Dendritas. Kallia Papadaki
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Y a lo mejor no era exactamente mal de ojo lo que había noqueado a Nondas, sometiendo su resistencia corporal a base de sucesivos estornudos, ojos rojos y una nariz que, cual grifo averiado, no dejaba de gotear, pero él estaba seguro de que lo que le pasaba tenía sus raíces en la naturaleza femenina y sus ardides, y que si quería librarse del yugo y del influjo del mal tenía que buscar y encontrar a la belleza rubia, y cuanto más buscaba más se desesperaba, porque Camden era un pequeño pajar y él venga a buscar la aguja que se le había clavado, y cuanto más buscaba más lo picaban con pellizcos, zancadillas y guasas Sergio y Peppito, pero él no se daba por vencido, aguardaba y se resistía al orbe al completo al grito de «achís, achís», mientras se frotaba los ojos, se limpiaba la nariz y la boca, «pero qué suerte la mía, achís».
Se fue la primavera, llegó un breve verano y los síntomas se aplacaron en cierto modo, y poco antes de noviembre la vio un atardecer por la ventana, de pie en la acera, sacudiéndose el zapato para librarse de una china molesta, y Nondas no perdió el tiempo, se puso el abrigo y salió a la calle para hablar con ella, pero vaciló y no llegó a tiempo, así que empezó a seguirla y, cuanto más avanzaba y la miraba, menos seguro estaba de que fuese ella, algo en su pelo rubio rojeaba, la vez anterior no se había fijado en aquellos mechones cobrizos, o acaso es que, como se estaba poniendo el sol, el cielo rosado se reflejaba en su pelo, la siguió y llegó hasta el barrio irlandés de Pyne Point, un poco más y al fondo se vería Petty Island, era una noche extraña que daba ganas de creer en fantasmas, espíritus, piratas y corazones saqueados, hasta el punto de jurar por ellos, no había ni un alma por la calle y Nondas tenía miedo hasta de su aliento y de su sombra, sus pasos se sintonizaron con los de ella y las venas se le cargaron de adrenalina, ella oyó su respiración tras de sí y sus pasos ligeros y torpes, se dio la vuelta para gritar y, antes de que le diera tiempo a reaccionar, Nondas la apresó entre sus brazos, la arrastró e hizo lo que pudo a escondidas, a hurtadillas y a toda prisa, y si te he visto, no me acuerdo: se le olvidó, lo dejó atrás, lo abandonó en la oscuridad espesa, asfixiante y rígida.
Llegó el invierno, el espejismo femenino se disipó y Nondas volvió a su antiguo yo, los negocios crecían y los pedidos aumentaban, la producción casera no era suficiente para abastecer a los distinguidos amigos de los amigos; al principio pensaron en dedicarse a importar de contrabando desde los lagos helados de Canadá, pero había grandes intereses en Filadelfia y bandas implacables, y Mecca no quería mezclarse todavía con mafias ni meterse en camisas de once varas, su vida estaba en la funeraria y el dinero que sacaba del otro mundo bastaba y sobraba de momento, así que se plegaron a las leyes infalibles de la oferta y la demanda local, y mientras la ciudad siguiese seca y la gente sedienta de alcohol y emociones, mejores serían el sueldo y la propina.
Y las cosas estaban tranquilas y así habrían seguido si el 22 de diciembre de 1924 no hubiese llegado a la casa Mecca un paquete rectangular de embalaje caro y con un lazo color rojo vivo que quedó por allí olvidado. El paquete iba huérfano de tarjeta, remitente y destinatario, pero, pese a todo, dada la época del año, no levantó sospechas que alguien quisiese expresar su agradecimiento de manera anónima a la familia Mecca; además, de vez en cuando, y más aún los días de fiesta, los miembros de la familia tenían la costumbre de reunirse con los amigos íntimos y los colaboradores e intercambiar regalos bajo el árbol navideño adornado. Era la víspera de Navidad; la señora Mecca no había tenido tiempo de comprar los regalos para los invitados, sus hijas habían ido a la modista para que le diese los últimos retoques a los primorosos vestidos que se pondrían para el baile de Año Nuevo, Tony tenía una cita importante con el senador republicano Spacy en Central Watertown para comer y recaudar votos, y ella tenía que preparar la casa y meter la oca rellena en el horno mientras Sergio mondaba con impaciencia un barreño lleno de batatas naranjas refunfuñando entre dientes, porque a él no le hacía mucha gracia que el ave llevase tanto relleno; prefería cien veces el congrio frito marinado en hojas de laurel y dientes de ajo.
Según se acercaba la hora de la cena de Nochebuena, la señora Mecca iba sintiendo los nervios a flor de piel y, como no le quedaba otro remedio, llamó a Peppito y a Nondas, que se habían puesto hacía rato el traje de fiesta, les felicitó las pascuas, elogió su laboriosidad y su entrega, y les dio ni más ni menos que diez dólares en mano para que fuesen a comprar los regalos que faltaban para los invitados. Eran las cinco de la tarde pasadas y, fueran donde fueran, las tiendas llevaban rato cerradas; les invadió la desesperación, porque la señora Mecca había depositado en ellos todas sus esperanzas, y solo pillaron al viejo Stein por la calle, con un manojo de llaves colgado del cuello, arrastrando los pies; le dieron toda la coba del mundo para que les abriese y cuando, para convencerlo de sus intenciones, le enseñaron los diez dólares arrugados en la palma, el judío negó con la cabeza y dijo que él no hacía las cosas a medias, y que, si de verdad querían que les abriese la tienda, se rascasen los bolsillos a conciencia y contribuyeran ellos también a los obsequios. Y por mucho que se los rascaron y palparon las costuras, no encontraron nada de valor para hacer cambiar de opinión al viejo y, cuando le dijeron que en total juntaban diez dólares y treinta centavos, se sacó las manos del abrigo y agitó el pañuelo, porque, solo entre abrir la tienda y encender la luz y la caja, calculaba un gasto, junto con las horas extras, de por lo menos doce dólares en mercancía. No tenían otra opción, corrieron tras él y lo detuvieron, le prometieron que le llevarían los dos dólares restantes esa misma semana con intereses de cinco centavos por cada día que pasase, se dieron la mano y todos juntos se dirigieron con paso ligero a la calle de la tienda.
La cena fue todo un éxito, hubo comida hasta la saciedad, las raciones eran opulentas y el vino tinto corría como la espuma, obsequio de Rigoletti, el suboficial invitado, que siempre cuidaba de que los bienes embargados encontrasen refugio en casas hermanas y, poco antes de colocar los cubiertos para el postre a la luz de las velas, Tony Mecca puso en el gramófono a Pasquale Feis cantando los villancicos sicilianos con gaitas y las extrañas zampogna, y la señora Mecca se santiguó piadosamente y conminó a los comensales a que se reunieran en torno al árbol para sortear los regalos, que centelleaban con paciencia bajo las bolas lustrosas y los adornos de papel brillante, mientras que Nondas y Peppito, con las mejillas encendidas por la bebida, se relajaban más anchos que largos.
Y se abrieron los regalos, y en algunos casos se intercambiaron según gustos y preferencias personales, y la señora Mecca, que hasta entonces estaba ocupada sirviendo un esponjoso tiramisú, dio un grito al apartar la tapa de la caja rectangular, y de dentro de la caja surgió un traje blanco de una sola pieza y un ridículo gorro en punta que, una vez desdoblados y acoplados, formaban un rostro de pesadilla: el de la moral intachable y protestante del Ku Klux Clan, defensor, guardián y custodio de la eugenesia anglosajona.
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