Dendritas. Kallia Papadaki

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Dendritas - Kallia Papadaki Narrativa

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de los disturbios y las grandes guerras lo destruyó la exigencia masiva de un mundo mejor y más pacífico, y un par de años después, cuando Nixon acababa de hacerse con el poder, cerró también la RCA Victor, y el terrier4 melómano puso rumbo a México, hogar de la mano de obra barata; la dirección echó la culpa a los sindicatos, que habían declarado una huelga indefinida reclamando salarios mejores; los sindicatos a la dirección, que ponía por encima de todo las ganancias, y la ciudad quedó huérfana de empleos; a lo largo de una semana se despidió a cinco mil personas en una ciudad de noventa mil habitantes, y así, a mediados de los 70 el diner Ariadni, ya con su nuevo nombre, el mural de Mickiewicz medio borrado al fondo del local y las columnas de un tono blanquecino pintadas en la pared, con los coloridos dibujos de la greek salad y del apetecible yiros, dejó de ser lo que era y prometía ser y, junto con la decadencia de la iniciativa emprendedora y la continuación de la guerra de Vietnam, la ciudad entró en crisis: la gente se volvió suspicaz y los barrios estaban en pie de guerra; lo que quedaba de la hasta entonces próspera urbe se trasladó a la periferia emergente. Los primeros en irse fueron los judíos; los siguieron los italianos junto con los griegos; pero sus padres, los padres de Litó, mantuvieron su optimismo inmutable y, dentro de su optimismo, mantuvieron también su inmovilidad; en otras palabras, se obcecaron como mulas hasta ver cómo se esfumaban sus ahorros y cómo sus sueños se alejaban para siempre.

      A Litó se la trae al pairo, que los adultos carguen con sus decisiones; lo malo es que esos propósitos pusilánimes y esas responsabilidades los arrastra ella a su espalda; se supone que habían imaginado un mundo ideal, la habían traído a una sociedad que cambiaba, teóricamente, para mejor, «y una mierda», lo único que le levanta el ánimo y tiene un sentido claro es el fútbol, las dos porterías marcadas en el césped recién cortado, las normas concretas que determinan el juego, la pelota que rueda por la hierba, manzana de la discordia para los veintidós pares de piernas encallecidas, la defensa y las entradas, sobre todo las entradas enérgicas, porque los goles no son su fuerte, así que los silencia tal y como hace con todo lo que le provoca indignación.

      El centro de secundaria de East Camden es para Litó un mal necesario que en algún momento deberá llegar a su fin, al menos con su inminente mayoría de edad, si no antes; está convencida de que todos sus males, incluido su desafortunado nombre, son producto de su desgarbada y frágil adolescencia, y de lo que esta conlleva: el vello rubio y molesto en muslos y espinillas, el ajustado sostén que la asfixia y el estúpido asma extrínseco que la inmoviliza de repente, como pasó en aquel partido de fútbol la primavera pasada, en el momento de máximo esplendor de la naturaleza y del polen: jugaban contra el colegio de Cooper Point, su equipo iba ganando uno a cero y quedaban solo dos minutos de partido; la delantera contraria se escapó de la línea derecha de defensa y, cuando Litó realizaba el último sprint por la izquierda, casi lista para ejecutar la entrada más importante de la que era hasta entonces su vida, la que les brindaría la copa regional y quizás incluso la condecoración a la mejor jugadora, se le cortó la respiración de repente, se puso roja como un tomate y acabó doblada en dos; la pelota pasó por delante, como a cámara lenta, y tras ella, como Pedro por su casa, la mediocentro, que regateó con una maniobra inestable y temeraria a la portera y marcó más bien de pura chiripa en la portería vacía. Llegaron a la prórroga y Litó vio la media hora restante desde el banquillo, maldiciendo sus genes endebles y la marihuana que había fumado desde pequeña en la barriga de su madre, mientras su equipo, con diez jugadoras y sin cambios, perdía la copa y ella la ansiada condecoración. «Cosas que pasan», le había dicho con aquella entonación pueblerina de Oklahoma su entrenadora en los vestuarios; solo a ella, le daban ganas de gritar, «¡solo a mí!», pero al final no dijo nada, se quedó arrinconada en el banco, apretó los puños y se clavó las uñas en las palmas de las manos, y todo por no montar una escena, por no aguar la fiesta y la entrega de premios, pero sobre todo por no echarse a llorar delante de sus compañeras, cuyas miradas de desprecio ya la acuchillaban por la espalda a causa del desenlace del partido. En este momento, esos son sus pensamientos, sus recuerdos, pero los chillidos de sus compañeros, que persiguen por el patio a un pobre gato con una herida abierta en el espinazo, provocada por una escopeta de aire comprimido, con intención de seguir torturándolo, la traen de vuelta al presente, al prolongado sonido del timbre, al inhalador de dosis que se saca del bolsillo, a la inspiración profunda que toma para aguantar su insoportable vida y la inminente clase de Historia de Estados Unidos.

