A merced de la ira - Un acuerdo perfecto. Lori Foster
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–Yo tendría treinta y dos en esa época –se frotó la barbilla mientras recordaba el pasado. Luego se detuvo–. ¿Murió?
Priss agachó la cabeza, no solo por pena, sino también para ocultar la rabia que sentía al pensar cómo había sufrido su madre antes de morir.
–Sí. Murió hace tres meses.
–¿De qué? –preguntó Murray.
–Tuvo un derrame cerebral. No murió enseguida…
Mientras Priss hablaba, Murray se volvió hacia Hell y pidió una copa. Hasta se permitió sonreír y darle un beso en la boca cuando ella empezó a refunfuñar. Sus labios quedaron manchados de carmín rojo.
Su desinterés no podía haber sido más evidente.
Hell se bajó de la mesa y cruzó el despacho para servir la bebida mientras Murray sacaba un pañuelo y se limpiaba la boca.
Entre tanto, Priss le contó la horrible historia de la enfermedad de su madre.
Cuando había ideado su plan, había imaginado a un monstruo insensible. Se había preparado para encontrarse con un villano repugnante. Pero aquella total falta de pudor… Murray era un psicópata. Era imposible que poseyera una sola emoción verdadera.
En algún momento, mientras construía su imperio de corrupción, había llegado a sentirse tan cómodo con su poder y su influencia que ya no se molestaba en ocultar su mezquindad innata. Tenía una red de conspiradores que mentía por él y le cubría las espaldas.
Priss cerró los puños sin darse cuenta. Mientras Hell le daba su copa a Murray, Trace le tocó el hombro casi imperceptiblemente. No la miró, pero Priss entendió de todos modos su advertencia.
Mostrar su juego tan pronto podía ser letal para ella.
Murray bebió un sorbo de su copa y preguntó:
–Entonces, ¿sufrió?
Priss apretó los dientes y asintió con un gesto.
–Sí, muchísimo.
Él bebió de nuevo.
–No la recuerdo.
Claro que no. La suya no había sido una verdadera relación, ni remotamente. Murray había utilizado a su madre para ganar dinero y solo un giro del destino había permitido a Patricia Patterson escapar con vida de él.
Priss se esforzó por relajar los músculos.
–Entiendo. Fue hace mucho tiempo.
–No voy a darte un céntimo, ¿sabes? –Murray meneó la copa, haciendo tintinear los cubitos de hielo mientras le sonreía–. Si has venido por dinero, estás perdiendo el tiempo.
Como si ella quisiera algo de él… aparte de arrancarle el corazón.
–No me malinterprete, por favor. No quiero ni espero nada de usted. Es solo que, ahora que ha muerto mi madre, estoy sola.
Los ojos de Murray brillaron y volvió a mirarla de arriba abajo.
–¿No tienes más familia? ¿Ni marido, ni novio?
–No, señor. Por eso quería conocerlo. Y… –intentó mostrarse tímida–. Pensaba que quizá, si le apetece, podríamos llegar a conocernos mejor –se apresuró a añadir–: No tiene usted ninguna obligación de hacerlo, desde luego, es solo que… ahora es la única familia que me queda.
–No seas patética –saltó Hell y, poniéndose delante de ella con los brazos en jarras, sacó pecho–. ¿Por qué iba a creer Murray que eres su hija? ¿Cómo va a ser familia de una zorrita tan fea como tú?
Trace resopló y Murray se echó a reír.
–¿Qué pasa? –tras lanzar a Trace una mirada de odio, Hell se volvió para mirar a Murray–. ¿Es que veis algún parecido?
–No, ninguno. Pero aunque lleve esa ropa, no tiene nada de fea –lanzó a Trace una mirada de hombre a hombre–. ¿Tú qué dices, Trace?
–Es muy sexy.
Murray sonrió y levantó su copa en un brindis.
–Ahí lo tienes, Hell.
Ella agarró un pisapapeles de la mesa de Murray.
–No será tan sexy cuando acabe con ella.
«Santo cielo», pensó Priss, asombrada por su agresividad. ¿Debía huir? No: Trace se puso de nuevo delante de ella. Hasta consiguió agarrar el proyectil cuando Hell soltó un chillido y lo lanzó.
Murray se rio estentóreamente y tiró de Hell para que lo mirara.
–Eres una bruja muy celosa, Helene, y normalmente me divierte que lo seas –dejó de reírse de pronto y su mirada se endureció–. Pero ahora no.
Hell pareció tomarse la advertencia en serio y se apartó.
–Esto es un asunto de negocios –añadió Murray en tono más suave, y le pellizcó la barbilla–. Y ya deberías saber que no debes mezclarte en mis negocios.
Hell pareció tranquilizarse. Hasta esbozó una sonrisa.
–Entiendo.
–¿Negocios? –preguntó Priss. ¿Tan fácil podía ser introducirse en su círculo privado?
Murray alargó una mano y chasqueó los dedos. Trace agarró el bolso de Priss y se lo pasó. Murray lo vació sobre su mesa de caoba, tomó su cartera y la registró.
–¿No llevas documentación? –preguntó, ceñudo.
Trace había acertado en lo del permiso de conducir.
–Eh… Me mudé hace poco aquí. Desde Carolina del Norte. Allí era donde vivía con mi madre.
–Si no conduces, ¿cómo has llegado aquí?
–¿En autobús?
–¿Me lo preguntas a mí?
Priss se dio cuenta de cómo lo había dicho y reformuló su respuesta:
–No sabía si se refería aquí, a su despacho, o a Ohio. En todo caso, vine en autobús.
Murray entornó los ojos.
–¿Dónde te alojas?
Priss pensó a toda prisa, recordando la advertencia de Trace.
–En un hotel –le dio el nombre de uno que estaba a casi diez kilómetros de su apartamento alquilado.