propiedades en las que sus padres habían jurado que habían buscado; «¿Por qué están perdiendo el tiempo cuando deberían estar buscando por ahí fuera? Por el amor de Dios, ¡es increíble que traten como criminales a personas decentes! Las víctimas somos nosotros y no, no hay nada ahí dentro. Solo un congelador. No tiene sentido entrar a buscar nada. ¿Por qué iban a estar en el congelador? Oiga, no tiene derecho a… ¡Madre mía! ¡Cuánto lo siento! No pretendía hacerle daño, se resbaló y ¡entré en pánico!».

      —Hay que ser meticuloso —expliqué.

      —Estoy bastante segura de que ahora mismo está violando nuestros derechos —dijo.

      —No —repuse con la absoluta certeza del hombre que se ha tomado la molestia de comprobar las leyes correspondientes antes de salir de casa—. Su abuelo hizo un juramento y firmó un contrato que permite el acceso a individuos acreditados, como yo, cuando sea necesario.

      —Pensaba que ya estaba jubilado.

      —Sí, pero eso no te exime de las obligaciones del contrato —dije. En realidad la cláusula decía: «hasta que la muerte te libere de este juramento». La Locura, retornando las buenas y antiguas prácticas policiales.

      —¿Por qué no me enseña la propiedad? —pregunté. Así sabré que no estás machacando partes de un cuerpo en la astilladora.

      Puede que Moomin House se pareciera a La Locura si hubiera estado ubicada en un edificio victoriano, pero, de hecho, era el monstruo arquitectónico más raro que había visto nunca: un edificio moderno con estilo clásico. Su arquitecto, el célebre Raymond Erith, no había invocado el espíritu de la Ilustración, sino que, más bien, le había robado los planos. Al parecer, lo había construido en 1968 como favor para Hugh Oswald —un amigo de la familia—, y era hermoso y triste al mismo tiempo.

      Empezamos por las dos pequeñas alas de la casa, una de las cuales se había ampliado para albergar un dormitorio adicional y una cocina de buen tamaño. Puede que, como arquitecto, Erith fuera un clasicista progresista, pero compartía con sus contemporáneos el error de no comprender que necesitas abrir la puerta del horno sin tener que salir de la cocina para ello. En el dormitorio extra había una cama con una práctica estructura de latón acabada con un pasamanos, los suelos estaban cubiertos con una moqueta suave y gruesa, y todas las esquinas picudas de la vieja cómoda de roble y del armario estaban recubiertas con protectores redondeados de plástico. Olía a sábanas limpias, a popurrí y a gel desinfectante.

      —Mi abuelo se trasladó a esta habitación hace un par de años —dijo Mellissa, y me mostró el baño nuevo que habían instalado al lado, con una bañera con un asiento, grifos adaptados y pasamanos. Resopló cuando volví a entrar en el dormitorio para echar un vistazo bajo la cama, pero su sentido del humor se esfumó cuando comprendió que iba a comprobar también los armarios de la escoba y de la leña.

      Una escalera de caracol con escalones de madera sin revestir ascendía al primer piso y me condujo a lo que sin duda había sido el despacho de Hugh antes de que se trasladara a la planta inferior. Me esperaba varias estanterías de roble, pero, en su lugar, la mitad de la circunferencia de la habitación estaba cubierta de baldas de madera de pino montadas sobre soportes metálicos. Reconocí muchos de los libros porque los teníamos en la biblioteca no mágica de La Locura, entre ellos un ejemplar increíblemente sobado de Histoire Insolite et Secrète des Ponts de Paris, de Barbey d’Aurevilly. Había demasiados libros como para que cupieran

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