      Al fondo del aula, Litó intenta acomodar las piernas en el pupitre individual, mientras la señora Gardner les habla de los años dorados de Estados Unidos durante la floreciente década de 1920, cuando el desarrollo era sinónimo de consumo y la prosperidad de todas las ciudades industriales se medía en la cantidad de chimeneas que adornaban entre humos el horizonte y en las hordas de trabajadores, nativos e inmigrantes, que inundaban cada mañana las calles, convoyes humanos que zarpaban con las primeras luces en busca del jornal. La señora Gardner va y viene por el pasillo, arrastrando sus bastas sandalias por el desgastado terrazo, arrullando a los veinticinco alumnos con una danza lenta y catatónica, su tronco parece un péndulo movido por su propio impulso que de repetición en repetición amenaza con perderse, dentro de poco el balanceo se detendrá y la microscópica señora de sesenta años se calmará encorvando ligeramente los hombros hacia delante, y Litó se preguntará si es el conocimiento el que joroba los cuerpos y los encorva y, mientras se sume en reflexiones que no vienen a cuento, la señora Gardner le dará un tierno toque en el hombro y le susurrará en voz baja al oído, como un eco lejano del futuro irremediable, «estira la espalda, que te va a salir joroba» antes de perderse por donde ha venido, en las profundidades del encerado, mientras suena el timbre electrónico y las sillas, casi al unísono, arañan el suelo con un aullido.

      Litó lleva su mochila con paso ligero y los hombros estirados en un sobreesfuerzo para no andar encorvada; luego se le olvida y sigue con la cabeza gacha, sumida en sus ensoñaciones, con la mochila saltando a la espalda a cada paso apresurado, quiere que le dé tiempo a llegar a casa antes de que oscurezca, no es que tenga miedo, pero hace una semana, también el lunes, los bestias del instituto Woodrow Wilson les tendieron una emboscada a unos compañeros del equipo de baloncesto y les dieron una paliza, una buena tunda, sin motivo alguno, solo para divertirse. Piensa en ello y acelera el paso, al tiempo que intenta ahuyentar de su mente todas las desgracias que pueden ocurrirle, su madre la tiene avisada, no hay peor mal que el pensamiento, es capaz de imaginar lo peor, abre caminos donde solo hay vegetación espesa y salvaje, el pensamiento sufre arrebatos que tú pagarás toda tu vida, «¿entiendes, cariño?», y Litó no entiende del todo qué quiere decir Susan, pero qué más da: lo repetirá una, dos veces, a la tercera va la vencida, la pequeña acabará pillando el sentido profundo del omnipresente y omnisciente filtro materno.

      Minnie vive en un barrio infame, con casas de piedra gris que han perdido el color, el tiempo las ha degradado por igual, y entre tanta fealdad repartida hay cierta armonía, no resulta extraña la piedra deslucida, es como si la hubiese tallado la sabiduría del tiempo, las ruinas arrastran el pasado casi con adoración, dan fe de la ambición humana detenida por el flujo de los acontecimientos, habitantes y ruinas coexisten en plena aceptación del deterioro, y solo las noches en las que oscurece pronto, ahora que ha llegado el invierno, siente uno miedo, cuando la miseria de los edificios se oculta en la neblina de la oscuridad

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